“Adiós Sofía… ¡qué orgullosa que vas!”. Solo eso, aparentemente, le había dicho esa mañana Ramón Barragán a una chica del barrio al verla pasar. Pero el saludo amable y cordial, sin otra intención que la del halago inofensivo,&nbsp; le cayó mal a la chica, que no tardó&nbsp;en decírselo a su novio…&nbsp; quién sabe de qué manera.Lo cierto es que Heriberto Loperena, empleado por aquel entonces en el Corralón Municipal y celoso custodio de su querida,&nbsp; debió sentirse como&nbsp; &nbsp;Falucho en la Fortaleza del Callao, negándose a sustituir la Bandera Azul y Blanca por el estandarte del Rey, porque manoteó el bufoso y con la sangre en ebullición salió a vender cara la afrenta.La plácida tarde del 3 de noviembre de 1931 iba apagando sus luces, cuando el mozo piropeador –pintor de brocha gorda, además- con la escalera al hombro y el tarro de pintura retornaba a su casa silbando y, tal vez, pensando en la atractiva muchacha destinataria de su requiebro. Anochecía poco después, cuando la caballería policial atravesaba el centro raudamente rumbo al sector Noroeste de la ciudad, dando la sensación, por su vertiginoso andar, que algo grave había ocurrido. Promovía, además, la curiosidad de la gente que, algunos a pie, otros en bicicleta y también motorizados, se había lanzado detrás de la autoridad para ver qué era lo que realmente ocurría.Cuando llegaron a la plaza Martin Rodríguez, pudieron ver gran cantidad de gente reunida en la esquina de Mitre y 4 de Abril. Y cuando poco después llegaron al lugar preciso, pudo advertirse el cuerpo de un hombre joven, ensangrentado, tendido en la vereda.“Es Ramón” –dijo uno. “¡Si, Ramón Barragán!” –confirmó&nbsp;otro.Allí estaba, boca arriba, con un proyectil en el brazo derecho a la altura del codo, con una herida en el pie izquierdo además y un plomo que luego de entrar por el hombro izquierdo, de arriba hacia abajo, que hacía suponer que lo había recibido cuando estaba agachado, había ido a alojarse –se supo después en el Hospital- debajo del pulmón del mismo lado.De ahí&nbsp;en más, el relato de lo acontecido correría por cuenta de los testigos. Cuando Loperena se enfrentó&nbsp;a Barragán –dijeron- ciego de furia, haciendo jugar el gatillo de su revólver, le hizo los tres disparos que acusaba. Pero el pintor capaz de la galantería, capaz también de no mezquinarle a las balas y demostrando no sentir los proyectiles que llevaba en su cuerpo, respondió el ataque con su bufoso haciéndole varios disparos.Perseguido por su agresor, siempre a los tiros, Loperena emprendió veloz carrera tomando por Sarmiento en dirección al centro. Barragán le iba gritando “No escapes, no dispares…&nbsp;no seas cobarde,&nbsp;defendete si sos capaz”.Herido también, favorecido por la oscuridad, además por las fuerzas que iba perdiendo el pintor, el novio de Sofía cruzó la plaza en dirección a Santamarina y Mitre, desapareciendo luego.Barragán consiguió llegar, desfalleciente, a la esquina donde cayó, a dos cuadras del lugar donde se había originado el incidente. ¿A dónde fue a parar Heriberto Loperena aquella noche, en su carrera alocada para ganarle en velocidad a las balas del bufoso de Barragán?...&nbsp;¿Qué fue de éste con sus graves heridas en el cuerpo? Solo sabemos que terminó en el Hospital.¿Y de Sofía, la que contoneándose orgullosa e indiferente le había hecho cosquillas a los gatillos recelosos de los hombres apasionados?Noventa años quedaron atrás en el tiempo.OTRO QUE HIZO MERITOS PARA MORIRAllá por agosto de 1945 funcionaba en Pellegrini 1167 el bar “Chanta Cuatro” de Juan José Santoro y de su concuñado Francisco Segundo Stábile. Como todos los boliches de ese tipo, destinado a reunir a gente dispuesta a pasar el rato jugando a las cartas o solo echando un trago al garguero. Gente de trabajo y pacífica, aunque hubo un tiempo en el que se sumó Guillermo Andrade, un sujeto provocador que molestaba con sus impertinencias por lo general a Stábile, quien tenía la precaución de no contestar las provocaciones, hasta que llegóal límite de la paciencia, en el filo de la medianoche que iba del domingo 12 al lunes 13 de agosto de 1945.De pronto hizo su entrada Andrade, dirigiéndose resueltamente al mostrador, donde se aprestó a atenderlo el dueño del negocio. Fue en ese momento que el recién llegado manoteó un cuchillo de cortar fiambre que estaba sobre una mesa y al grito de “¡te voy a matar!”, le lanzaba una cuchillada que alcanzó a cuerpear. Y otra que desvió con el brazo izquierdo, mientras salía de la situación incómoda en que se hallaba contra la pared y,&nbsp;zafándose hacia un costado, se daba tiempo para extraer un revólver.Tres disparos dirigidos al cuerpo del agresor contuvieron su furia. El cuchillo había quedado en el suelo. Stábile seguía empuñando el arma y el provocador, no obstante las heridas que lo afectaban,&nbsp; continuaba en pie. Y&nbsp; se le fue encima, ciego de furia otra vez, derivando el enfrentamiento en una lucha cuerpo a cuerpo.Así estaban, trenzados, forcejeando, en el centro del salón, cuando Andrade, a pesar de estar mortalmente herido, en un esfuerzo supremo por lograr su propósito de apuñalarlo, vio la posibilidad de apoderarse de nuevo del cuchillo y se tiró&nbsp;sobre&nbsp;él. Hasta que la culata del Colt 38 del bolichero dio su&nbsp;última palabra plantándose en su testa. Tal vez Stábile&nbsp;pensó que los disparos que le había efectuado antes no habían sido suficientes para calmarlo, en su ultimo intento por no matarlo. Pero el fuerte culatazo resultó suficiente para aplacar definitivamente la furia del belicoso parroquiano, cuyo cuerpo cayó detrás de una heladera para no levantarse nunca más.

Tras el piropo inofensivo, la voz de los bufosos

Los dos eran compañeros de trabajo. Se desempeñaban como peones en el campo&nbsp;“Las dos Nenas”, ubicado en Ramón Primero, del que era propietario Angel Santamarina. La camaradería entre ambos no daba lugar a ninguna situación que pudiera resultar motivo de discordia. Sin embargo, mientras a Francisco Fernández le gustaba dormir la siesta y luego, a la noche,&nbsp;prolongar un poco más la velada antes de retirarse a descansar,&nbsp; Víctor Blas prefería trabajar de manera continua. retirándose a&nbsp; recomponer sus energías temprano, apenas entrada la noche.Era todo una cuestión de hábito y de preferencias, no del todo compartidas.¿En que podía esto obstaculizar la relación entre ambos? Puede pensarse que en nada, siempre que no perturbara la tranquilidad del otro, como ocurrió. Porque el que no acostumbraba a dormir de día, tenía la predilección, además, de escuchar radio&nbsp; y entorpecía, indudablemente, la intención de descansar sin ruidos que tenía el otro.Así&nbsp;fue como aquella noche, mientras Fernández&nbsp; se dirigía a la cama con el propósito de estirar los huesos tras la dura jornada del sábado 5 de diciembre de 1937, Blas se aprestó a escuchar sus melodías preferidas arrimando el oído al aparato. Pero no debió&nbsp;estar el artefacto sonoro muy cerca de la oreja, porque era perfectamente audible&nbsp;por quien no lo quería escuchar.&nbsp;Este, sin poder conciliar el sueño, se levantó&nbsp;de la cama y fue a la cocina donde estaba el otro para decirle:&nbsp;“Escúcheme don Víctor, estoy muy cansado y quiero dormir, pero ese aparato que usted está&nbsp;escuchando no me deja… ¿por qué&nbsp;no baja un poco el volumen?”La respuesta inesperada que contribuyó&nbsp;a tensar el&nbsp;ánimo de&nbsp;Fernández fue contundente y negativa:&nbsp;“Y… ¿por qué en lugar de dormir la siesta no hace como yo que duermo bien de noche y trabajo de día mientras usted hace cebo?”&nbsp;El diálogo entre ambos, según otro compañero de trabajo que dejó&nbsp; sentada su declaración a pedido de la policía, prosiguió así:&nbsp;- Porque mientras Usted duerme&nbsp;–acometió&nbsp;Blas- yo estoy ordeñando o juntando&nbsp; “máiz”, no apoliyando como Usted… ¿sabe? Por eso puedo escuchar la radio y nadie me lo va a impedir.&nbsp;<ul><li>Yo no necesito consejos, lo que necesito es aprovechar bien las horas respetando el sueño ¿comprende? Y ahora tengo que dormir, porque la necesidad de madrugar dentro de poco, es la de todos los días, la de siempre.</li></ul>Dicho eso se retiró mansamente, pero con el ánimo cargado.Entretenido tal vez escuchando “Pañuelito” de Filiberto, poco caso hizo Blas al reclamo de su compañero de tareas. Y la radio siguió sonando “a todo viento”, de manera que Fernández debió levantarse de nuevo para decirle a Blas: “Vea don Víctor, ¡hágame el favor!, baje el volumen o apague la radio… ¡quiero dormir!”&nbsp;Resultó evidente que el perturbado e insomne trabajador no había solo ido de nuevo a la cocina para formular&nbsp; el pedido por segunda vez, sino predispuesto a hacer jugar la fariñera&nbsp; que llevaba siempre ajustada a la cintura. También resultó evidente que al empedernido escucha no le gustó mucho el reclamo, porque echando mano al cuchillo, arrojó la primera puñalada al aire para sacarse de encima a quien quería dormir y no podía, dando comienzo a la pelea sin tregua.&nbsp;&nbsp;Puñalada va, puñalada viene, cortando el aire a veces, otras imposibles de sacarle el cuerpo. Tras un hachazo en el brazo izquierdo,&nbsp; la hoja acerada penetró en el abdomen del desvelado trabajador, que se dobló cayendo hacia adelante en tanto el heridor –un linyera que había pedido trabajo en el tambo de “Las dos Nenas no hacía mucho- huía ganando el monte cercano, poniendo distancia después por las vías del ferrocarril de las que había venido.<ul><li>Se supone que también había sentido el frio del facón en sus entrañas. Porque cuando el doctor Dardo Lozano cocía los órganos perforados de Fernández en el Hospital,&nbsp; escuchaba que el herido murmuraba en su delirio: “¡Oh!...no debe estar muy sano aquel, porque… pude entrarle varias veces…”</li><li>Mientras, sobre la mesa de la cocina, allá en el tambo, la radio seguía, tal vez, hablándole a las paredes.</li></ul>OTRO TAMBIEN MOLESTO, ESTA VEZ, PORQUE LE DABAN ORDENESOcurrió&nbsp;en Rauch, donde&nbsp; Raúl Ricardo Alonso, albañil y pintor, y Sergio Juan del Corral, maestro mayor de obras, trabajaban en una construcción a cargo de la Municipalidad; además, vivían en la misma casa, ubicada en San Martin 564 de la vecina ciudad. Todo iba bien, hasta que a mediados de julio de 1971, desapareció&nbsp;misteriosamente Del Corral, hombre de 62 años de edad. Se ignoraba su paradero y&nbsp; consultado su compañero, decía que no tenía la menor idea y colaboraba con la búsqueda. Hasta que un cazador que andaba por un camino vecinal por la zona de&nbsp;“El Desquite” halló&nbsp;su cuerpo sin vida debajo de una alcantarilla. Había sido ultimado de varios golpes en la cabeza. Quedaba por establecer quién había sido&nbsp; &nbsp; autor del hecho.El Comisario Francisco Santos y sus subalternos Eusebio Zubiesky, Alvarez y Cristófaro a cargo de la investigación, requisaron la casa donde vivía la víctima, hallando un reloj pulsera de su pertenencia que les llamó&nbsp;la atención porque estaba sobre la mesa de luz de Alonso. Detenido&nbsp;éste, no supo explicar esa situación y abrumado por la prueba irrefutable, terminó&nbsp;por decir muy suelto de cuerpo:&nbsp;“Sí… yo lo maté…&nbsp;estaba cansado de las&nbsp;órdenes que me daba”<ul><li>¿Con qué le pegaste y cómo? – le preguntaron.</li><li>Le di con un martillo desde atrás. Después, cuando cayó, le pegué otros dos martillazos.</li></ul>Luego declaró&nbsp;el malhechor que en compañía de Clemente Martin Tellechea, de 24 años, que vivía en la misma casa, sacaron al cuerpo sus ropas, quemándolas. Después,&nbsp; lo envolvieron en una lona y lo llevaron en una camioneta hacia el lugar donde fue encontrado.Todo lo había previsto Raúl Ricardo Alonso para que el crimen quedara impune, menos un pequeño detalle: el del reloj que sacó&nbsp;de la muñeca de Del Corral y fue a depositar sobre su mesa de luz, que habría de señalar el camino para posibilitar el hallazgo del criminal poniéndolo por un largo rato a la sombra.&nbsp;

Dos crímenes por no aguantar

Ocurrió&nbsp;uno de ellos en 1981, en un paraje aledaño al partido de Tandil, en jurisdicción de Rauch, produciendo honda conmoción en toda la zona, por las características espeluznantes que lo motivaron y la forma cruel como fue perpetrado.Todo comenzó&nbsp;con el hallazgo por parte de un camionero de un cuerpo sin vida a orillas del arroyo&nbsp;“El Perdido” el 14 de setiembre de ese año. El cadáver tenia signos de golpes y perforaciones de bala. Presentaba, además, ataduras con alambre y estaba flotando en el agua.La policía de la vecina ciudad, encabezada por el Comisario Oscar Omar Alonso, pronto se abocó&nbsp;al esclarecimiento del caso. No era de fácil resolución, porque la víctima era una persona muy poco conocida por el vecindario. La pesquisa se orientó&nbsp;hacia partidos vecinos, buscando en hoteles de la zona la posible desaparición sospechosa de algún cliente, lo cual podía facilitar datos del desconocido. Además, se le cortaron las manos al cuerpo siendo remitidas a La Plata para su identificación. Pudo saberse así&nbsp;que se trataba de Ricardo Antonio Andrada, viajante de alfombras, de 51 años de edad, domiciliado en el norte del país.Con esos datos y otros que fueron recogidos, la policía fue armando el rompecabezas que habría de llevar bastante rápido a la detención de Italo Daniel Anastasio, hijo de un hacendado del lugar, quien había formalizado una vieja transacción comercial con la víctima, consistente en la compra al viajante de un automóvil Ford Taunus modelo 1976. De ahí en más y aduciendo siempre dificultades económicas, el joven rauchense había venido eludiendo el pago, no obstante los reiterados reclamos de Andrada. Este&nbsp;último, sin embargo, había conseguido que Anastasio documentara la deuda, lo que lo obligaba aún más a no eludir el compromiso. Pero la falta de recursos del deudor, evidentemente, persistía.&nbsp;Fue así&nbsp;que, apremiado por las circunstancias derivadas de su insolvencia, al deudor no le quedó&nbsp;otra posibilidad&nbsp;–según pensó&nbsp;en el delirio de su agobiante situación- que eliminar al acreedor, planificando un crimen horrendo que cometió&nbsp;con la complicidad de dos menores -uno residente en Rauch y otro en Mar del Plata- el 26 de agosto de 1981.Premeditado el hecho por Anastasio, cuando llegó&nbsp;a Rauch el viajante, le dijo&nbsp;–según declaró&nbsp;a la policía- que le proponía un arreglo económico en Ayacucho. Y allá&nbsp;fueron, tomando ese rumbo.Cuando iban llegando al arroyo&nbsp;“El Perdido”, los dos menores, respondiendo a lo coordinado -armado uno con una carabina y otro con un garrote- les interceptaron el paso. “¡Esto es un asalto!... ¡vamos!... ¡vamos! abajo, abajo”,&nbsp;&nbsp;gritó&nbsp;uno de ellos. Y cuando Andrada, entre sorprendido y asustado, se dio vuelta para caminar en la dirección que le indicaban, el del garrote le aplicó un fuerte golpe en la nuca, circunstancia en la cual el de la carabina le efectuó un disparo en el cuello, rematándolo después con otros tres disparos que le quitaron la vida en forma instantánea. Después ataron el cuerpo de la víctima con alambres y lo arrojaron al arroyo.Huyeron finalmente el instigador y los dos menores. Uno de ellos pernoctó&nbsp;en Rauch, viajando al día siguiente a Mar del Plata, su lugar de residencia. El otro se dirigió a&nbsp;su casa en la vecina ciudad. Anastasio, liberado del acreedor pero no de las rejas, tomó&nbsp;el camino ineludible de la cárcel, que seguramente, por malvado, habría de costarle mucho más, desde luego, que la deuda que por la compra del Ford Taunus había contraído con el&nbsp; desafortunado viajante.EL CRIMEN INCREIBLE DEL&nbsp;“PETISO ANDRES”Viejos resentimientos entre arrendatarios del campo&nbsp;“La Sara”, ubicado en la zona de Gardey, que no habían caído en el&nbsp;olvido por más que hubiera transcurrido el tiempo y estaban bien guardados para exponerlos cuando resultara propicio, hicieron eclosión el miércoles 6 de mayo de 1959.&nbsp; Eran las cinco de la tarde, cuando se encontraron casualmente Juan Andrés Lorenzo Fernández, español de 60 años de edad, más conocido como el&nbsp;“petiso Andrés”,&nbsp; y Manuel Valerio Nuñez, de 28.&nbsp;Cargados los&nbsp;ánimos como estaban, resultaba casi inevitable la confrontación que partió&nbsp;del hombre mayor, quien según se dijo entonces había llegado a la arena de la disputa con el&nbsp;ánimo bastante predispuesto,&nbsp; luego de alguna&nbsp; ingestión alcohólica en el boliche&nbsp;Parece que la intención de Fernández no era otra que aclarar ahí mismo el encono, ya que armado con una escopeta calibre 16 de un caño, amenazó al muchacho. Y cuando la madre del joven - Evarista Sosa, de 60 años - vio a su hijo en dificultades y&nbsp;se aprestó&nbsp;a intervenir, fue el momento en el cual el&nbsp;“Petiso Andrés” no vaciló&nbsp;en accionar el disparador. La perdigonada dio en el pectoral derecho de la señora, provocándole la muerte en forma instantánea.Nada pudieron hacer para evitar el crimen su hijo y el vecino Víctor Labur que presenciaban la escena para salvarle la vida. De nada valió&nbsp;tampoco que el victimario tratara de justificar el crimen, diciendo que ella lo había amenazado con un palo.La reacción del vecindario ante el crimen alevoso se manifestó&nbsp;entonces con gran indignación. La señora Evarista Sosa Viuda de Nuñez era una persona de irreprochable moral y conducta, en tanto el matador se caracterizaba, según la constancia policial, por su genio violento, por su comportamiento impulsivo, proclive siempre al enfrentamiento.&nbsp;

El crimen de un viajante en el arroyo “El Perdido”

Clara y Justo Manuel Padín eran hermanos. Ella había alcanzado los ochenta años de edad, en tanto él tenía 77. Integrantes de una antigua familia, ambos vivían en la localidad de María Ignacia, Vela, en la misma casa. Sus vidas transcurrían de manera tranquila, sin sobresaltos.Aquella mañana del 4 de mayo de 1938, le resultó extraño a la mujer que él no estuviera en la cocina, donde alrededor de las 9,30 desayunaban juntos todos los días. Fue por ello que se dirigió a su habitación para averiguar la causa. Y grande fue su sorpresa cuando&nbsp; halló al anciano sin vida, tendido sobre su catre, con la cabeza entre las piernas, aferrada por una manga de camisa fuertemente anudada y con los brazos también atados.La muerte, según el médico doctor Grieco, quien fue llamado de inmediato para examinar el cuerpo, se había producido por asfixia. Poco pudo aportar la hermana para aclarar el asesinato. Totalmente sorda, nada había podido escuchar. Solo podía decir que faltaban de la habitación de Justo algunas ropas; entre ellas, su traje azul; además,&nbsp; su revólver. También recordó que días atrás el hombre había recibido&nbsp; cierta cantidad de dinero que tampoco estaba, lo que permitía suponer que el móvil del crimen había sido el robo.¿Quién lo había matado? No era fácil saberlo, ya que la víctima no tenía enemigos, tampoco relaciones con personas desconocidas; su vinculación&nbsp; era solo con vecinos. No obstante, dos sobrinos fueron los primeros detenidos en averiguación del hecho, al tomar conocimiento la policía que estaban enemistados con Padín. Pronto quedaron sin&nbsp; embargo en libertad, al comprobarse que eran totalmente ajenos al homicidio.Otras pistas también fueron descartadas. La dilucidación del caso resultaba sumamente difícil. De ahí que fuera requerida la colaboración&nbsp; de la policía de investigaciones de La Plata para acompañar en la investigación a la policía local. Así fue como cuando el oficial inspector Juan Mocoroa tomó a su cargo la pesquisa, examinó detenidamente todos y cada uno de los elementos que podrían brindarle una pista para el esclarecimiento del caso. Y su experiencia de viejo policía le hizo vislumbrar la esperanza de alcanzar el objetivo buscado,&nbsp; cuando tuvo en sus manos ridículos botones y gemelos de hueso de una camisa extravagante que nadie reconoció como de haber pertenecido al&nbsp; difunto. Debió preguntarse entonces quién había llevado a la escena del crimen esa camisa y en torno a ese interrogante comenzó a trabajar. Y su imaginación lo llevó a asociarlo con quién podía usar ese tipo de prensa tan poco común.“¡Ya está!”, dijo de pronto Mocoroa, cuando indagando en torno al movimiento de gente producido esos días, había podido saber que un circo había estado en Vela. Por lo extraña –debió pensar para sí- debe pertenecer a un tony. Fue por ello que abandonó sigilosamente la localidad y se dirigió a la ciudad de Azul, donde acababa de levantar su carpa el mismo circo denominado “Continental”. Asistió esa noche a la función poniendo bajo su óptica especialmente, la figura del tony. Trataba de ver a alguien con una camisa parecida a la utilizada para cometer el crimen, pero no veía algo así.Cuando hubo terminado la función, esperó pacientemente la salida del personal. Y no tardó en ver a uno de los que había actuado como ayudante de pista vistiendo… ¡un traje azul!. Esto le trajo&nbsp; el recuerdo, seguramente, de la vestimenta del mismo color que había faltado de la pieza de la víctima en María Ignacia, Vela.&nbsp;&nbsp;Aunque trajes azules podía haber muchos, su intuición de viejo sabueso policíaco hizo lo demás. Se aproximó al hombre y le preguntó sorpresivamente<ul><li>¿Quién es Usted?</li><li>Hortensio Ponce –le respondió. Después, jugó su chance a fondo:</li><li>&nbsp;Ese traje que lleva puesto –le preguntó a boca de jarro- es el mismo que le robó al que mató en Vela, no?</li><li>¡Claro que si! –contestó inesperadamente el circense –mientras intentaba&nbsp; echar mano a la cintura y decía… ¡Y este revólver también!</li></ul>Pero el policía Mocoroa, experto en estas disputas, lo había “madrugado”&nbsp; y con el arma martillada en dirección al pecho, le decía: “Si te movés… ¡te quemo!”.Así se había llegado al criminal, siguiendo sagazmente la pista que había dado una prenda de vestir poco&nbsp; común. PRÓXIMA ENTREGA: EL CRIMEN DE UN VIAJANTE EN EL ARROYO “EL PERDIDO” &nbsp;

Por una camisa rara se descubrió un crimen

En el pueblo de Juan N. Fernández, partido de Necochea, en el año 1973&nbsp;había comenzado la relación de José&nbsp;María RodrÍguez, hombre de 43 años de edad, que se desempeñaba como alambrador, y Angelita Gladys Brusa, de 34, dedicada a tareas domésticas.&nbsp; El romance fue fortaleciéndose con el tiempo, sobre todo cuando la pareja debió&nbsp;separarse transitoriamente en razón de que ella vino a Tandil procurando superar las condiciones de vida que le ofrecía el pueblo donde había nacido.El novio tuvo que rumbear, poco después, por razones de trabajo, hacia la provincia de La Pampa. Entonces, la relación no fue la misma&nbsp; cuando regresó, transcurridos dos años. Y el responsable tenía nombre y apellido: Carlos Cirilo Avila, un muchacho riojano de 29 años domiciliado en la finca señalada con el número 196 de la calle Paraguay.Databa de cuatro meses&nbsp; ya el noviazgo de Angelita con el más joven de sus pretendientes. Por eso el más antiguo&nbsp;, que se consideraba con prioridad en el afecto de la muchacha, a poco de llegar,&nbsp;el 3 de agosto de 1975,&nbsp; cayó&nbsp; en la cuenta que ella lo había engañado.&nbsp; No solo porque le había prometido un cariño que estaba demostrando que no tenía, sino porque además, según parece, había recibido ella de su anterior pareja un&nbsp; aporte económico&nbsp; para que su hermano habilitara una panadería denominada “La Fernandense” en recuerdo de su pueblo, la que estaba ubicada en la avenida Buzón 542, cargo éste desmentido posteriormente por Aldo Horacio Brusa, el hermano.Resultaba fácil deducir así&nbsp;que el&nbsp; hombre quedaba de pronto, sin presentirlo siquiera, en&nbsp;“pampa y la vía”. Por eso, cuando encerrado en una habitación del hotel Kaiku –Paz y Mitre- rebobinó, tal vez, los dos años transcurridos desde que la conoció, los momentos gratos que habían vivido juntos allá&nbsp;en Fernández,&nbsp;y también aquí, debió&nbsp;pensar en la triste realidad que ahora le tocaba afrontar, debió ponerse fuera de sí.Tal vez con la cabeza entre las manos, lloró&nbsp;como nunca había llorado. Después, tomada ya la decisión trágica, se incorporó&nbsp;pesadamente y calzó&nbsp;en la cintura la cuchilla que usaba en el trabajo. Y como si eso fuera poco, en una armería cercana compró un revólver con la correspondiente carga.Obnubilado así&nbsp;por la inesperada jugarreta que le deparaba el destino, subió&nbsp;a una vieja camioneta Dodge y salió, cada vez más enceguecido, alimentando deseos de venganza, tomando rumbo a la panadería donde estaba ella. Cuando llegó eran las 11 de aquel martes 6 de agosto de 1975. Angelita Gladys Brusa, la mujer de sus sueños con la que tantas ilusiones había forjado, estaba allí, detrás del mostrador, atendiendo el negocio.&nbsp; Decidió&nbsp;entonces esperar pacientemente la salida, martillándole la espera la cabeza obsesionada por espacio de dos horas.El no sabía, probablemente, que ella abandonaba el trabajo recién a la una de la tarde. Quien sí&nbsp;lo sabía y con exactitud, era Carlos Cirilo Avila, peón rural de la zona de&nbsp;“La Pascuala”, quien llegó al lugar apenas unos minutos antes de la hora fijada.Lejos de contener la furia que dominaba al alambrador,&nbsp; la espera contribuyó&nbsp;a exacerbarla. Máxime cuando la vio salir y recibir en brazos a su nueva pareja. Con la vista nublada por el rencor, seguramente, bajó de la camioneta, revólver en mano, y con la cuchilla en la riñonera se fue encima de la sorprendida pareja,&nbsp;efectuándole un disparo que no dio en el blanco.La chica reaccionó&nbsp;con energía tomándole la mano que empuñaba el arma, en tanto Avila, su nuevo pretendiente, no considerando necesario emplear el revólver que también él llevaba calzado en la cintura, trató&nbsp;de colaborar para contener al despechado trabajador.Fue el instante en que, totalmente enajenado, Rodriguez extrajo la cuchilla acometiéndola a ella&nbsp;–la que había sido su mujer- de manera brutal. Así&nbsp;fue como uno de los puntazos&nbsp; aplicado a la altura de la región mamaria izquierda, entre otros,penetró&nbsp;por la zona&nbsp; pericárdica perforándole un pulmón.“Ahh… no” –dijeron los testigos que se lamentó&nbsp;la chica cuando ya era tarde para todo. Por las heridas recibidas en su cuerpo tal vez muchas veces&nbsp; apetecido por el malvado que ahora impulsaba el acero aleve, se le iba yendo poco a poco la vida.La ilusionada panadera había pagado así el caro tributo de su vida en aras del amor. Quedaban en la escena del enfrentamiento fatal, dos de sus novios de distintas&nbsp;épocas. Uno, con sus celos irrefrenables tal vez potenciados por otros motivos. Del otro lado, el que había tenido más suerte en la conquista. Y allí&nbsp;estaban,&nbsp; &nbsp;frente al cuerpo inerte de la infeliz muchacha los dos hombres que la disputaban.&nbsp; Más fornido Avila, trató&nbsp;de contener al asesino de menor contextura con sus propias fuerzas. Y lo hizo&nbsp;–según quienes presenciaban la trágica escena- tomándolo de la cintura, sin advertir que el más chico, favorecido por la posesión del arma, le infería una herida punzante en el epigastrio llegando a interesarle la lengüeta hepática izquierda y otra, grave también,&nbsp;en la zona bronquial interna, a dos centímetros del pliego axilar con sección de la arteria&nbsp; humeral.Cuando en un momento de la feroz lucha lograron por fin desprenderse, el alambrador retrocedió&nbsp;unos pasos, tras lo cual, totalmente fuera de sí,&nbsp; trató&nbsp;de herirse con la cuchilla con la evidente intención de eliminarse. Y como no pudo, sacó&nbsp;el revólver y lo asentó&nbsp;en la sien derecha alojándose un proyectil en la cabeza.Cuando quedaba irremediablemente tendido en posición decúbito dorsal en la vereda, junto a la que había sido el objetivo de su andar plagado de desventuras, aprisionaba todavía con una de sus manos la cuchilla que le había servido para algo en lo que nunca, en los momentos de sensatez, había pensado.Avila, también vencidas sus fuerzas, se desplomaba sin vida un poco más allá.&nbsp;

Con un revólver en una mano y una cuchilla en la riñonada

Si bien canteristas y ladrilleros ejercieron en su momento el predominio de la violencia para alcanzar sus objetivos gremiales, los panaderos no se quedaron atrás, permitiéndonos registrar varios hechos que, como los cocheros de otros tiempos, dejaron su huella en&nbsp; el quehacer gremial. Hubo&nbsp;épocas en que los mayoritariamente proclives a dilucidar los conflictos en forma violenta, se abrían paso arrojando bombas de alquitrán contra los negocios, sucediéndole la más dura, de bombas con dinamita e hierros recortados y de algún incendio intencional que también lo hubo.&nbsp; Como ocurrió&nbsp;con la panadería Del Pueblo cuando era&nbsp; de Gorostieta y Vela, la más antigua de la ciudad fundada por Juan Fugl, ubicada en 9 de Julio y Maipú. Se llegaba también, en algunos casos, a la agresión personal sin medir las consecuencias.&nbsp; Como aquella cuando Salvador Borresio resolvió&nbsp;la disputa a tiros contra Alfredo Calvo, Ricardo Alonso, Carlos Donato Martínez, Domingo Guida y&nbsp; &nbsp;Florencio Segali. La reyerta no arrojó más que una herida que experimentó Segali en la mano izquierda y otra que acusó Martínez en la pantorrilla del mismo lado.O como aquella otra protagonizada por dos patrones panaderos en el Bar Victoria en San Martin al 600. Hasta allí llegó&nbsp;una noche Ramón Laghier, quien interrumpió&nbsp;la partida de billar que apuraba en ese momento Carlos Ferrari con otro contertulio,&nbsp; invitándolo a salir a la calle. Cuando poco después respondía&nbsp; a la invitación abandonando el lugar, Laghier retrocedía unos metros hacia el medio de la calle, en dirección oblicua, para hacerle un disparo que&nbsp; fue a dar en los vidrios de la puerta, que se desplomaron estrepitosamente. Parapetado en la misma puerta, Ferrari contraatacó la agresión con su revólver. De los dos disparos que efectuó, uno pegó&nbsp;en el parabrisas del auto de Laghier, cuando&nbsp;éste se aprestaba, presurosamente, a poner distancia.Disputas de similares características hubo unas cuantas que se desarrollaron durante algunos tiempos,&nbsp;reiteradamente, sin arrojar mayores inconvenientes que los derivados de las balas zumbando las cabezas.No habría de ocurrir así&nbsp; con una trifulca&nbsp; entre los obreros Eduardo Iriani (de 23 años de edad) y Gregorio Ales (de 19). Resulta que este&nbsp;último era aficionado al box y para demostrar sus aptitudes, vuelta&nbsp; &nbsp;a vuelta andaba trenzado a puño limpio con el primero que se le presentara.A Iriani parece que lo había tomado de&nbsp;“puching ball”. Y en alguna oportunidad se le había ido la mano castigándolo severamente.Cuando aquella tarde se encontraron en la Sociedad&nbsp; de Panaderos, discutieron duramente y se fueron a las manos. Se aplicaron recíprocamente varios puñetazos de los que, por supuesto, sacó&nbsp;ventaja el pugilista. Hasta que salieron a la calle. Allí&nbsp;fue donde Iriani extrajo un revólver con clara intención de terminar drásticamente la disputa.“Tirá&nbsp;nomás, le dijo Ales desprendiéndose el saco…&nbsp;aprovechá&nbsp;ahora que estoy desarmado”.Pero ya era tarde para contenerlo. El muchacho apabullado por las bravuconadas del boxeador, estaba haciendo jugar el gatillo, mientras el otro se doblaba llevando las manos al vientre para desplomarse gravemente herido.Otro de los casos fue protagonizado por el obrero facturero Pedro Testa, quien no era de los que le mezquinaban al trabajo. Madrugaba, tal vez como pocos, para volcar su esfuerzo generoso en favor de la industria panadera. Y transcurrida la dura jornada que arrancaba con la salida del sol y terminaba cuando ya había entrado la noche, le quedaban fuerzas todavía para seguir trabajando, luego de una pausa para reponer energías.Así&nbsp;fue como aquel sábado 31 de julio de 1926 lo sorprendió&nbsp;la una y pico de la mañana trabajando la masa para hacer pan en el negocio ubicado en Alem y Mitre, del que eran propietarios por aquel entonces los hermanos&nbsp;Lorenzo.La fría y silenciosa noche invernal solo era interrumpida, cada tanto, por la ronda policial o el taconeo de algún muchacho trasnochado que iba o venía de la tertulia sabatina, de algún café&nbsp;o&nbsp;de un&nbsp;prostíbulo. No había ningún indicio de que tanta tranquilidad pudiera ser perturbada. Sin embargo…&nbsp;algunas sombras que se habían deslizado sospechosamente indicaban que alguien andaba merodeando por el lugar quién sabe con qué&nbsp;intenciones,&nbsp; porque eran tiempos de huelga y de lucha gremial en procura de tal vez justas reivindicaciones y para ello tampoco había descanso ni límites.De tal manera que cuando nada lo hacía suponer, en medio de la oscuridad, con un bulto en la mano alguien iba proyectando su sombra contra la pared de la panadería, depositando lo que llevaba junto a una ventana de la casa que daba sobre la calle Alem. Poco después se producía el estallido infernal. que conmovía el apacible sueño de la población. La bomba, cargada con dinamita y hierros recortados, destruyó la reja de la ventana donde fue puesta y la polea de una máquina amasadora, alcanzando con sus fragmentos e hiriendo a Testa en el flanco izquierdo.Llegada al lugar la autoridad policial poco después, un oficial Inspector de apellido Alfonsín se hizo cargo de la investigación del hecho. El Comisario Uzal ordenó&nbsp;una rigurosa vigilancia en todas las panaderías, diciendo que podía&nbsp; deducirse fácilmente quién o quiénes habían sido los autores. Pero los presuntos autores, sin embargo, nunca fueron hallados.El artefacto, de alto poder explosivo, dio lugar, incluso, a la rotura de los vidrios del Correo, ubicado frente a la panadería, en la misma esquina que compartían el hotel Savoy y la Farmacia Pérez.

Un estallido infernal en la noche silenciosa y fría

&nbsp;En los ojos, tal vez, se le enredó el corazón. O no se le enredó. Pero es el caso del muchacho que quedó prendado de la gitanita, agitando&nbsp; con su audacia a un barrio de esta ciudad, poco más de siete décadas atrás.Parece que&nbsp; a ella no le pareció mala la idea, ya que como sus padres&nbsp; no aceptaban la relación, él -dispuesto a no perderla- ciego de pasión, resolvió raptarla.Así fue como un día de febrero de 1947 en Necochea, se metió sigilosamente en la carpa donde estaba la muchacha y se la llevó.Se habían conocido en Mar del Plata seis meses antes, cuando la tribu andaba por allí. Ahora estaban juntos, por fin, andando caminos de Laprida a bordo de&nbsp; un viejo Chevrolet. Pero estaba escrito que no habrían de alcanzar la felicidad &nbsp; que&nbsp; buscaban porque, con la aparición de un auto más veloz que los sobrepasó en medio de la polvareda y se les cruzó,&nbsp; habría de quedar desbaratado el intento. También, interrumpido el idilio.Enterados&nbsp; del rapto los familiares de la chica, pronto&nbsp; la llevaron de nuevo a la carpa, no sin antes darle a él una soberana paliza. Pero cuando empecinado y ciego, el hombre enamorado supo que la tribu se trasladaba a Tandil,&nbsp; redobló sus esfuerzos para seguir el rastro de su amada y reconquistarla.Así fue como Nicolás Márquez –tal era su nombre- llegó hasta la esquina de Arana y Saavedra donde los gitanos habían levantado sus carpas. Y organizado un segundo rapto, esperó el momento oportuno, estudiando previamente el movimiento de la tribu, la carpa donde la chica dormía y el terreno donde debía movilizarse, entre otras precauciones para no fracasar en la huida con la preciosa carga. Además, en prevención de cualquier contratiempo -esta vez quería quedarse definitivamente con la muchacha- buscó a tres compinches para que lo ayudaran a alcanzar el objetivo: Ramón Ramos, que era su amigo, Raúl González y un menor de edad.Llegada la medianoche del martes 22 de abril, los raptores se pusieron en marcha. Cuando llegaron al lugar indicado,&nbsp; todo estaba en calma. La luna se filtraba entre gruesos nubarrones, de tanto en tanto, para alumbrar sus movimientos y los conos de los toldos donde la tribu&nbsp; descansaba. Como no podía ser de otra manera, tomó la delantera el novio. No existe de esto ningún testimonio, pero imaginamos que en puntas de pies, casi, se fue acercando el arriesgado joven, proyectando su silueta contra las lonas.&nbsp;Ya debía estar a un paso de la mujer amada, cuando tal vez conteniendo por algún momento la respiración y con un sudor frio surcándole la frente inevitablemente, arriesgaba el último tranco,&nbsp; acercando ya la mano temblorosa a la lona para abrirse paso.Ella –tal vez o sin tal vez- lo estaba esperando. Y ellos, los que se oponían al idilio, estaban seguramente durmiendo. Todo había sido previsto, porque el hombre intrépido no quería fracasar como la vez anterior. Todo, menos que los gitanos según dicen, como las liebres, duermen con un ojo abierto.El efecto sorpresa a la hora que “todos dormían” estaba a punto de cumplirse, cuando la gitana madre, quien presintiendo tal vez el rapto estaba a la expectativa como fiera que cuida a sus cachorros, apenas el muchacho enamorado alzó la lona, se le echó encima entablando una lucha feroz, mientras alzaba la voz llamando a su marido, José Teodorovich y a su hijo mayor&nbsp; Miguel Medich, poniéndose en pie rápidamente toda la tribu.En medio de la oscuridad, se generó una lucha infernal para atrapar y dar su merecido al intruso. El primer round arrojó, según se supo, una fuerte contusión en el rostro del gitano padre. Cuando entraron en acción los tres cómplices del enamorado que aguardaban afuera, &nbsp; todo fue más confuso. Cuando éstos también comenzaron a recibir,&nbsp; Ramón Ramos&nbsp; sacó su revolver efectuando un disparo que solo sirvió para agujerear la lona. Además, fue el único, porque no tenía más balas.&nbsp; Pero siguieron las piñas.Poco después los cómplices del asalto escapaban, dejando al audaz enamorado a merced de los gitanos enardecidos, que no tardaron en dominar al pretendiente, lo arrojaron al suelo y haciéndolo objeto de feroz golpiza, lo ataron de pies y manos.La gitanilla que iban a raptar, en tanto… ¿dormía o simulaba dormir?; ¡no se sabe!Poco después intervenía la policía e iban a parar todos a la Comisaria de la Estación. Así fue como la historia que pudo empezar con un verso y terminar con una canción, quedó en un sumario y con varios ojos en compota.&nbsp;Por esa constancia sumarial sabemos que al cabo de la aventura frustrada, Daniel Márquez quedó atado de pies y manos, sin poder raptar a su dulce tormento como se proponía. También sabemos que cuando la tribu estaba en pleno revoltijo nocturnal,&nbsp; José Teodorich, padre de la muchacha, encendió un fósforo y lo acercó a la cara del intruso para iluminarla, no pudiendo salir de su asombro: el que quería llevarse a la chica,&nbsp; además de ser gitano,&nbsp; no era otro que su propio sobrino y por consiguiente, primo de la muchacha. Era joven y buen mozo, a pesar de su vestimenta andrajosa y de su&nbsp; evidente despreocupación por la higiene.“Por eso se salvó, porque es gitano –registró una publicación de la época, atribuyendo los dichos al Sub Comisario Pepe Gallarreta- porque si no… ésta era la hora en la que estábamos todos presos por homicidio.”&nbsp;Igualmente, todos sin excepción fueron a parar a la Subcomisaría de la Estación donde el novio volvió a encontrarse, en un calabozo, con sus compinches Ramón Ramos,&nbsp; Raúl González y el menor.Todos declararon ante la policía. Lo más jugoso de los interrogatorios surgió del diálogo entre el Subcomisario y el secuestrador frustrado. Cuando el uniformado le preguntó &nbsp; por qué quería llevar a la chica por la fuerza, y si no&nbsp; era preferible pedirle la mano al padre, la respuesta fue contundente: “porque quería vendérmela en 2.000 pesos que yo no tenía.” &nbsp;

El frustrado rapto de una gitana

&nbsp;&nbsp;A mediados de agosto tenían necesidad de transportar más de 2.000 bolsas desde el primero de los campos hasta Azucena. A ellas se sumaban 196 destinadas a semillas que pensaban resembrar, las que debían llevar hacia el otro campo. Para ello contrataron&nbsp; una tropa de carros, como se acostumbraba a llamar entonces a un equipo de varios vehículos. Eran cinco carruajes conducidos por&nbsp; Ezequiel y Tarsisio Ratto, Luis Argento y sus hijos Vicente y José.&nbsp;La tarea se cumplió el sábado 14. Mientras los Rato y Luis Argento conducían la carga hacia el campo de Peña, los hermanos Vicente y José Argento se dirigían rumbo a&nbsp; Azucena, acordando juntarse&nbsp; los cinco en la tranquera del primero para arreglar las cuentas que al cabo de los viajes debían pagar los Cifuentes.Así fue como, cuando culminó el traslado y descarga de acuerdo a lo convenido, comenzaron a contar las bolsas. Tenía que haber 2035 y había… 2020.-“Faltan 15”, dijo Domingo Cifuentes.-“Para mi también faltan 15” , corroboró su hermano Francisco.-“¡No puede ser!”, alegaron los carreros.Y se armó la discusión.-“Llamalo&nbsp; a Vicente Argento, que está esperando en la tranquera; él arregló el viaje, así que él tiene que arreglar”,le ordenó Ratto a su hijo.Poco después, en presencia de este último, hacían de nuevo el recuento. Había 2030. Faltaban solo cinco.-“Propongo –dijo el padre de los Argento- que no cobremos el flete de esas cinco bolsas. Perderemos un poco ustedes y un poco nosotros… ¡que vamos a hacer!”El importe total del acarreo llegaba a 1.319, 50 pesos m/n, de los cuales había una entrega a cuenta de 300&nbsp; pesos. -“Bueno, tomá”,&nbsp; le dijo Domingo Cifuentes a Vicente Argento, mientras le extendía un billete de 500. Cinco de cien y dos de diez. -“Aquí tiene los 1020 que restan; solo sobran 50 centavos”.Un vecino a quien llamaban Miguel, por su parte, quien había aprovechado uno de los viajes pidiendo a Ezequiel Rato que le trajeran una carga suya, se acercó haciéndole entrega de los 50 pesos. Domingo Cifuentes dicen que reclamó airadamente entonces &nbsp; por considerar una exorbitancia lo que se le cobraba a “ese pobre hombre”, diciendo que “con 38 pesos era suficiente”.-“Bueno, mire… por dos pesos no vamos a discutir”, respondió Ezequiel Ratto. -“Tome los 50 y deme 38”.La discusión pudo haber terminado ahí, pero se tornó más agria todavía cuando intervino José Argento: -”No le devuelva nada. Ezequiel, ya que cualquier carrero le hubiera cobrado un flete superior a 50.”Con el propósito de apaciguar los ánimos, que se iban caldeando nuevamente, intervino el chacarero Miguel. -“Mire, yo estoy conforme con pagar los 50 pesos que habíamos convenido y no hay razón para discutir”.&nbsp;Según constancias que recogió después la instrucción sumarial de la policía, fue en ese momento que el mismo Cifuentes giró sobre sus talones y se dirigió hacia el rancho ubicado a pocos metros. Ladeó el toldo que pendía de unas chapas y cuando vio a su hermano que escondía la mano derecha detrás de la espalda como si ocultara algo, le dijo: -“Hacele fuego,Francisco; tirale , que yo te lo ordeno.”Al sentir estas palabras –según consta en la misma pieza sumarial, poco creible- José Argento, que había quedado dando la espalda-, cambió de frente en el preciso momento en que sonaba un disparo y el proyectil le dio en el abdomen, provocándole la muerte en forma instantánea.Al ver caer a su hermano, se habría acercado Vicente Argento en instantes&nbsp; que Domingo&nbsp; Cifuentes recibía nuevas instrucciones de su hermano:&nbsp; “A ese&nbsp; también tirale “ . Y volvió a sonar otro disparo. Todo esto bastante difícil de entenderCuando Luis Argento vio a sus dos hijos en el suelo, corrió con el propósito de socorrerlos. Y allí estaba Francisco Cifuentes apuntándole, según la misma policía.“¿Qué le han hecho para que proceda así?...… ¿Qué le han hecho mis hijos para que los mate salvajemente?”- reclamaba Argento.Al escuchar estas palabras –prosigue&nbsp; el relato policial- el asesino se contuvo. Y como parecía tener ganas de descargar el revólver a toda costa,&nbsp; le disparó a la gorra de uno de los caídos, que había quedado junto a una mata de pasto. Mientras Domingo Cifuentes, armado también con un revólver y enceguecido, le hacía fuego a Ezequiel Ratto.Este resultó ileso por milagro y puso distancia rápidamente, no parando hasta llegar a la Comisaría, donde&nbsp; contó lo que había ocurrido.Inútiles fueron los esfuerzos del chacarero Miguel para trasladar en una jardinera a Vicente Argento al Hospital, ya que a poco de haber llegado también moría.Desconsolado, el padre de los Argento comentaba, mientras tanto,&nbsp; en una humilde vivienda familiar donde eran&nbsp; velados los restos de sus hijos: "Estaban en mangas de camisa y desarmados los dos; no sé por qué los mató”. Y agregaba: “Tampoco sé donde fueron a parar los 1.020 pesos que había puesto José en el bolsillo derecho de la bombacha.”&nbsp;

Desbordada una cosecha de papa, paperos y carreros terminaron a los tiros: dos muertos

Ismael García, con negocio en 14 de Julio y San Martin a fines de los años 20, fue protagonista de uno de ellos. Andaba económicamente mal el hombre, pero se había dado maña para revertir su penosa situación, producto de afanes desmedidos, según pudo averiguar la policía, fraguando un siniestro con seguros triplicados. Después, según la misma fuente, atribuida esta vez a los empleados policiales intervinientes Roucuard y Troche, se había complicado en un robo de mercaderías que, si bien pudo haberle producido ganancias, le había significado un encierro inevitable; tras ello, se separó&nbsp;de su mujer Luisa María por la misma causa. Después se ausentó&nbsp;de Tandil, aparentemente en forma definitiva, llevándose a su hija mayor de tan solo siete años de edad.Se lo creía en Buenos Aires, pero en realidad parece que estaba en Pergamino, de donde un día decidió&nbsp;volver a Tandil en busca de la madre de la niña, cansado tal vez&nbsp; de andar con la pequeña a cuestas.&nbsp; Así&nbsp;andaban, padre e hija, recorriendo las calles sin rumbo de esta ciudad y sus alrededores, en procura de la madre de la nena sin saber donde encontrarla.Hasta que obtuvieron referencias de ella que decían que se hallaba en Villa Aguirre. Pudieron saber también que estaba en concubinato con un empleado ferroviario desde hacía más de un año. García, de origen&nbsp;árabe y de 48 años de edad -cuatro más que la mujer- averiguó&nbsp;a qué&nbsp;hora dejaba la casa la pareja,&nbsp; y cuando eran las 7.40 del 25 de enero, fue con la chica al lugar, en el momento que la mujer acababa de despedir al marido para ir al trabajo. Había servido café&nbsp;con leche en la habitación a la hija de cinco años&nbsp;–hija de García y de ella- y había ubicado al niño de meses&nbsp;–hijo de ella y de su actual compañero-en una camita debajo del corredor. Luego se había dirigido a la cocina y estaba con el mate en la mano,&nbsp;cuando apareció García imprevistamente en el umbral de la puerta. No se sabe qué hablaron en el breve momento que duró&nbsp;la escena.Según lo que dijo una vecina que escuchó&nbsp;alguno de los dichos,&nbsp;él pretendía&nbsp; que la mujer se quedara con la hija mayor, a lo que ella se oponía. Y esto tenía su explicación, en la certidumbre que si bien la había tomado anteriormente como suya, ella no era realmente la madre, ya que había nacido de la unión de García con otra mujer.Parece que resultó&nbsp;suficiente la negativa de Luisa para que&nbsp;él, obsesionado y fuera de sí, extrajera un revólver que llevaba encima y sin más trámite, le&nbsp;descerrajara tres disparos, uno de los cuales le dio en el vientre, otro en la aorta y el tercero en la espalda, cuando la infeliz mujer había caído ya mortalmente herida.Poco después, el asesino desandaba el camino rumbo a la Sub comisaria de la Estación, donde se entregaba detenido. En tanto, buenos vecinos del lugar se hacían cargo de las tres criaturas que habían quedado sin madre.CUANDO LA NEGATIVA DE UNA CHIQUILINA ACCIONO EL ARMA HOMICIDADías más tarde, el 12 de febrero de 1930,&nbsp; luego de la cena, Avelina Mesa invitó&nbsp;a su compañera de trabajo María Josefa Squiroz a caminar hasta la esquina de España y Rodríguez. Ambas eran mucamas en la casa del doctor Roberto García Tuñón,&nbsp; señalada con el número 553 de la citada avenida. Tomaron en brazos a la niña de la familia&nbsp; donde trabajaban y luego&nbsp; de conversar un rato en la puerta de calle, comenzaron a andar por la vereda despreocupadamente.La noche, estrellada y diáfana, atenuaba con una leve brisa los rigores de la jornada estival. Nada hacía suponer que ese momento, destinado al descanso, fuera enturbiado por algún hecho anómalo. Sin embargo…Detrás de una palmeraubicada en el boulevard que cortaba al medio la avenida, salió&nbsp;de pronto un hombre que, ciego, descontrolado por una&nbsp; pasión que obnubilaba sus sentidos, se dirigió&nbsp;a una de las mujeres con paso decidido. Cuando María Josefa lo vio,&nbsp; seguramente temió&nbsp;lo peor, porque no vaciló&nbsp;en salir corriendo con la niña en brazos, con la evidente intención de refugiarse en la casa donde&nbsp; servía. Pero no alcanzó&nbsp;a cumplir&nbsp; su propósito. Metros antes de la llegada al portón, José Arce&nbsp;–con quien la menor había mantenido relaciones, que luego había dispuesto cortar -&nbsp;la alcanzó&nbsp;y tomó&nbsp;de un brazo&nbsp; &nbsp;llevándola a empujones hacia la esquina. Mientras Avelina, presintiendo la tragedia, lograba arrebatarle de los brazos a la niña para protegerla.Fue en esa&nbsp;última instancia que Arce insistió&nbsp;en que la joven volviera a vivir con&nbsp;él;&nbsp;ella confirmó la negativa anterior aduciendo que no quería ser víctima de malos tratos de nuevo. Fue entonces que el hombre extrajo un revólver y le efectuó&nbsp;dos disparos a quemarropa.Una de las balas entró&nbsp;por el hombro izquierdo con salida en la espalda, otra ingresó&nbsp;en la región hipogástrica con orificio de salida en la parte lumbárica. El cuerpo presentaba, ademas, deflagración de pólvora en la palma de la mano izquierda y en&nbsp; &nbsp;el dorso de la misma mano, como consecuencia de haber tomado el arma, forcejeando con el propósito de defenderse.Uno de los proyectiles, después de atravesar el cuerpo de la infeliz mujer, alcanzó&nbsp;al menor Antonio Gregorini, domiciliado en la cantera Nocetti, quien pasaba despreocupadamente por el lugar en ese momento en compañía de otro menor, Santiago Zampatti.El agente Mateo Maciel llegó&nbsp;apresuradamente al lugar y llevó el cuerpo de María Josefa al Hospital, adonde no alcanzó a llegar con vida.Otros ayudaban al chico accidentalmente herido, mientras el vecinoFernando Piomboperseguía al autor de los disparos hasta que el matador se perdía de vista.A las 10 de la mañana del día siguiente, Arce se presentaba detenido en la Subcomaría de la Estación.

Por la disputa de una hija que no querían, tres criaturas quedaron sin madre

&nbsp;&nbsp;Manuel Aboy, hombre de unos 50 años de edad, vivía con su hija Rosa en una quinta ubicada en la zona que es hoy “El Paraiso”. Todo transcurría con absoluta normalidad, hasta que el padre supo que ella tenía novio. Y que se trataba de José&nbsp;Caeiro, joven que se desempeñaba como agente de policía particular del Ferrocarril&nbsp; del Sud.La muchacha había llegado a los&nbsp; veinte años de edad y por lo tanto se consideraba con derecho a resolver por sí misma. De allí que, desestimando la voluntad paternal, había llevado adelante su noviazgo,&nbsp; formalizado&nbsp; el compromiso y también fijado la fecha de la boda.Fue entonces que en un vano intento de interrumpir el idilio, el padre dispuso llevar a Rosa a Gardey, a la casa de unos familiares. La chica se negó. Apenas transcurrida la Navidad de 1934, aquel miércoles 26 de diciembre, vinieron padre e hija a la ciudad dirigiéndose a la casa ubicada en Machado 1189 donde Caeiro alquilaba una habitación.&nbsp;Allí almorzaron los tres y se supone que hablaron del tema. Luego, pretextando que iría al centro a comprar zapatos, la muchacha abandonó&nbsp;el lugar.Transcurridas algunas horas, en vista de que no volvía, el padre comenzó a inquietarse. Y a pensar que los novios se habían puesto de acuerdo para que ella se alejara abruptamente de su lado. Fue por ello que fuera de sí, lo increpó a Caeiro, según constancias que recogería después la policía.&nbsp; “¡Vos tenés la culpa!, vos querés llevártela a Rosa, pero… ¡no la vas a llevar!”“Mire Manuel -le respondió el muchacho- yo no sé dónde está Rosa. Y si no ha vuelto, soy el primero en lamentarlo.”Cuando parecían haberse apaciguado un tanto los ánimos, alguien le hizo llegar un mensaje al padre. Era de Rosa, su hija. Y no hacía más que confirmar sus sospechas acerca del engaño&nbsp;del cual estaba siendo objeto: “Quédate tranquilo papá –le decía escuetamente- estoy en una casa de buena familia.”Esto vino a confirmar la presunción de Aboy&nbsp;respecto a que los jóvenes se habían puesto de acuerdo para burlar la decisión paternal. Y montó en cólera nuevamente.“¡Vos sos el culpable de todo esto, vos me la querés robar, estás buscando mi ruina… ¡pero no podrás!”“Le repito que yo la quiero y que me voy a casar con ella. Pero no me meta en esto de su desaparición,&nbsp; porque no tengo nada que ver… ¡que embromar!” Y tras estas palabras, el novio se dirigió a su habitación. Detrás fue también quien aparecía como futuro suegro.El muchacho se acostó confiado, durmiéndose profundamente. También se acostó en una cama contigua el padre de la novia que no había vuelto. Pero en este caso no pudo conciliar el sueño. Se levantó, deambuló sin sentido y se&nbsp;acostó nuevamente con&nbsp; la misma incertidumbre. Hasta que se dirigió resueltamente hacia la cama de Caeiro y así, durmiendo como estaba, le aplicó una profunda puñalada,&nbsp; que luego de atravesar las cobijas fue a herirlo&nbsp; en un costado del cuerpo.Al sentirse atacado, Caeiro trató de abrazar al agresor arrojándolo sobre el lecho, en un intento vano de calmar su furia. Pero las fuerzas le flaquearon, máxime cuando fue acometido varias veces más, ya que el padre, enceguecido, enterró el cuchillo ocho veces en la espalda del novio, varias en el pecho, en los muslos y en un brazo… ¡dieciséis veces consecutivas!La&nbsp;víctima alcanzó a dar algunos gritos. Así fue como acudieron dos hombres que se alojaban en la habitación&nbsp;contigua. Pero ya era tarde. Caeiro había muerto en forma casi instantánea, en tanto el matador emprendía una precipitada fuga en paños menores, llevándose el arma.Llegada la policía, un oficial de apellido Almada les decía a los curiosos que se acercaban: ”No va a ir muy lejos el matador porque aquí&nbsp;están los pantalones y la camisa. Y haciendo suya una creencia en muchos arraigada, agregaba: “además, fíjense que cuando el cadáver queda así… apuntando para allá,&nbsp; el criminal siempre vuelve al lugar del hecho”.El agente Isidro Acosta, más prevenido y menos supersticioso,&nbsp; se apostó cerca de la quinta de Aboy y lo detuvo cuando sigilosamente iba llegando esa noche, luego de haber permanecido oculto varias horas en una casa de Alsina y Machado.Mientras tanto Rosa, presintiendo que algo malo podría ocurrir entre los dos hombres, volvía preguntando por José, su prometido.“Lo están velando en la casa de al lado, señorita” –le decían

La tortura moral de un padre culminó en tragedia

Estela Cora, mujer de 42 años de edad, vivía en pareja con Rubén Gonnet desde varios años atrás a aquel miércoles 17 de Mayo de &nbsp;1995. Con él había tenido cuatro hijos que por aquel entonces contaban 24, 17, 11 y 4 años de edad.El tenía una pequeña barraca en la que la venta de leña era lo más común, en calle Primera Junta 1324. Ella se dedicaba a la atención del hogar y de sus hijos. Pero lo que no había podido concebir jamás cuando lo conoció y cuando se unió a él, era su transformación de hombre aparentemente cordial y bueno, en agresivo insoportable. Acostumbrado a descargar su vehemencia incontrolada en su mujer y en sus hijos cada vez que su mal carácter &nbsp;era potenciado por el alcohol. A tanto había llegado su intemperancia, que su hija mayor debió casarse –según constancia policial, para irse de la casa cansada de la vida que le daba su padre, ya que era víctima de una conducta controladora enfermiza, de una disconformidad permanente, sumando a ello humillaciones y agresiones, amenazas e imposiciones arbitrarias. Todos eran víctimas de golpizas inauditas, siempre, cuando el hombre se hallaba en estado de ebriedad.Otro de los hijos –el de 17 años de edad- había estado jugando en una oportunidad a la pelota, regresando a la casa un poco más tarde de lo habitual y el padre lo había tomado del cuello levantándolo y provocándole dificultades en la respiración, quedando con los ojos desorbitados con principio de asfixia por ahorcamiento.Ese día, los demás integrantes de la familia debieron encerrarse en un galpón, porque Gonnet los amenazaba con matarlos a todos. A tanto llegaban las amenazas y golpizas, que la madre debió hacer tres exposiciones policiales por mal trato a ella y a los chicos. Cansada de sobrellevar esa situación que resultaba insoportable, decidió ponerle fin drásticamente. Cuando él llegó de una excursión de pesca, borracho como de costumbre y se acostó en la cama para dormir la mona, ella ingresó a la habitación, abrió un cajón de la cómoda, sacó una carabina y le efectuó dos disparos en la cabeza provocándole la muerte en forma instantánea. Eran las seis de la tarde.La homicida se fue de la casa sin saber si lo había matado. Y por temor a que estuviera vivo y la matara a ella, como se lo había prometido varias veces, con sus hijos de once y cuatro años se dirigió hacia la casa de su hija donde ocultó el arma debajo de unos troncos, regresando al lugar del crimen alrededor de las 22, cuando ya se había descubierto el hecho por una llamada anónima femenina a la policía. Rápidamente se movilizaron las tres comisarías a cargo de los comisarios Aldo Eliseo Vega, Alberto Rubén Vega y Juan Carlos Mangas en busca del asesino. Aunque dudaron en &nbsp;principio ante la posibilidad de que se tratara de un suicidio, algo que rápidamente descartaron porque junto al cuerpo no había ningún arma a la vista. Estela Cora trató en principio de ocultar su culpabilidad diciendo que “había sido un ladrón” el matador, porque faltaban 1.500 pesos &nbsp;que había en un cajón”. Abrumada por lo ocurrido pero liberada al fin del martirio que había tenido que soportar, la esposa terminó confesando: “Si, fui yo… yo lo maté.” Y agregó: “Yo fui también la de la llamada anónima denunciando el hecho”, para agregar: “En otro momento no lo hubiera podido hacer. Estaba decidida a matarlo, porque no veía otra salida para la vida que estábamos llevando. Cuando fui a la pieza y tomé el arma pensé: mis hijos nunca más van a pasar por esto”. Quedaba abierta, de ahí en más, la instancia judicial que desembocaría en &nbsp;un juicio oral. “”Nos pegaba en el rostro –a &nbsp;la mujer y a los hijos; después, en actitud de desprecio, nos arrojaba un vaso de vino en la cara”, declaró la homicida ante el Tribunal, ratificando lo dicho anteriormente.&nbsp; Cambiada la caratula del sumario, de “Homicidio simple” a “Homicidio en estado &nbsp;emocional”, el veredicto del Jurado integrado por los doctores Esteban Herrero, Carlos Paulino Pagliére y Ernesto Julio &nbsp;Arrouy se conoció el día 29 de &nbsp;setiembre de 1995. El Dr Arrouy pidió la pena máxima por entender que no había existido estallido de emoción ni emoción violenta. Sostuvo que se trataba de un homicidio simple al comprobarse decisión previa de la homicida. Los otros dos jueces consideraron como antecedentes “todos los padecimientos físicos y morales sufridos y relatados &nbsp;por la acusada y su familia provocados por la víctima según lo corroboraban diversos testimonios, por la acusada y su familia. También evaluó como atenuantes la falta de antecedentes penales. Otro atenuante fue el informe socio ambiental realizado, del que &nbsp;surgía que la matadora era una persona de buen trato y sin conflictos en sus relaciones interpersonales. Consideraba como agravante, eso sí, el &nbsp; &nbsp; &nbsp; &nbsp; &nbsp;hecho de que lo matara en la cama sin posibilidad de defensa. Además, debía tener una especial significación que la víctima era el padre de sus cuatro hijos. Se expidió el sentido de aplicarle un año de prisión en suspenso, con lo que la homicida quedó en libertad. En un momento sumamente conmovedor, cuando escuchó la sentencia, Estela Cora se paró junto al banquillo y corrió para abrazar a sus hijos y hermanos, dominada por el llanto. “Vamos a casa, mami… nunca más, nunca más se llora, mami” , se oyó decir a su hija mientras otros la abrazaban. “Prometo que nunca mas voy a llorar”, respondió la homicida.&nbsp;&nbsp;

La extrema decisión de cortar con un plomo una vida insoportable

Allá por 1990–precisamente el 10 de setiembre- el Tribunal Criminal del Departamento Judicial de Azul, integrado por los doctores Jorge Esteban Herrero, Carlos Paulino Pagliére y Ernesto Julio Arrouy, se vio enfrentado a resolver una causa sumamente compleja en la que se sobreponían los fervientes deseos de la opinión pública para que se estableciera la máxima pena –tal era la magnitud del hecho- y la necesidad de administrar justicia correctamente.&nbsp;El doble homicidio calificado, agravado por alevosía, había ocurrido en Tandil meses atrás; exactamente el 14 de setiembre de 1989. La autora materialhabía sido una mujer, María Paula Menna, de 35 años de edad. Había sido tan grave el delito, que el fiscal de primera instancia doctor Juan Carlos Tato había pedido para la imputada reclusión perpetua.Más de 37 personas declararon en la audiencia oral y pública: policías, médicos, familiares y particulares. Entre ellos, dos menores de edad sobrevivientes de la tragedia desatada por la mujer imputada.Fueron exhibidos en la oportunidad los estudios psiquiátricos de la acusada, entre otros exámenes periciales que le habían sido practicados.Diversas opiniones, la mayoría en contra de la autora del hecho, fueron vertidas, acompañadas de atinadas consideraciones, todas ellas de repulsa a la victimaria. “Posee una llamativa inteligencia –dijo uno de los profesionales intervinientes, refiriéndose a ella; sobre todo, teniendo en cuenta su nivel cultural y social.Desde el punto de vista de su razón e intelecto –afirmó otro-&nbsp; no presenta ningún tipo de alteración, pero eso sí, es portadora de una definida personalidad psicopática. Tiene una personalidad esquizoide, con rasgos&nbsp; persecutorios. Y ocasionalmente, ante situaciones emotivas adversas o conflictivas, puede y suele tener reacciones impulsivas y agresivas intensas.”Después vino el escalofriante relato de María Paula Menna: “Yo lo planifiqué todo… quince días antes “ , comenzó diciendo. Se me ocurrió la idea, porque&nbsp; Valeria Carolina,&nbsp; la mayor de las tres hijas de mi concubino Jorge Merani, que vivía con nosotros,&nbsp; había amenazado con tirar de las sierras a sus hermanas”, prosiguió.¿Por qué lo hizo? Le preguntaron. “Porque estaba cansada de ser una sirvienta de mi marido y mis hijas. Además, nadie me quería .Nunca nadie me quiso… yo me quiero a mí misma. ”Cuando se tomó conocimiento de su vida de niña, se supo que&nbsp; en nada había contribuido a su conducta posterior. La historia sórdida revelaba que la madre la había abandonado cuando tenía dos años de edad y el&nbsp; padre la había violado cuando tenía cuatro. Después la había entregado, junto a sus tres hermanitas, a una familia distinta.Cuando llegó el momento de relatar&nbsp; qué había hecho para enfrentar a la Justicia, Paola Menna comenzó diciendo fríamente:“Lo hice sin saber qué hacía, pero lo haría nuevamente. Quería matar a las tres, a las mellizas y a Natalia Vanesa, para quedarme solo con Valeria Carolina, la mayor. ¡Estaba cansada de que me trataran como a una sirvienta! No me arrepiento de nada”Muy suelta de cuerpo, dio comienzo a continuación al relato del horror. Poco después del almuerzo aquel día fatal, María Paula Menna había mandado a jugar a la plaza San Martin, ubicada en Monseñor de Andrea y Rivadavia, a las hijas de su marido Jorge Merani, Natalia Vanesa (7 años) y Valeria Carina (de 10) y las mellizas Paola Analía y Karina Andrea (de 9). Al rato nomás llegó ella, la madrastra. Y con el pretexto de enseñarles “un nuevo juego”, llevó a las niñas hasta una precaria edificación de planchones ubicada en la prolongación de la calle O`Higgins, al pie del cerro Cordobita.Fue allí que comenzó a “enseñarles” el nuevo juego prometido, procediendo a atarles las manos a las mellizas&nbsp; y a la pequeña Natalia Vanesa, con piolines que había llevado. Después… las roció con kerosene y les prendió fuego.La menor de las hermanitas logró escapar de la trampa mortal, en tanto que las otras corrieron en demanda de auxilio, no logrando otra cosa que avivar las llamas que terminaron con sus vidas.Luego de cumplir con su obra macabra, la homicida abandonó corriendo el lugar junto a Valeria Carolina que, al parecer,&nbsp; era su protegida, ya que la autora del bárbaro crimen no había atentado contra ella. Mientras la más chiquita, que&nbsp; había logrado zafar de las ataduras y escapar de la muerte corría detrás, desesperada, gritándole “¡Mami… ¡Maaami!”El Fiscal de Primera instancia&nbsp; Dr. Juan Carlos Tato había pedido, apenas tuvo conocimiento del hecho, la pena de reclusión perpetua para la autora de los crímenes. El defensor oficial Dr. Carlos Alberto Andia, no compartió ese criterio, pidiendo que la victimaria fuera absuelta, declarándola inimputable. Así lo entendió el Tribunal, resolviendo finalmente la internación de la mujer por tiempo indeterminado en un instituto neuro psiquiátrico, hasta que recuperara –decía la sentencia- la normalidad de sus facultades mentales, lo que se consideraba poco probable, ya que según lo establecían los informes médicos, la homicida padecía “psicopatía perversa”; esto es, alteración mental incurable.Culminaba así esta historia increíble y trágica, este crimen inconcebible, bárbaro y cruel, cometido por quien solo loca pudo hacerlo. &nbsp;

Casos que conmovieron a Tandil