Fuente: archivo El Eco.

Autor: Juan R. Castelnuovo (1935-2022).

El aguerrido centinela de la Frontera Sur, Coronel Benito Machado, falleció en Tandil el 9 de julio del año nueve. Sus restos fueron velados aquí, entonces, y trasladados a Buenos Aires, donde sus familiares le dieron sepultura. Pero transcurrido poco más de medio siglo, con motivo del sesquicentenario de la Revolución de Mayo, fue traído de nuevo su cuerpo a Tandil.

Esto ocurría el 23 de mayo de 1960, cuando la cureña que lo transportaba hacía su ingreso, con una escolta de 43 criollos a caballo -encabezados por Lionel Acevedo Díaz y la domadora Eva Ardiles- 6 soldados vestidos con el uniforme azul del Regimiento Sol de Mayo, 6 lanceros y otros tantos fusileros del Regimiento 1 de Caballería Cnel. Brandsen, por la calle Rodríguez, rumbo a la Plaza Independencia.

Al transponer la esquina de San Martín, se detuvo la columna frente al mismo lugar donde el exjefe del glorioso Regimiento, había vivido sus últimos años. Allí hizo uso de la palabra el escritor y periodista Rogerio Smith, presidente de la comisión de homenaje, descubriéndose una placa recordatoria.

El caracoleo de los pingos al llegar a la plaza principal, asustó un poco a la gente; pero, la inquietud fue breve y fugaz. Y se aquietó de pronto el cortejo, cuando se hizo sentir el toque de silencio, evocativo de los clarines del desierto. "Salió temblón el sonido, como si tropezara contra las abolladuras -como decía Yamandi Rodríguez- que supieron llamar a la carga, cuando el tropel estremecía la pampa o al borde de los cerros se ampliaba el eco del grito infernal de los maloqueos”.

En ese momento, cruzaban del Comando del Ejército a la plaza, el titular del arma, General Onganía, oficiales superiores y el expedicionario al desierto Roberto S. Bonnani, luciendo su capa acelestada.

Descendido el féretro, lentamente fue llevado a la carpa levantada en el medio de la plaza, donde 16 tanzas lo rodearon, lustrosas sus aceradas moharras, mientras el banderín del viejo Regimiento era agitado levemente por el viento del atardecer.

Después, se fue acercando la oscuridad. Se apagaba la tarde, entre un rumor de voces, en tanto más gente se adensaba en torno a la carpa, o desfilaba frente a los restos del guerrero. Y cuando las medias tintas del crepúsculo anunciaban la noche inminente y profunda, otra vez el clarín -rememorando la retreta del desierto- resonó en el ángulo norte de la plaza y como un eco se repitió en el ángulo sud. Se fue corriendo la cinta vibrante, aguda y tensa, como si fuera el mismo bronce centenario que se iba repartiendo en pedazos. El desierto no existía ahora. Había una multitud en el lugar; pero, lo evocaba el desgarrado grito del clarín. Traía los tiempos lejanos de la lucha. Cuando el pajonal hirsuto, a la hora de las semipenumbras, se mostraba erguido como si fueran hombres en vela a la espera de la carga.

Bajo el cielo abierto, la clarinada parecía tenderse como una huella que buscaba un lugar en la distancia. El sonido parecía acercarse; mejor dicho, los sonidos entre sí. Como en el desierto, en el tiempo viejo, la huella del grito del clarín iba juntando a los dispersos. Cuatro grupos convergieron a un mismo punto, en tanto la soledad de la pampa se iba apagando, para volver a hacerse compañía.

Después, vino la noche. Bajo la carpa, dos soldados, como dos estatuas, hacían guardia de honor frente al féretro. Y desfilaba la gente. Un poco más allá, los vivaques y los asados, el silencio y los fogones criollos, para la charla de la tregua; como antes, para la pelea.

Y se fue yendo la gente. Quedaron los soldados. Las llamas se fueron haciendo cenizas. Y cuando el rescoldo era todavía un caliente mensaje de tradición, siguiendo el trote de los caballos que encabezaban la marcha, los restos de Machado, cubiertos con la Bandera argentina... tomaban rumbo al cementerio, por segunda vez.

Cuando llegaron a la necrópolis, fueron objeto de un multitudinario recibimiento, mientras estallaban granadas en el cerro próximo, recordando el estruendo de los combates de antaño.

Quedaba, al fin de la jornada, el saldo de un acontecimiento de alto contenido rememorativo. Que, en el comentario de la gente, señalaba criterios distintos en cuanto al homenaje. Que no le había causado ninguna gracia al soldadito Aldo Villar, por ejemplo, a quien lo habían hecho disfrazar con un uniforme del siglo pasado... justo unos días después de haber vestido la casaca azul y blanca obteniendo para Tandil el campeonato provincial de fútbol...

Tampoco le había provocado gracia al intendente Rosser, el gasto de diez mil pesos en yerba de la paisanada y soldadesca, esa noche. Menos aún a la morocha domadora, quien de madrugada, cuando varios criollos que junto a los fogones no sólo habían incado los dientes en los costillares, sino que habían empinado bastante también el codo... desnudaron sus aceros para buscarse las entrañas, debiendo intervenir ella para separarlos... ¡a pura lonja, no más!

NdlR: Esta nota fue publicada originalmente hace 25 años por El Eco de Tandil.

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