"Mirá", me dijo a manera de "callate". Y lo bien que hizo, porque yo tenía uno de esos momentos en que me torno insoportable hablando. Peor aún, sermoneando.

La secuencia es más o menos la siguiente:

Me piden una opinión.

Me hago rogar.

Insisten.

Doy mi opinión (incluso o sobre todo cuando no tengo opinión formada sobre el tema)

Me escucho diciendo una frase interesante y me sorprendo yo mismo.

Me desbarranco hacia una master class que nadie me pidió en torno a una cuestión que no tengo ni idea.

Mi interlocutor no era uno de mis hijos, lo que en algún aspecto justificaría el sermón en tanto y en cuanto vaya de la mano del cuidado y el cariño.

No, no era uno de mis hijos; era un amigo. Un tipo de mi edad al cual yo desde vaya a saberse qué pedestal de autosuficiencia le decía que había cometido un error. Ni siquiera eso; que pudo haber cometido un error gravísimo.

Es decir, yo me había metido en el pantanal de los "hubiera".

-Te pusiste a pensar lo que hubiera pasado..., le decía yo. Y me iba de una conjetura a otra. Hubiera pasado esto, hubiera pasado aquello, hubiera pasado lo otro. Todas tragedias, dramas, sucesos irreversibles. Posibilidades ciertas, pero que no habían ocurrido.

Hasta que mi amigo se cansó (de mí), me dijo "mirá" y el que me miró fue él, con una de esas miradas que yo conozco.

-Mirá, si mi abuela en lugar de dos piernas hubiera tenido ruedas, mi abuelo no se hubiera comprado una bicicleta. ¿Me entendés?

-Sí.

-Bueno, entonces terminala con los hubiera.

Desde ese día -y otros tantos, pero de menor impacto al mentón- trato de no caer en clases magistrales, pero rara vez lo logro. Lo que sí intento evitar es el uso indiscriminado de hubieras en contra de terceros. Es decir, me los reservo para mí, bajo la condición de restarle dramatismo.

Cumpliendo estos requisitos, el hubiera se transforma en un ejercicio tan necesario como soñar. Es imaginación, conjetura, revisión, arrepentimiento, confirmación.

El mundo de los hubieras es todos los mundos posibles. Incluso este. Quien alguna vez se topó con una bifurcación del camino por el que venía andando sabe que desde el preciso momento en que viró o siguió derecho, hubo un mundo que no pudo conocer, una vida que ya no pudo vivir.

Y así como Ireneo Funes, el personaje del cuento de Borges, necesitaría una nueva vida para relatar la vivida, el Funes de los hubiera requeriría de varias, de todas. De las vidas posibles y las imposibles.

Me gusta pensarme en algunos de esos hubiera. Me imagino jugador de fútbol, cantor de tango, martillero, soldado heroico, finado, cura, solterón, tractorista. Por cada sendero escogido, un yo distinto.

¿Física cuántica?

¿Ejercicios contrafácticos?

No sé. Por lo pronto es una buena manera de confirmarme la importancia de tomar decisiones. Habrá mentes como la de Funes que tienen la capacidad de recordarlo todo. Pero el pobre hombre no podía hilvanar los hechos.

Me conformo con vislumbrar los mundos posibles en el momento crucial de una elección; al resto sólo nos están permitidos los hubieras. O ni siquiera eso.

Porque hay veces, cada vez más veces, en las que uno cree que está eligiendo, pero en realidad otros lo han hecho por nosotros. Hay que estar atentos a las señales de la carretera para no pasar de largo en una curva; pero no está de más cierta desconfianza. Sobre todo, con aquellos carteles que dicen `camino sin salida`. En el peor de los casos, habrá que pegar la vuelta.

Porque de seguir a rajatabla todas las indicaciones, no sólo hay grandes chances de que todos terminemos siendo odontólogos, sino que jamás podríamos imaginarnos bailarines de cha-cha-cha. Es decir, nos habremos quedado sin hubieras.

Y eso, ante todo, es una lástima.

Por monólogos como estos, mis amistades evitan pedirme opinión.

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