-Hijo, vení a comer.

El primer llamado, en volumen normal; el segundo, fuerte. El tercero, a los gritos acompañado por un chiflido.

Mi hijo está entrando en la adolescencia acatando todas las ceremonias tradicionales: se encierra en su pieza, se calza los auriculares y pone el sonido al máximo.

No me doy la chance de un cuarto llamado porque van a venir los vecinos a pedirme si puedo dejar de gritar. Subo y abro la puerta.

-¿Qué hacés, pa? Te dije que tenés que golpear antes de entrar.

-La cabeza te voy a golpear… No me oís. Hace media hora que te estoy llamando (en esta clase de exageraciones, me gusta parecerme a mi mamá). Bajá a comer, hacé el favor.

Digamos todo: todavía no entró de lleno en la adolescencia. Cuando lo haga, esgrimirá su enojo ante mi enojo. Por ahora, se permite ponerse contento con la noticia de la cena

-Uh, qué bueno… Qué hay.

-Pizza. Amasada por estas manos que ves acá. Preparate: difícilmente hayas probado algo así. No te prometo que vuelva a hacer otra tan rica

-Hagámosla bien: subimos la pizza, la bebida y te invito a mi pieza a ver una película. Yo elijo.

-Dale, ayúdame con los vasos.

Al rato cada uno estaba devorando la primera porción: la mía tiene con doble ración de tomate.

-¿Cómo que no te gusta el tomate?

-Nunca me gustó. Te entiendo, soy el quinto de tus hijos. Menos mal que te acordás cómo me llamo.

-Dale, traumado. Qué vamos a ver.

-Esta debe estar buenísima.

Siete u ocho años atrás, hubiéramos visto por centésima vez Toy Story 2 o Madagascar; hace cinco años, Campamento del Fin del Mundo (25 veces) o la de Mr. Bean (22). Hoy busca estrenos.

Por suerte, va superando etapas. Le quedan algunas. La vez anterior me hizo ver la última película de Jenifer López. “Muy buena, ¿no? Emocionante. No, emocionante no; emotiva creo que se dice. ¿Te gustó?...”, concluyó.

Le dije que sí. Y omití advertirle que cuando vea a J Lo como protagonista de algo, apague el televisor, desenchufe la corriente, se dé de baja a la plataforma o salga a dar vueltas manzanas hasta que se le pase.

Pero este domingo de pizza vino con cine catástrofe. Resulta que una tiburona, tal vez por alguna modificación genética o algo que no vi (varias veces se me cayó tomate el piso: “papá, terminá de ensuciarme la pieza”…. “Bueno, nene, esto es más tomate que pizza, qué querés….”) creció de manera desproporcionada, se comió a cuatro científicos y como si fuera se instaló en el Sena. Y empezó a tener cría.

Luego, los ingredientes más o menos conocidos: la lucha de un grupo juvenil por salvar a la animalita, la científica que quedó viuda y un poco para atrás después de aquella catástrofe, un triatlón internacional en el río, la alcaldesa parisina que no quiere saber nada con suspender el evento, el policía bueno y todos los actos heroicos.

Pero la cuestión es que mi hijo me fue “cantando” lo que iba a pasar. A saber:

-Esa es la protagonista, seguro (dos minutos de empezada la película).

-A este es al primer que se come el tiburón.

-Uh, la chica esta termina mal.

-El policía –que es otro protagonista- se enamora de la mujer.

-A este policía negro se lo come, a este otro también y a aquel de allá.

-Siempre los que mueren son los negros.

Interrupción erudita de mi parte:

-No, hijo. Eso ocurre con las películas de Hollywood, las norteamericanas. Esta película es francesa.

-¿Y…? Vas a ver…

Efectivamente: se comió a un policía negro, luego al otro y al tercero, casi por obligación.

Con una París devastada y medio inundada, la científica traumada y el policía bueno –a punto de fenecer- observan desde una cúpula que los mantiene a flote, cómo los tiburones (que a esa altura se reprodujeron de a millones), les revolotean alrededor.

Última intervención de mi hijo:

-Un poco obvio el final, ¿no?

-¿A vos te parece? Hay finales abiertos, pero este me parece que ni siquiera es un final. Como que le faltaron diez minutos de película.

-Por eso, papá. Se viene la segunda parte. Viste que es una de las películas más vistas (según el ranking de la propia plataforma), bueno, te preparan para que la segunda parte también sea la más vista. Funciona así.

Doce años tiene. Y es cierto: la película está entre las de mayor audiencia. Y un chico de doce años la fue anticipando casi minuto a minuto. Nada de intriga, misterio, giros, vueltas de tuerca, puntos de quiebre. Nada.

No nos tratan como a preadolescentes: lo somos.

-¿Y? ¿Te gustó, pa?

-Estuvo buena. Un poco obvia, ¿no?

-Claro. Por eso gusta.

Apuré la última porción de pizza. Levanté las dos o tres rodajas de tomate que se me cayeron y volví a recuperar mi autoridad paterna.

-Bueno, hijo. Ahora a dormir, ¿sí? Mañana hay que levantarse temprano.

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Sesiones de cine con mi hijo menor (parte II)