Mediodía, cuarenta grados de calor, pleno centro, saliendo del banco donde te equivocaste de cola, esperaste cuarenta minutos y te dijeron que no hay tutía, debés sacar el papelito del turno de nuevo. Vas a cruzar el semáforo, que está en verde para vos y uno de los autos que esperan te toca bocina. Buscás el Colt 45 que traés enfundado en la cartuchera y te acordás que nunca tuviste un arma, que ese es un gesto de cuando eras chico y jugabas a los cowboys. Lo mirás al tipo con ojos de psicópata y él baja la ventanilla; cara conocida, de muchacho bueno. Ponés el dispositivo mental de reconocimiento facial y la búsqueda coincide, alcoyana-alcoyana: es tu vecino. Cambiás de gesto en un santiamén, ponés cara de vecino bueno y sorprendido, saludás con ternura y el muchacho abre la ventanilla y te dice:

-¿Vas para el barrio? Te alcanzo.

Definitivamente no es tu día. No sos vos, no soy yo, un antisocial por naturaleza, que siempre tiene una excusa a mano para esquivarle al contacto social, al intercambio humano, al acercamiento gregario (un “te agradezco, voy acá nomás…” bastaba) y vas y aceptás.

-¡Dale!

(¿¡Dale!?, así, entre signos de admiración. El calor te derritió el único fusible de dignidad que te quedaba –los otros los estallaste amenazando al empleado del banco-. Es la muerte del último ermitaño, la claudicación del anacoreta. Te arrepentís ni bien abrís la puerta del acompañante).

Adentro está lindo. El auto es sencillito, Fiat Uno, modelo noventa y pico, está cuidado y sobre todo, tiene el aire prendido. Las nuevas generaciones son así: tienen aire acondicionado y lo usan. Yo en días de calor ando con medio cuerpo afuera de la ventanilla, dejo adentro solo la mano del volante y el pie del acelerador y el freno.

Sabés que en treinta segundos vas a empezar a traspirar como un ñu que viene de escaparse de las garras de un leopardo tras correr media sabana africana. Pasa siempre, cada vez venís de afuera con calor y entrás a un lugar fresco: un manantial. Recién entonces te acordás que tenés que agradecer. O algo.

-Qué bueno que te encontré. La verdad, salí a pie pero no creí que iba a hacer tanto calor. Me salvaste…

-Sí, está bravo hoy.

Bien, el muchacho es sobrio. Educado, gentil, amable sin sobreactuaciones. Y en esos estás, cuando sentís/olés un olor extraño. O no tan extraño, típico. Algo disimulado con el difusor que está colocado estratégicamente de una de las bocas de salida del aire –un aroma estilo frutos del bosque, aromas de la espesura, fragancia tropical-, pero es típico.

Pobre muchacho: venía solo, tranquilo en el auto, disfrutando del aire mientras afuera el mundo se derretía entre el adoquinado y el macadán. Se permitió un desahogo y justo caés vos, interrumpiéndole su intimidad, exponiéndolo a la vergüenza, a tener que dar algún tipo de explicación. Lo mirás de reojo y lo ves incómodo, pobre pibe. Cómo decirle que no es necesario que te explique nada, que sos un hombre, una persona grande, con experiencia, tolerante con las convocatorias orgánicas, con los deslices imprevistos, con el factor humano y primordial. ¿Cómo decirle? Hablando. Porque sos de los estúpidos que piensan que la gente cuando escucha no huele o no ve o no siente. Que un sentido suprime los otros cuatro. Onda el que está saboreando un helado se vuelve sordo. Algo así. Y hablás y hablás. Del barrio, tu casa, su casa, Boca, el tiempo, la lluvia, la factura de gas, el kilo del osobuco, el banco, los trámites bancarios, el Tandil de ayer y de hoy. Un parlante fuera de control, sobregirado. Sentís que además de hablar, y tal cual las sospechas, transpirás.

Es decir, lo que ve el muchacho cuando mira de reojo hacia tu lado, es un loro que acaba de salir de un estanque y enloqueció. Y todavía faltan tres cuadras para llegar a tu casa. El olor ya es indisimulable. Hacés un esfuerzo más para seguir hablando y no te sale. Es el segundo, el instante que el muchacho estaba esperando para decir lo suyo. Quizás todo ese esfuerzo no sirvió y el pibe se vea obligado a confesar los motivos del fuerte hedor en su auto:

-Disculpame –te dice. Él, pobre hombre, te pide disculpas-. Me parece que pisaste caca de perro. ¿Puede ser?

Las opciones son dos. Quizás tres: desmayarse, morir, comprobar si es cierto.

Sí es cierto. Ahora, a elegir entre las dos restantes.

-¡Ay, dios! ¡No te lo puedo creer! Te pido mil disculpas. Sentí algo, pero no pensé…

-No te hagás problema.

-Sí, cómo no. Dejame acá… me bajo.

-Ya estamos en la esquina.

-Dejame el auto que te lo lavo.

-Pero no, hombre…

-Haceme un favor: la próxima vez que me encuentres en el centro, hacé como que no me ves. Lo voy a entender.

-Tranquilo, tranquilo. Acordate: pisar… trae suerte. Te salvaste de venir caminando.

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