Suele ocurrir con los cajones donde van a dar los objetos que no tienen un lugar preciso -ni la alacena ni la biblioteca ni el cajón de los cubiertos-; uno va en busca de un paquete de velas y se encuentra con un viejo encendedor tipo carusita. Y a partir de ese momento, la mente se dispara para cualquier lado. Por lo general, rumbea para los recuerdos.

Algo así me ocurrió el otro día. No estaba buscando en la caótica materialidad del cajón de objetos indefinidos, sino en la computadora. Buscaba un archivo de texto y me encontré con una fotografía en la que me muestro sonriente junto a mi prima Ale. Yo tendría unos seis años y ella, un poco menos. Su sonrisa, ciertamente, era mucho más amplia que la mía.

Por supuesto, me desentendí del texto que buscaba y dejé que la memoria hiciera su parte.

Alguna vez un escritor dijo que los recuerdos de la infancia y adolescencia son la materia prima de la que se nutre buena parte de la obra de un autor.

Y yo sospecho que ha de ser cierto, porque sin ser escritor algunas de las situaciones de las que me valgo para estas columnas tienen su origen en aquellos años.

Por caso, el olor a las tardecitas de verano. Cada quien ha de guardar su aroma preferido: los que pasaban las vacaciones en el campo, el olor a tierra y ausencia que se respira en la soledad del atardecer; las casas de los abuelos también estaban perfumadas con esencias de algo parecido a la alegría; hasta la ciudad, ruidosa y sin encanto, solía darnos la fragancia de las macetas de malvones recién regados.

A mí se me viene el olor a mar y a bruma, de cuando el viento comenzaba a soplar fuerte del lado de la costa y recorría las cuatro o cinco cuadras hasta la casa de mi abuela.

En las tardes de aquellos perfumes yo tenía la edad de la foto. Mi prima era compañera de andanzas. Teníamos toda una cuadra para disfrutar de una esquina a la otra sin cruzar la calle.

Además de la playa y del café con leche que nos hacía la abuela, había un par de placeres más para disfrutar a esa hora. Uno era la vuelta manzana a caballo. Por aquel entonces había caballos de alquiler, unos petisos mansos y resignados que trotaban junto al cuidador que los llevaba de tiro en bicicleta.

Como éramos clientes, a Ale y a mí nos hacían precio; algunas monedas que juntábamos durante el día nos aseguraban el paseíto cotidiano. Al cabo de algunas semanas, conocíamos el nombre y las mañas de cada caballo. Para el final del verano, ya nos habíamos hecho amigos.

Y luego de la vuelta manzana a caballo, llegaba el tío Nino en su motoneta celeste. Un tano parco pero bueno, que se casó de grande con una de mis tías. Salía del trabajo y pasaba a buscar a su esposa por la casa de mi abuela. Pero antes, tenía que cumplir el rito de llevarnos a dar una vuelta en la Isso.

Primero a mi prima -como buen caballero- y después a mí. Recién entonces podía llevarse a mi tía. Doblaban la esquina y por algunos instantes más, el ruido de la moto alargaba la despedida.

De aquellas tardes con perfume a mar también me han de venir algunas ideas: libre como el viento, breve como la alegría, noble como un caballo.

No son, por cierto, grandes ideas para la literatura. Pero sí para sentirlas como propias.

Hace tiempo me “reencontré” con mi prima, en Facebook. Charlamos durante un tiempo y nos prometimos un encuentro. En sus publicaciones vi imágenes de una señora grande, acordé a su condición de abuela. Con algo de suerte, ella habrá encontrado algo similar en mí. Sin embargo, en esas pocas fotos que vi no estaba aquella sonrisa de infancia.

Desde entonces, fui varias veces a Mar del Plata y por alguna razón no le avisé. No sé si tendré hoy, siquiera, esa sonrisa más pálida que la suya.

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