Me causó gracia el discurso triunfal de hace unos días del gobernador electo de Córdoba Martín Llaryora, cuando envalentonado por la victoria de Daniel Passerini en la capital de esa provincia se despachó con un “basta de que nos maltraten de afuera, de que nos vengan a explicar qué hacer y qué no hacer los pituquitos de Recoleta…”.

Fue una suerte de alegría ingenua y nostalgiosa la que sentí, que no estaba basada en las cuestiones políticas sino en volver a escuchar después de muchos años la palabra “pituco”.

Cuando yo era chico en mi familia se la utilizaba mucho. Supongo que en todos lados. Hasta había –si mal no recuerdo- algún comercio llamado “Pituca”. Porque no sé cuál habrá sido la intención de Llaryora (o sí la sé, pero no viene al caso), pero el término no es peyorativo en sí mismo. Una persona pituca era aquella que estaba bien vestida, prolija.

En la medida de nuestras posibilidades, todos en algún momento nos poníamos “pitucos” para alguna ocasión. Era vestirse con la mejor ropa que teníamos. Y cuando salíamos de la habitación recién cambiados, alguien nos decía “ah, pero qué pituco…”. Algo así como “qué elegancia la de Francia…”.

En ámbitos de las grandes esferas políticas –de los que juegan en primera- todos o la gran mayoría ostentan esta condición. Cuesta ver a un o a una dirigente mal vestidos o con ropa de mala calidad. Incluso para un provinciano como yo que de tanto en tanto llega a “la Capital” (que ahora se dice CABA) nos llama la atención que en determinados barrios, no solo Recoleta, la gente luzca tan pituca, hasta para ir a laburar un comercio una oficina.

Viéndolo desde el interior –sin que esto signifique un remedo de disputa entre unitarios y federales-, el porteño es casi por definición un “pituco”. O más específicamente y volviendo al lenguaje que los mayores utilizaban en mi infancia, un “petitero”. Es decir, un tipo que “empilcha” bien, con ropa cara, de determinado corte, más bien ceñido. Algo así como un “metrosexual”.

Y ahí ya entrábamos en una cuestión de clases. Porque si bien, como ya se ha planteado, en alguna circunstancia cualquier hijo de vecino podía verse “pituco”, no era para todos el calificativo de “petitero”; había que tener plata para comprarse esa ropa. Tal vez –y solo tal vez, porque no pretendo ser un exégeta de Llaryora- el mandatario cordobés debió decir “estos petiteritos de Recoleta…”.

Mi mamá solía usar los dos términos, en el sentido que aquí han quedado expuestos. Y como era muy peronista, los “petiteros” no le caían muy bien.

Pero tenía una tercera categoría, que excedía incluso las cuestiones políticas: el fifí. Cuando estaba muy enojada con alguien y ese alguien tenía ciertos aires de presumido o incluso era un petitero o un pituco, los calificaba de fifí.

-Pero qué me viene a decir a mí el fifí este…-, vociferaba.

Según su particular diagnóstico psicológico social, se podía ser un fifí a tiempo completo o tener actitudes de fifí. En esta última categoría solía caer yo, cuando por ejemplo no quería tomar la leche porque tenía “gordura”.

-Dale, no te hagás el fifí y terminate esa taza…

En tiempos en que buena parte de la clase política parece haber perdido la conexión con la gente, Llaryora me vino a dar una grata sorpresa. Me hizo evocar mis épocas de infancia.

Algo es algo.

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Pitucos, petiteros y fifís