Los pastos van raleando a medida que avanza la ruta. Ya he pasado por acá en otras ocasiones y esta vez espero no sentir esa sensación de intranquilidad pegajosa y polvorienta como el paisaje que se aplana. Atrás, en tiempo y en distancia, quedó la Córdoba sonriente y fértil de las postales.

A mi izquierda, de los viejos postes del telégrafo cuelgan nidos descuidados de pájaros que no se hacen ver. A ras del suelo, el polvo se entrevera con la sal y las manchas blancas salpican el amarillo de los yuyos y el marrón de la tierra árida como el asfalto que la surca. Un rancho que parece abandonado como los nidos se camufla y si no fuera porque apenas se eleva para recortar el horizonte inalcanzable, sería suelo también.

Son dos horas o más sobre esa recta infinita y callada donde nada puede pasar y sin embargo algo se presagia, como una lluvia que nunca llega pero se escucha.

Varios kilómetros adelante, una bandera flamea en el techo del puesto policial a la vera de la ruta. Sé que nadie va a detenerme a pedirme documentos ni a preguntarme dónde voy, de dónde vengo, qué llevo. Hay, también allí, como en los nidos, como en el rancho, como en el cielo de no llover una simulación de vida; como de algo que alguna vez haya sido o quizás vaya a ser.

Si al menos una silueta se insinuara detrás de la cortina de la única ventana; al menos, un trazo de contornos y formas que bosqueje esa presencia que observa. Que no está y observa.

Miro el tablero y la aguja de la velocidad está clavada en 110; un poco más abajo, el reloj dice que apenas pasaron algunos minutos de las dos horas estipuladas y que quedan. No hay manera de acelerar el tiempo ni de acortar distancias. Es una espera que se anda.

Conviene no pensar demasiado en ese tramo. No pensarse demasiado. Dejar que la mente se entretenga con la forma de una nube lejana, con el conteo monótono de los palos que se suceden uno detrás e igual que el anterior y el siguiente, de la sombra fugaz de una lagartija que se asoma.

Enciendo la radio, que busca hasta detenerse en un carraspeo entrecortado; detrás, parece sonar cuarteto. Apago. Hay cosas más desoladoras que el silencio: el bullicio que se pretende festivo. Hay lugares que no consienten la música. Quizás aquella vieja chacarera de Jacinto Piedra, la que hablaba de trancar las puertas porque afuera las aves grises querían llevarse un alma…

No, no conviene pensar(se) demasiado en este tramo de la ruta.

Al fin, y a lo lejos, algo verde se distingue: un arbusto, un árbol agazapado. O una ilusión.

Dos o tres cabritos pastan sobre la banquina, desentendidos. Una mujer joven, tal vez adolescente, emerge con una criatura en brazos de entre los arbustos espinosos. No me mira, observa hacia adelante, hacia dónde voy. Está esperando algo o a alguien; nada puede venir de donde vengo. De donde ella salió tampoco. Y sin embargo ahí está, con su niño apoyado en la cadera, desentendida de mí, como los cabritos y las lagartijas.

Más adelante un pueblo necesario se estará levantando de la siesta; habrá un ir y venir de motos, un viejo sentado bajo un árbol de la vereda, una mujer mirando por la ventana de una casa que obliga una curva, las vías de un tren que no va a llegar, un perro de costillas marcadas pensando lo que va a soñar cuando se eche y no duerma.

Dos minutos más y ese pueblo también será olvido. Un olvido que dejaré atrás sin pensarlo demasiado.

No conviene pensarse en esos parajes.

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