Hace unos días me desperté –o casi- con esa sensación extraña de no saber bien nada. Como formateado. O quizás no tanto, pero sí como cuando el sistema operativo necesita de una actualización. Proceso que nunca se sabe cuánto va a durar: diez minutos u hora y media. Un período de tiempo en el que no se puede hacer nada, pero tampoco “apagar el equipo”, como sugiere el mensaje en la computadora. Apagar el equipo sería seguir durmiendo.

Es una sensación que me ocurre de tanto en tanto –como después de una siesta larga- y me genera un desconcierto que no me agrada.

El escritor Hernán Casciari disfruta de esos momentos a los que llama “petit Alzheimer”

A mí me provoca lo mismo que despertarme con los ojos pegados o con una nube en la vista. Es decir, pronto quiero salir de ahí. Lavarme la cara suele ser un buen remedio para lo uno y lo otro.

Será por eso que no me gusta dormir con las luces apagadas.

Será por eso y será también por los miedos (pero de estos hablaremos -o seguiremos hablando, mejor dicho- otros días).

Al cabo de años de convivencia con gente “normal” me acostumbré a apagar la luz del velador, pero no así la de algún pasillo, alguna luz distante, una lámpara del living.

Porque resulta que soy de despertarme de madrugada. Y el problema no es la oscuridad absoluta (si es que existiera alguna habitación totalmente hermética), sino la penumbra.

Nada es como se lo conoce durante esos momentos. Las sombras, las opacidades, los brillos, las cosas en general suelen cambiar de aspecto en la penumbra.

En ese instante "entre el vivir y el soñar" (según cuenta el propio Casciari, citando a Machado) se estira bajo los efectos de la penumbra.

Un placar semiabierto puede ser la entrada a un abismo; un suéter dejado al descuido en el respaldo de una silla, un cuerpo inerte o peor aún, con algo de vida; los dedos de una mano que asoman entre las sábanas (aunque sea la propia) extraños insectos. Kafka lo ha sabido describir con precisión.

Y ese lapso en el que la vista se acostumbra a las sombras y la mente busca explicaciones mínimas, procesos de reinicios, actualización del sistema, suele ser insoportablemente agobiante. Uno no sabe si volver a cerrar los ojos para convencerse de que es un sueño o saltar de la cama en busca de algo de luz que clarifique la vida.

Se me hace que hay, en esa clase de desconciertos, una suerte de ensayo de la locura.

Por eso prefiero dejar una luz encendida cada noche.

Se me dirá que con las tarifas dolarizadas y los subsidios suspendidos, revea mi postura.

De ninguna manera: lo que cuesta, vale.

No estoy en edad de sobresaltos ni disgustos.

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