¡Cuidado con las plantas!
Entre fines de marzo y principios de abril es cuando florece el cannabis. Es también tiempo en que aparecen los robos a plantas próximas a ser “podadas”. Distintas publicaciones en redes sociales denuncian esos hechos, que son especialmente dañinos cuando el cultivo sustraído ha sido con fines terapéuticos.
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Una de las quejas frecuentes es que, como tener plantas de cannabis es delito, las víctimas no pueden acudir a denunciar esos robos aun cuando suele tratarse del ingreso violento de desconocidos a su vivienda o patio. Esta circunstancia, sostienen, garantiza impunidad de esos robos que siempre quedarán como una “cifra negra” del delito. Ocurre algo similar a lo que sucedía en el aborto clandestino, en tanto la mujer que sufría un inconveniente durante la práctica evitaba acudir a un hospital público, ya que era una suerte de confesión del delito. Prefería silenciarlo aún a riesgo de morir.
Esos argumentos son razonables. Pero no parece ser la solución al problema.
Denunciar no cambia la situación. Ni tampoco previene hechos futuros, que es el objetivo que tiene el derecho penal y el derecho en general. La denuncia no implica que se esclarezca qué ocurrió. Es tan solo iniciar una investigación. ¿Tiene acaso sentido? ¿Tiene sentido sobrecargar todavía más a los fiscales y a la policía?
A su vez, si por ventura se descubriera quién fue: ¿en qué cambia? ¿Se recuperará la planta? ¿Se volvería al pasado, para sentir que nada pasó? Lo que ocurrió, ocurrió. Por eso el derecho, antes que castigar, debe prevenir, porque el castigo como tal no repara el daño.
La explicación es económica
La solución ha de atacar la raíz el problema. El robo de plantas tiene sentido por su valor económico. Nadie roba margaritas o jazmines. Es claro, a su vez, que existe algún tipo de cálculo en quién va a “emprender” un delito. El esfuerzo que supone, los riesgos que corre, tendrán sentido dependiendo en buena medida de cuánto es el botín. Nadie roba por deporte. Por eso es más tentador robar un banco que una despensa.
Las plantas de marihuana tienen un valor de mercado superior a muchas joyas. Parece un ironía pero no lo es. El “rinde” de una planta de cannabis en tierra puede superar el medio millón de pesos. A esa cifra se llega luego de multiplicar la cantidad de “frascos” de flores que da una planta, por el valor de venta (ilegal) de esa medida estándar, que oscila los $ 10.000 o más por unidad.
Esos valores explican el volumen del negocio involucrado y por qué está en expansión. Vale decir, que se trata de un “mercado” atractivo para que ingresen nuevos oferentes y eso, en general, termina acrecentando al narcotráfico como un todo, porque difícilmente las transacciones de quién asume ese “oficio” se reduzca a ofrecer sólo marihuana.
Terminar con el negocio
Los problemas relatados desaparecían desde el mismo momento en que la marihuana dejara de ser ilegal. Se terminaría el negocio. Todo el que quisiera plantar lo haría, con lo cual existiría una sobreoferta que ajustaría el precio hasta valer prácticamente nada. Nadie robaría para consumir ni para vender aquello que consigue sin mayor esfuerzo. Tampoco nadie produciría para vender porque el precio de venta no justificaría el negocio. Con cierta hipérbole, sería como vender agua de la canilla.
Es importante tener en cuenta esto. La producción de cannabis es sencilla. Casi como plantar tomates. El precio que se paga no es porque resulte costoso producirla o porque las semillas sean exóticas o por una restricción natural, como si lo sería, por ejemplo, si estuviéramos en la Antártida.
De allí que el costo de producción representa menos del 1 % del valor final del producto. El otro 99 % está dado por el carácter ilegal.
La decisión de quitarle el carácter ilegal sería fulminante para el narcotráfico. Se terminaría el negocio. Nadie trafica pasto. Y nadie entraría a robar a una casa para llevarse un jazmín.
Posdatas.
Dos posdatas. La primera, que las ideas acerca que el delito es un “cálculo” para el delincuente y que la función del derecho, como “regulador de expectativas”, es desalentar esa “ganancia”, a través de distintos incentivos (premios) y des-incentivos (sanciones), forma parte de una larguísima tradición jurídica que se remonta al padre del utilitarismo, Jeremy Bentham. Estas escuelas tienen alto predicamento en la filosofía anglosajona y han inspirado políticas exitosas en muchos países.
Segunda posdata. Para despenalizar la marihuana no hace falta cambiar la ley de estupefacientes. No hace falta, por tanto, que deba tratarse el asunto en el Congreso Nacional y se dé lugar a otra “grieta” que, como con el aborto, alongue la discusión sin soluciones útiles. La explicación es técnica. La Ley N° 23.737 que criminaliza los “estupefacientes” no dice cuáles son tales porque se trata de un listado esencialmente variable. La lista de qué es y qué no es estupefaciente la hace el Poder Ejecutivo. Es decir, la decisión de despenalizar es del Presidente Alberto Fernández, el profesor de derecho lector de Bentham.
Sobre el autor: cristian-salvi.blogspot.com