Un paso atrás y dos adelante
Mark Zuckerberg tenía veinticinco años cuando, en 2010, aseguró: “La gente realmente se siente cada vez más confortable compartiendo no solo información de diferentes tipos, sino también haciéndolo de manera más abierta y con más gente. Esa norma social es algo que simplemente ha evolucionado con el tiempo”.
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Este, por entonces, muy joven y exitoso emprendedor estaba en lo cierto: las normas sociales cambian con el tiempo como podemos percibir al hablar incluso con alguien de una generación mayor.
Lo que Zuckerberg no aclaró en ese momento, tal vez porque ni él lo tenía tan claro es que Facebook y las otras redes sociales aceleraron el retroceso de lo “privado” hasta rincones mínimos. Ahora es habitual saber qué comen personas que no vemos hace años, si dejaron de fumar, cómo se sienten luego de una separación, dónde pasan las vacaciones o cuánto extrañan a un ser querido que ya no está. En poco menos de dos décadas miles de detalles irrelevantes, pero también secretos íntimos o inconfesables se multiplican en miles de pantallas arrasando con lo que se consideraba “privado”.
Lo otro que Zuckerberg no dijo es que su propia empresa necesitaba empujar la frontera de lo privado porque su modelo de negocios requiere esos contenidos: por un lado, para mantener a los “amigos” (otro término que ha mutado) frente a la pantalla y consumiendo publicidad; por el otro, para obtener más datos que permitan conocer en detalle los intereses, hábitos y consumos de cada persona para guiarlos hacia donde deseen los anunciantes.
Por eso, cuando Facebook compró Whatsapp en 2014, por entonces con 450 millones de usuarios, por 19.000 millones de dólares resultó inverosímil que los datos recopilados por el sistema de mensajería fueran descartados. ¿Quién pagaría esa cifra por una aplicación gratuita y sin modelo de negocios? Nadie y de hecho ya en 2016 la red social pagó un multa (insignificante para su tamaño) de 300.000 euros por haber utilizado datos de Whatsapp pese a sus promesas. Facebook necesita datos variados: lo que buscamos en internet, lo que publicamos abiertamente o lo que charlamos con amigos creyendo cierta intimidad permite trazar perfiles más precisos para vender cosas, manipular o saber cuánto se puede cobrar por algo sin arriesgar la venta. Peor aún, los datos también se utilizan para saber qué noticias falsas tienen más probabilidades de convencer a alguien, o cómo producir una indignación moral contra tal o cuál político. Esos datos, comprados o robados, dan gran poder a quien los tenga, procese y sepa cómo utilizarlos.
En definitiva, Facebook, como cualquier empresa, busca maximizar sus ganancias. Cada vez que toma una decisión que no está regida por ese objetivo, sufre el castigo de los accionistas. Con más de 2.700 millones de usuarios mensuales (casi un tercio de la población mundial) Facebook está en condiciones privilegiadas para modificar “normas sociales”, más en tiempos de pandemia y digitalización. En el pasado lo hizo de forma sutil, de a poco. Las veces que se apuró debió retroceder, como en el actual caso de Whatsapp. La reacción social frente al blanqueo de algo que ya ocurría, está marcada por el escándalo de Cambridge Analytica, la inestabilidad política en algunos países centrales y el rol que tienen las noticias falsas.
Facebook siempre retrocedió un paso solo para avanzar dos, aunque con más cuidado. ¿Lo logrará de nuevo?