-Gracias, no me des más mate. Hoy me debo haber tomado tres termos.

En algún sentido le estoy mintiendo a mi amigo. No en lo de los tres termos, sí en lo de no querer seguir tomando. Seguiría. Pero tengo ganas de fumar.

-¿Voy a la terraza o directamente a la calle?-, pregunto.

-¿A qué?

-A fumar.

-Pero no. Abrí la ventana y asomate por ahí. ¿Tenés vértigo?

-Sí.

-¿También desde un segundo piso?

-Sobre todo desde un segundo piso. En un primer piso, soy Gardel. Y en un tercero no me animo a asomarme; el segundo marca la delgada frontera de mis posibilidades.

Abro la ventana, miro y respiro: voy a poder.

Mi amigo intenta iniciar una conversación nueva. Respondo un poco desganado y comprende que ya no tengo ganas de hablar. Efectivamente, tengo ganas de mirar el panorama de la tarde gris, desde una altura estimada en los diez (mil) metros, en una tarde de otoño.

Miro, observo, contemplo. O deliberadamente, chusmeo. Me ampara en parte la rama de un árbol que en dos o tres semanas quedará completamente desnuda.

Por la esquina y de la nada aparece una mujer. Aparece y se queda, y ese es el dato. Porque por lo general, las personas que aparecen en las esquinas desaparecen, por esa misma o por la otra. Esta mujer no: aparece y permanece.

Tiene una edad que hace juego con la época y la tarde: otoñal con destellos de sol. Su luz todavía ilumina, su calor aún entibia. O cobija, que es mejor.

De inmediato, dos pensamientos se me atolondran para acaparar mi atención. Descarto el primero, por aburrido y convencional. El otro, tiene la picardía de ciertos prejuicios.

La mujer espera a alguien (punto de partida para ambos pensamientos) y ese alguien puede ser su marido, un hijo (ha de tener un hijo o una hija, pero sobre todo un hijo de alrededor de 23 años), una hermana, una amiga, una compañera de trabajo. Descartados todos de plano.

La mujer espera a su amante. Más aún: tal vez aún no sean amantes. Quizás sea ésta la primera cita. Y ella, ahora, permanecida en la esquina, inquietantemente quieta, se esté arrepintiendo de todo. Del lugar, parcialmente transitado, del sol que asoma por momentos, de su sí que nació de un no sé que –se reprocha- debió ser un no.

Saca el celular de su cartera diminuta. Es la primera de una serie infinita de miradas al celular: para ver la hora, para encontrar el mensaje que no llega. Mira a contramano por una de las calles; gira dos pasitos y mira la otra. Si en un descuido levanta la vista y me ve, posiblemente se meta dentro de su cartera diminuta antes de arrojarse por la alcantarilla que abre sus fauces bajo sus botas (lleva botas negras, de hace dos años; el mejor vestido del placar y un saco que hace juego con su clandestinidad).

Piensa en irse, a la nada desde donde apareció ante mi vista. Lo piensa a la una, a las dos y a las tres saca otra vez el celular, desliza la pantalla, busca y escribe. Está por escribir, cuando por fin estaciona dos o tres metros más allá un auto que hace juego con la época, la tarde y ella: gris con luces bajas encendidas.

Se abre la puerta del acompañante y ella oculta el celular en el bolsillo del saco que debe ser prestado porque no encuentra la boca del bolsillo. Se zambulle por la puerta abierta con la idea de huir pronto de ese lugar. Pero quien maneja se toma tiempo para el saludo, tal vez para una palabra tranquilizadora, una broma descontracturante, para proponer el itinerario si ya no hay uno acordado de antemano.

Y yo, voyeur peligroso, determinante, fumador, certero, testigo privilegiado ante eventuales demandas no puedo ver quién maneja. Me contorsiono en la ventana, desafío mi vértigo, casi me cuelgo y recién entonces puedo verlo. Mejor dicho, verla.

Es una mujer de edad similar a la de la esquina, usa lentes de marco metálico, colita de caballo y un anillo inmenso en la mano derecha. La misma mano que toma la otra mano, la que aún no pudo encontrar la boca del bolsillo del saco prestado.

Mi imaginación juega, como mi miedo a la altura, sobre la delgada línea de los prejuicios e ingenuas ruindades de barrio.

Ha llegado la hora de apagar el cigarrillo y dar el veredicto:

-Sí, son amantes-, me escucho decir a media voz.

-¿Qué?

-Que me tomaría otros mates.

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