A veces, este oficio que ejerzo a diario –escribir, justamente, en un diario- trae satisfacciones. Hace algunos días, recibí un mensaje en Facebook de una de las hijas de Raúl Onorado. Algo así:

-Cuando murió mi papá, un tal Marcos Gonzalez escribió en El Eco una linda nota sobre él. ¿Es usted?

Tras la confirmación, las mínimas presentaciones y agradecimientos del caso, me invitó a decir aquello que había escrito en el acto de homenaje que se le realizó a su papá, ayer al costado del Murallón.

Creo haberle aclarado –y si no lo hice debí hacerlo- que no conocí a Raúl. Que lo nuestro no fue mucho más allá de algunas palabras y tal vez alguna entrevista para el Diario. Y si se me permite hacer un paréntesis, lo haré: me gusta conocer a las personas así, como “de afuera”. Es más, a la gran mayoría de las personas a las que conocemos en nuestra vida lo hacemos de esa manera. Así las cosas, solo podemos conocer aquello que la persona quiere ser, que le gustaría ser. Con eso a mí me basta. Hay quienes pretenden ser malandrines y lo logran; otros, como Raúl, quieren ser buenas personas. Y también. Hay, de un lado y del otro, sujetos que quedan en los intentos o llegan a su objetivo de casualidad. Porque todos hacemos de nuestra vida más o menos lo que podemos. Cerré paréntesis. Y ya que estoy, cierro el tema del merecidísimo homenaje a Onorado. Con los abrazos de su compañera y de sus hijos me siento ampliamente retribuido en mi oficio de escribir.

A lo que iba es que uno de los que habló ayer fue Mario Raimondi. Entrañables palabras para su compañero rey mago, de cómo lo cuidaba, de cómo se preocupaba para que las cosas salieran cada vez mejor, de cómo su compromiso con la gente iba mucho más allá de las navidades y los días de reyes.

Mientras lo escuchaba, lo veía a Mario. Y como suele pasarme con los de mi generación, al que estaba viendo era al muchacho que conocí de pibe, de adolescente. Tiene, Mario además, esa saludable característica de que los años no le han cambiado rotundamente el aspecto. Si lo vi como al muchacho de entonces, es porque algo o mucho de ese muchacho aún conserva.

Es un poco más grande que yo –tal vez uno o dos años-, lo que por aquellos años significaba cierto respeto de mi parte. No éramos de la misma “banda”; él estaba con los queridísimos Esteban Berrozpe, el Mono Viana, el Francés Margueritte; también Oscar Boragini, Fernando Lapera, el Vasco Lejarreta, el Cabezón Cagliolo, el Flaco Vallejos y algunos más, claro. Frecuentábamos los pocos lugares que ofrecía aquel Tandil de la dictadura: por ejemplo, El Ideal por las tardes; El Cisne, por las noches.

Y en esas noches que se hacían madrugada se daba lo de compartir las mesas, en las que además estaban el Turco El Hage, Walter Ferreyra Ramos, Jorge Grovpman, Angueto, el Maguila...

La plata nunca alcanzaba para algo más que el café o en el mejor de los casos un Zumuva blanco o un Zaragozano. El lujo era acceder al Patty de El Cisne –algo así como un manjar-. Pero había algo de ostentación en eso. De manera que quedaba reservado para el que iba a cenar con dos o tres del grupo y no para el que llegaba a la sobremesa, donde reinaban los pocillos vacíos y los vasos a mitad de camino.

Por aquello del respeto a los mayores –aunque me llevaran un año-, las veces que me tocaba integrar esas mesas me autosometía a esa regla no escrita que impone hacer silencio y escuchar a los que saben, salvo que lo que tuviera para decir fuese de una gracia o una inteligencia sublimes. Es decir, siempre permanecí callado. Con lo cual escuché y mucho a esos tipos que hoy tienen mi edad y por entonces no sé si querían cambiar el mundo –eso se propusieron los que nos antecedieron y lo pagaron caro-, pero sí lo imaginaban. Con la música, con la poesía, con la pintura o el dibujo o con un par de ideas adorablemente demenciales.

Y de tanto escuchar, me fui forjando ese mundo, lo hice mío también. Es el mundo que soñé y con el que sigo soñando y por estos días parece estar cada vez más lejos.

Entre esos forjadores de mundos estaba Mario, el Pata Raimondi. Luego fue ni más ni menos que Rey Mago. Qué tal. Y como si eso fuera poco, se comprometió de lleno para que los más pibes pudieran estar lo más lejos posible de la pesadilla de un mundo –este- que en nada se parecía al que se soñaba en aquellas mesas.

Ayer lo volví a escuchar a Mario. Y a hacer silencio, como corresponde.

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