Por Valentina Bruno

Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Cerrito, 628, Teatro Colón. Allí Virginia con tan solo 10 años se preparaba para hacer su primer solo, en uno de los que se consideraba, el mejor teatro del mundo. Pronta a subir las escaleras del escenario, sentía como su corazón latía a gran velocidad. Tomó coraje y salió a cantar en aquel enorme escenario.

Corría el año 1985 cuando asistía al colegio Maximio Sabat Victoria. Fue allí donde por primera vez cantó en la clase de música guiada por su profesor.

Le tocaba preparar una canción para su clase, esta vez sería el Panis Angelicus, canto religioso considerado uno de los cinco himnos escritos por Santo Tomás de Aquino en latín.

Se concentraba en su respiración, al momento de cantar, sentía como sus manos sudorosas entrelazaron sus dedos y continuaba cantando. Cuando terminó, sintió calor en sus mejillas, se había ruborizado. Levantó la cabeza para mirar hacia el frente del salón, donde se encontraba su profesor, esperando una mirada de aprobación, y este la miró sorprendido y la felicitó. Minutos después él le habría comunicado que ella haría el solo de esa canción.

Los días pasaron y su profesor se acercó con una propuesta. Le ofrecía estar en un grupo de canto en el Teatro Colón. En coro de niños, dirigido por Valdo Sciammarella, músico, compositor y director de coros de Argentina, con quién él tenía contactos y la presentaría con el mismo solo que iba a hacer en el acto escolar. Ella aceptó la propuesta.

Su primera clase. La guiaron al salón de ensayo del teatro que se encontraba en los subsuelos del mismo. Organizada en gradas y sillas, con un piano abajo. Ubicaban a los niños según sus voces, en primera, segunda, tercera y cuarta voz, mezclados niños y niñas, allí vocalizaban y ensayaban canciones próximas a presentarse. Ensayaban canciones, de repertorio, nacional, folclórico, religioso, partes de óperas, corales o solistas.

Virginia era una niña con mucha capacidad de imaginación, muy dulce y con muchos sueños e ideales por cumplir. Uno de ellos era cantar, y disfrutar de la música. Allí uno de sus sueños iba tomando camino, cuando por fin asistió a las clases.

Llegando al teatro su rostro se iluminaba, parada enfrente de la puerta se repetía así misma, hoy sí. Si bien le encantaba cantar, sabía que era muy tímida y le faltaba coraje a la hora de hacerlo. No tenía la suficiente confianza en ella misma y en el talento que tenía, se quedaba en su zona de confort. Pero todos los días con la electricidad que le pasaba por el cuerpo cuando cantaba, se repetía mentalmente, la próxima sí.

Comenzó, de a poco, a ver un mundo de posibilidades. Tuvo sus primeras publicidades, participó de eventos, cantó en teatros de provincia, en el Teatro Colón en óperas como Parsifal, La Boheme donde conoció a Pavarotti, cantó en una ópera de niños Los Globolinks, hasta llegó a cantar en la Embajada de Estados Unidos en vísperas de Navidad, en televisión entre un montón de experiencias más. No podría ir mejor, a pesar de su falta de confianza pudo al final abrirse y ver el infinito de posibilidades.

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12 de mayo de 1989 luces de colores resaltan en ella. Rodeada de gente. Se movía al son del compás de la música que oía, no era algo que no hubiera hecho antes. Estaba en una pequeña fiesta de alumnos. Esbozaba una leve sonrisa y reía cuando sintió que alguien llamaba su atención al posar su mano sobre su hombro.

Era la tan esperada invitación a bailar, como las de película, que soñaba en su romanticismo innato a la hora de dormir.

Bailaron. Ella esperaba que él hubiera podido sentir eso, ese flechazo. Pero llegó el momento de irse, ambos dejaron escapar una sonrisa tímida. Santiago se despidió con un beso en la frente, como quien quiere quedarse en ese momento para siempre. Así se despidieron.

Los días pasaron, pero por suerte se acercaba el cumpleaños de Virginia, quien planeaba festejarlo. Pero no paraba de pensar y dar vueltas en su cabeza todo lo que había pasado. Por eso decidió llamarlo, un poco avergonzada, nerviosa y con las manos sudadas, tomó el teléfono y marcó. Unos minutos más tarde con una gran excitación colgó. No pudo evitar tener una sonrisa de oreja a oreja por el resto del día. Él había atendido, y había aceptado con gusto la invitación.

Llegó el gran día, pero ella sabía que lo importante llegaría al final. Todos se habían ido cuando lo acompañó hasta la esquina para despedirse. Y en esa esquina, junto a la avenida, con la pared de fondo medio desgastada, de color blanco, mohosa, pero a la luz de la luna, en noche casi inimaginable, Santiago se declaró. A partir de ese momento, vivieron una aventura día tras día.

A medida que avanzaba la relación la fantasía de Virginia de formar una familia, se hacía cada vez más real. Con él veía un futuro y la posibilidad de cumplir otro de sus grandes sueños.

Años después, finalizó sus estudios secundarios, con una decisión ya tomada: dejar el colon. Lo dejó.

En 1991 sintió un apagón. Su cuerpo había dejado de sentir las luces del escenario, dejó de sentir como vibran las maderas del piso con la música. Pero sabía que no lo dejaría de hacer nunca, aunque no se quedara en ese lugar siempre, para hacerlo.

Mientras caminaba a su casa, su cabeza daba vueltas, y sus pensamientos se inclinaban hacia un lugar específico, aunque no quisiera creerlo. Comprendió que el cantar lo veía como un hobbie, una forma de expresión, pero a fin de cuentas no quería eso para su vida, no lo veía como una fuente laboral.

Comenzó a trabajar para pagar sus estudios terciarios para luego cumplir su sueño más grande, casarse y formar una familia.

Años después se casó con Santiago.

Contenta de su decisión, hoy está orgullosa de ser mamá, mi mamá. “Cantar donde sea siempre da satisfacción y cuando tuve la oportunidad a pesar de no tener la formación suficiente, intenté alentar a los demás para que lo utilicen como un medio de expresión”.

Recuerdo una ópera

Virginia, en el centro, sonríe junto a sus compañeras del colegio.

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Ella cantó en el Colón