UNA ENTREVISTA
René, Nora y el día que se abrió la casa de Uncas
Muchas veces me lo había cruzado con fascinación a Lavand caminando por la calle pero solo una, esa, me habló. Fue una nota para una esporádica publicación hace 17 años.
Por Martín Glade
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El sol y el calor pegan en Tandil mucho antes de lo que manda el calendario, la región y la tradición. Aún en la zona de Uncas. En una de esas calles, en un camino por el que muchos circulan sin ver, vive René Lavand.
A las cinco de la tarde, ahí, entre calles con declives y baches sobre la tierra dejados por el devenir de las aguas de lluvia, todo es más bien bucólico y placentero. Salvo el ruido de la cortadora de césped que se empecina en emparejar el pasto en el parque de la casa del ilusionista.
Es la hora de la siesta, y medio temprano para charlar con René y con cualquiera. Y con el ruido de ese motor, para dormir hay que ser mago.
En la entrada no hay truco que haga al visitante ser visto sin anunciarse. Hay que tocar timbre nomás.
Un timbrazo, dos, tres, y nada. René duerme.
El ojo detecta una notita plastificada y con letra de computadora, gastada por el sol: “Déjeme gozar de un segundo amanecer. Estoy durmiendo la siesta. René”. Después dirá que se trata de una simpática intimidación para curiosos, ocasionales y algún alumno apresurado. Al lado, cuelga un llamador con mano de bronce, sólo una obvio, que, con tamaña invitación, uno no se anima ni a soplar.
La culpa por alterar la conducta de un personaje como él provoca que uno deje de intentar tener la cita a la hora pautada y esperar.
Será una idea genial. Porque, ahí donde antes había apuro por ser puntual, ahora hay tiempo.
En el parque, donde está la mesita y la silla que parece plantada justo para esperar, hay plantas altas y bajas. Muchas plantas.
De esa casa, bautizada “La Strega”, surge música. La tocan los pájaros que eligieron hace tiempo los malvones y el naranjo en flor para hacer de las suyas. Tienen también, desperdigadas seis o siete casitas entre las plantas. Y evidentemente, se sienten bien tratados por la zona.
Sobre una pared, se lee en relación a la casa: “Soñada, concebida y diseñada por Nora y René”.
En otro cartelito, como grafitti autorreferencial del alma de los dueños, dice, citando a un tal Hamlet: “Oh Dios, podría encerrarme en una cáscara de nuez y considerarme rey del espacio infinito”.
En el jardín aparece una soga también dormida, casi inerte. Parece esperar su turno en las manos de algún mago. Aunque de otro tipo de mago.
Los horneros parecen avisar que algo pasará, como las hormigas cuando adivinan la lluvia. Un escalón, margaritas. Otro escalón, lavandas. Y aparece Lavand.
Un Lavand impecable. Producido podría decirse. Pero no para una nota, sino como cuando distribuye sus andares por el centro de la ciudad, como uno más. Sin importarle ser un mojón, una referencia, un norte para muchos.
Saluda con una palmada y se deshace en disculpas por haber llegado tarde a la cita comprometida, desconociendo que hay baches que provocan placer.
Su casa es de ensueño. Tal vez porque uno la asocia con su morador, y eso suma porotos. Cualquier objeto de decoración parece justo para la casa de Lavand. En otro lugar, tal vez otra sería la impresión. Su colección de sombreros, de reconocimientos, de plaquetas, las plantas y los muebles de madera decoran. Como los libros.
De una de sus mesas se esfuerza por ser visto un libro de Macedonio Fernández. Lo único que definitivamente desentona es un aparatito tipo mp3. Y el humo de la quema de pastizales de un vecino, que lo preocupa por si se expande a su terruño de cerca de media hectárea.
Invita a sentarse en una silla de jardín en el fondo, todo verde, mientras su perro, “Pardo”, se liga un par de patadones del ilusionista por no dejarse de molestar. La tentación de pedirle que lo haga desaparecer es grande, pero no.
Y Héctor René Lavandera, nacido el 24 de septiembre de 1928, como en su libro autobiográfico, empieza a barajar recuerdos. Recuerdos como el de una actuación perfecta: “Cuando más cómodo me siento en escena es cuando me siento uno más de la platea”.
Lavand dice sentirse, “muy halagado” por el reconocimiento de la gente, que recibe en todos lados. Después de admitir que “el rioplatense” siempre ha sido uno de sus públicos favoritos, por España, siente “un atractivo especial”.
Su tono de voz, que colabora tanto como su mano y su imagen en su arte, no hace más que reflejar la verdad de uno de los speach con los que suele empezar alguno de sus trucos: “Cuando más suave es la caricia, más penetra. Cuanto más lento es el movimiento, más profundamente llega”.
Pero ese componente actoral de sus presentaciones, con las que suple la imponencia de las presentaciones de ciertos magos extranjeros, hay que formarlo. Y cuenta orgulloso el tiempo dedicado a las letras y la lectura que tuvo y tiene, como para hablar bien y decir cosas interesantes: “mi profesión exige una buena presentación, y mis composiciones busco que tengan equilibrio armónico el cómo se hace con el qué se dice”.
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“Aprendiendo a vivir, se va la vida. Y cuando uno tiene la inquietud creativa, siempre se va aprendiendo más. En ese caso, el show y la creatividad también”.
Porque Lavand, sigue buscando perfeccionarse, aún cuando sospecha que un retiro puede estar cerca. (Cerca en ese 2008)
Se sufre al escucharlo, pero es claro: “está muy latente la idea de un retiro a los 80 años”.
Ante el contexto económico que tal vez le acorte sus presentaciones pautadas, explica: “a lo mejor no seré yo sino las circunstancias las que me retiren. Pero sería muy doloroso que me lo dijera el público. Que el que me retirara fuese el público”. Sabe que no va a pasar, pero lo dice, humilde.
También acepta mirar hacia los costados y ver a sus colegas, aunque, caballero, no dirá nombres: “Tengo muchos amigos. A veces, me cuesta tolerar a los malos. Y lo peor de todo, es que son muchos. Y por eso, siento que el ilusionismo está rancio”.
Esta frase, que sería título en cualquier “Intrusos del ilusionismo”, debería en cambio sonar a enseñanza. Como las que reciben sus alumnos que llegan de todo el país o el mundo para mejorar y conocerlo.
Lavand parece tener una piedra molesta en su zapato, el mismo con el que patea al perro: una gran actuación en el país. “En España, por ejemplo, lleno teatros, pero en mi país nunca lo logré. Tal vez, por situaciones sociales”.
Sus shows no son baratos y por eso se cuentan con palotes.
Y no menciona que, en su Tandil, hizo explotar un centro cultural, lleno en su homenaje. En una ciudad, en la que se siente “maravillosamente” y a la que define “de privilegio”. En donde está su casa “rodeada por la naturaleza, entre perros y el canto del zorzal”. Y coqueto, añade engalanador: y en la dulce espera de la llegada de mi mujer”.
(Nota publicada originalmente en la revista Serranías)