Mi vieja mentía. O sea, no era mitómana, pero de tanto en tanto faltaba a la verdad. No eran grandes mentiras ni tampoco creo que buscaran un objetivo deshonesto. Creo que mentía porque sus días le parecían demasiado aburridos, chatos.

Ojo que no estoy hablando de esas mentiras que nos hacían creer las madres de los de mi generación: si te tragás el chicle te morís, no juegues con fósforos a la noche porque te hacés pis en la cama, si te metés a la pileta después de comer te agarra un calambre y chau. Podría decir que esas no eran mentiras: mitos, creencias, maneras más o menos fantasiosas de que los pibes no jodieran demasiado.

Mi mamá tenía de esas y de las otras. Sutiles, innecesarias, hasta ingenuas.

La que primero se dio cuenta fue mi hermana; lógicamente, es tres años más grande que yo. Un día la encaró de lleno:

-Mamá, estás mintiendo.

Mi vieja se quedó sin palabras y salí yo en su defensa.

-Callate, nena. Cómo le vas a decir eso a mamá.

-Vos no te metas, papanata. Mamá: decí la verdad.

Y mamá intentó una salida airosa de la incómoda situación. O sea, mentirosa pero no obstinada.

Con eso, mi hermana se dio por victoriosa. Y yo no entendí nada, como con gran parte de las cosas de mi vida por aquellos años. Sin embargo, desde esa vez comencé a prestar más atención a sus relatos, a las cosas que contaba que le habían pasado en el día o cuando iba a visitar a un pariente o a comprar algo al centro.

Siempre había un hecho fuera de la común: una vieja que se había caído delante de ella y tuvo que ayudarla, un señor al que le robaron la billetera en el almacén, un perro que se caía a un pozo ciego en un potrero. Cuando llegaba a esos tramos del relato yo miraba a mi hermana y de alguna manera ella asentía con un gesto indubitable: mamá estaba mintiendo.

Obviamente, mi vieja se percataba de esos intercambios de miradas en sus hijos. Así las cosas, los engaños se hacían cada vez más tenues, casi imperceptibles. Así y todo, sus relatos no dejaban de ser atrayentes.

Recuerdo particularmente uno de ellos. Yo tendría ocho o nueve años. Nos habíamos sentado a cenar, momento indicado para que mi vieja hiciera un balance de la jornada, preguntándonos qué habíamos hecho y si estaba todo preparado para el colegio al día siguiente. Luego era su turno.

-No saben lo que me pasó hoy.

Con ligeras variantes, sus comentarios comenzaban de esa manera. Tenía, además, el timming de todo buen contador de historias: pausas, silencios, giros, cambios de tonos, acotaciones al margen. Y nos hacía partícipes de la situación.

-¿Vieron que hoy tuve que ir al centro a comprar los botones para tu camisa, hijo?

-Sí.

-Bueno. Venía caminando, ya había oscurecido. Y cuando bajé el cordón para cruzar la calle, veo que algo brilla en el empedrado. No podía distinguir qué era, pero me llamó la atención. Me acerqué unos pasos y… ¿saben lo que era?

-No, mamá, ¿qué?-, ese seguramente fui yo, porque mi hermana ya no quería prestarse a esas complicidades.

-¡Un reloj!

Mi hermana apoyó el tenedor en el plato. Lo revoleó, podría decirse.

-¡Ah, sí! ¡Dale, mamá! Mirá que va a haber un reloj tirado en la calle.

-Yo pensé lo mismo, hija. Pero sí: era un reloj pulsera, con malla metálica. Eso era lo que brillaba…

A esa altura del relato, yo no podía reaccionar. Porque si algo deseaba a mis ocho o nueve años –recién se me cumplió el deseo a los doce- era un reloj. En ese instante pensé que mi mamá se iba a levantar de la mesa para volver con su cartera y de adentro iba a sacar el reloj: el que yo quería. Lo debo haber pensado tan fuerte, que ella evitó seguir dándole vueltas al asunto y apresuró el final:

-Cuando me fui a agachar para agarrarlo, ¡pasó un auto y lo pisó! Casi me atropella porque el hombre que manejaba no me vio…

-¡Basta, mamá! -dijo mi hermana y se levantó de la mesa-. No como más. Me voy a la cama.

Yo no podía salir de mi conmoción. Pero lo intenté haciéndole un sinfín de preguntas: en qué esquina había sido, cómo era el reloj, por qué no se agachó más rápido, por qué no se trajo los pedazos y en una de esas se podía mandar a arreglar… Preguntas sencillas, que ameritaron respuestas extensas y comprensivas de su parte.

-No te pongas así, hijo. Seguramente era un reloj que no andaba, por eso lo tiraron. Ya te vamos a comprar uno.

-Yo también me voy a la cama, mamá. Tengo sueño.

Obviamente, mi hermana estaba esperándome despierta. No quise que me dijera nada. Tenía que elaborar solo el asunto. O quizás, llorar mi mala suerte en silencio y sin que nadie me viera. No pudo ser.

-Viste, nos mintió otra vez.

-No puede ser.

-Ah, claro que no. Mirá que se va a encontrar un reloj tirado en la calle y justo cuando lo está por levantar lo pisa un auto… Sos tonto, nene.

-Pero ella sabe que yo quiero un reloj. No puede mentir con eso.

-Bueno, capaz que no se acordó. Qué sé yo. Pero que mintió, mintió.

-Sí…

Esa noche tardó en entrar a la pieza, como siempre, para taparnos, darnos un beso y desear que soñemos con los angelitos.

A la mañana siguiente todavía me duraba la tristeza. Encima, tenía que ir al colegio. Salí de casa a la misma hora de siempre y a las siete y diez había llegado a la esquina, donde habían ocurrido los hechos del relato de mi mamá. Recién estaba amaneciendo y nada brillaba con las luces del alumbrado público, apenas un trozo de algo que podía ser una lata o un tornillo. Me agaché casi sin pensarlo: ahí estaban, incrustados entre las juntas de los adoquines y tapados con arenilla y barro, eslabones de acero y más allá, junto al cordón, en medio de un charco, el aro de la esfera. Metí la mano en el agua y lo saqué. Estaba partido, pero seguía conservando su perfecta redondez.

Me quedé un ratito sentado en el cordón de la vereda.

De a poco, dejé de sentir la tristeza con la que me había dormido y despertado.

Sentí otra.

Creo que fue ahí que descubrí que podía existir más de una tristeza.

Últimas Noticias

Últimas Noticias

Nuestros medios

Tristezas

Sobre el autor