Opinión
Tres ideas sobre la marihuana
En este artículo postulamos que (1) la marihuana no tiene plena aceptación social; y quizá por ello, (2) sigue siendo ilegal sin razones suficientes; mientras que (3) dicha ilegalidad “causa más mal que bien”, parafraseando la definición que el padre del utilitarismo, Jeremy Bentham, dio sobre la penalidad.
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Pese a la apertura que se alcanzó en determinados círculos, numerosos estudios de opinión informan que la marihuana sigue siendo socialmente reprobada por las mayorías. Es tenida por una “droga” —en sentido peyorativo, no como sinónimo de fármaco— y por ello descalificada. El usuario sigue siendo, al menos aquí, parte del conjunto de los “desviados”, según las categorías de Howard Becker en su libro «Outsiders. Hacia una sociología de la desviación», de 1963, cuyos capítulos 3° y 4° son de lo mejor que se ha escrito sobre las prácticas del consumo de marihuana.
Estas apreciaciones son creencias socialmente arraigadas pero sin fundamentos, como tantas que aún existen. ¿Cuantos siglos también creyó la humanidad que el sol giraba alrededor de la tierra? Todavía hoy en el lenguaje, por el que interactuamos con la realidad, decimos que el sol “sale” y se “pone”.
No hay consenso en la ciencia acerca del daño que causa la marihuana. Tampoco sobre sus efectos terapéuticos. La comunidad científica alberga posiciones encontradas. Hay al respecto más “ideología” que comprobaciones empíricas. Lo que sí es claro es que no causa el daño de las drogas sintéticas, como la heroína o la cocaína, que, por esa razón, deben perseguirse legalmente. Es claro asimismo que el eventual perjuicio de la marihuana es inferior al causado por el tabaco y el alcohol, según se aprecia del gráfico que acompaña la nota. La marihuana es menos dañina y menos adictiva que el tabaco y que el alcohol. Sin embargo, estos son legales y aquella, no.
¿Qué razón, entonces, justifica la ilegalidad de la marihuana?
Es una decisión de “mero ejercicio del poder” por parte de todos aquellos factores que configuran el listado estatal que define el concepto jurídico de “estupefaciente”. He aquí lo fundamental: es el derecho —como instrumento o brazo del poder— y no la ciencia, lo que definió que la marihuana es un “estupefaciente” y con ello le adjudicó su sentido negativo, recogiendo —y a la vez retroalimentando— la valoración social.
Acá viene la tercera idea sobre el atributo performativo de poder, como han teorizado Michel Foucault, Giorgio Agamben y otros autores de la “biopolítica”. Del mismo modo que la ley “crea” qué es lo ilegal, la ilegalidad “crea” la marginalidad y la delincuencia. Esta tesis ya aparece en la carta de San Pablo a los romanos, cuando señala que “donde no hay ley, no hay transgresión” (Rom. 4, 15).
La prohibición de la marihuana causa más mal que bien. Se criminaliza una conducta sin razón, marginando al usuario del marco legal, que termina, por tanto, acudiendo al “orden clandestino”. Este mercado ilegal perjudica al usuario y a la sociedad. El primero, expuesto a la criminalización, compra “lo que venga” y a cualquier precio, alimentando el vasto negocio del narcotráfico. La sociedad se perjudica por la existencia de las mafias que se originan en la prohibición (el máximo ejemplo histórico es lo ocurrido en Estados Unidos en los años 20′ del siglo pasado con la Ley Seca, que tan bien relatan las películas sobre gángsters). Estas mafias son infinitamente más dañinas que el consumo en sí. Y esas mafias, ciertamente, incluyen a las fuerzas de seguridad, que son las grandes “reguladoras” de qué es lícito y qué es ilícito, al detentar —en el “campo”— el poder de poner (o no poner) en funcionamiento a la ley formal y decidir a quien se persigue y a quien se encubre.
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