FRASES EN LA HISTORIA
“Si la comedia os ha gustado, concededle vuestro aplauso y, todos a una, despedidnos con alegría”
(Augusto, primer emperador romano, 63 a.C./14 d C.)
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El relato de la vida de las personas notables de la historia suele estar plagado de anécdotas, reales o no, que contribuyen a definir su carácter. A ensalzarlos o denostarlos por parte de sus contemporáneos. Narraciones relativas a actitudes heroicas o viles. Trascendentes o nimias. Propias de la gloria que ostentan o inexplicables en esa atribución. Tampoco los escritores e historiadores que se ocupan de ellos están librados de sesgos que condicionan nuestra visión del personaje, y le confieren, quizá involuntariamente, las cualidades y ponderaciones con que los reconocemos en nuestra memoria.
Cayo Julio César Octaviano (considerado y llamado como Augusto, o sea divino) no está exento de esa situación. Sus obras y acciones de gobierno durante cuarenta años lo colocan según muchos estudiosos como el mejor de los emperadores romanos.
En aquellos tiempos, los romanos creían fervientemente en sibilas, arúspices, ritos adivinatorios, auspicios y presagios. Y, si bien no hay testigos confiables de los buenos augurios que presagiaron su vida y principado, los relatos de Suetonio dan cuenta de los alentadores signos que precedieron a su nacimiento u ocurridos en su niñez. Cuentan que el día que nació, su padre Octavio llegó tarde al Senado en el que estaba siendo tratada la conjuración de Catilina, lo cual revestía gran importancia y la demora era muy mal vista. Enterado Publio Nigidio -uno de los hombres considerados más sabios en Roma- de que la causa era el parto de Acia y de la hora del mismo, afirmó que le había nacido un soberano al mundo entero.
En otra ocasión, marchando Octavio (el padre) con su ejército por Tracia, consulta en un bosque consagrado a Liber Pater (Padre Libre, dios de la fertilidad, el vino y la libertad, venerado especialmente por los plebeyos en Roma y que sería asociado a la libertad de expresión y los derechos implícitos en la mayoría de edad), los sacerdotes le dicen que su hijo será un hombre muy poderoso pues al derramar el vino sobre el altar, parte de los rituales, “se había levantado una llama tan grande que rebasó la techumbre y se elevó hasta el cielo, y un prodigio similar solo le había ocurrido a Alejandro Magno cuando sacrificó en estos mismos altares”.
Otra historia singular también relata que en Munda (Hispania), antes de una batalla con Pompeyo, Julio César hace talar un bosque para su campamento y descubre una palmera que ordena conservar como presagio de victoria, de ella nace un vástago que crece tanto en pocos días que tapa al árbol original y se puebla de palomas que, habitualmente, evitan ese tipo de follaje. Viendo César que su sobrino nieto lo había seguido a la batalla a pesar de estar convaleciente y venciendo grandes dificultades que incluían un naufragio, decide que él debía ser su heredero y sucesor.
César es asesinado cuando Cayo Julio César Octaviano tiene 19 años. La guerra civil que se inicia poco después concluye once años más tarde con su victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra en Actium. El Senado le confiere, cuatro años después, el titulo de Augusto. Octaviano tiene entonces 36 años.
El principado de Augusto duró más de cuarenta años, hasta su muerte, e inició un período sin grandes guerras de doscientos años que llevaron a la grandeza del imperio la Pax Augusta.
Reseñar su acción de gobierno es enmarcarla tal vez injustamente, pues creó una estructura institucional que sería capaz de gobernar un inmenso imperio. Fundó o hizo fundar ciudades como Zaragoza, Barcelona, Mérida, Astorga, Elche. Aosta. Realizó obras monumentales de ingeniería como alcantarillado, distribución de agua y caminos en todo el imperio; disminuyó la fiscalidad y la ordenó en forma censitaria; creó un ejército profesional a cuyos miembros otorgaba tierras a su retiro; desarrolló correos, cuerpos de bomberos y vigilancia; planificó y urbanizó Roma; construyó teatros y templos, algunos de los cuales aún persisten como el Panteón, realizado por su amigo y mano derecha Agripa, y extendió las fronteras del imperio hasta el Rhin y el Danubio.
No fue menor en su tiempo el florecimiento intelectual. Mecenas, gran amigo suyo, lo ayudó a proteger a Ovidio, Tito Livio, Vitruvio, Horacio y Virgilio entre otros muchos.
Augusto tuvo también rasgos singulares en lo personal. Su casa era de modesta construcción. Repartía pródigamente alimentos, bienes y dinero. Tenía horror a truenos y relámpagos, tal vez justificable por un rayo que mató al esclavo que llevaba una antorcha delante suyo en Hispania. Nunca hablaba sin papel. Leía, escribía y declamaba aún durante la guerra de Módena contra Marco Antonio.
Registraba todas las conversaciones importantes, aún con su esposa Livia Drusila, la cual fue el gran amor de su vida. La desposó estando embarazada de su marido y con el consentimiento de este, sin perjuicio de que luego le fuera reiteradamente infiel. Ella fue una consejera importante en asuntos de estado y continuó siendo relevante en la política de Roma luego de la muerte de Augusto.
Era profundamente supersticioso. Jamás iniciaba nada en nonas (equivalente al período entre las tres y las seis de la tarde).
No podían faltar en su final los presagios. Tenía 65 años y en una ceremonia debía ofrecer los votos para el próximo lustro, se niega a hacerlo porque no los podría cumplir, pidiéndole a Tiberio, su heredero, que lo hiciera. Durante la ceremonia un rayo cayó sobre la letra C de su nombre, lo cual fue interpretado como que no viviría más de cien días. Lo que finalmente sucedería.
Los críticos le endilgan, quizá razonablemente, la excesiva difusión de sus logros. En sus memorias, colocadas en diversos monumentos y redactadas en su vejez como Res Gestae Divi Augusti (en latin Hazañas del Divino Augusto) ofrece la historia de su vida y de sus obras.
Antes de morir preguntó qué decían en la calle acerca de su estado, se hizo acicalar, recibió a sus amigos preguntándoles si había representado bien la farsa de la vida y pronunciando en griego la conocida frase: “Si la comedia os ha gustado, concededle vuestro aplauso y, todos a una, despedidnos con alegría”.