Hora de escribir. Ritual, ceremonia, costumbre o rutina: preparar el mate, apagar todo dispositivo que esté emitiendo música o algo sonoro, abrirle la puerta del patio a La Negra, decirle a mi hijo ´voy a escribir´ (con la intención de que trate de no interrumpirme, pero funciona exactamente al revés: en cuestión de minutos llegan sus pa´ esto, pa´ aquello, te molesto un segundo, pa´, etc.), sentarme en el sillón, abrir un word en blanco y arrancar con la primera frase de aquello que he venido pensando durante el día.

Primera frase medianamente lograda. Primer párrafo aceptable.

Cuando estoy por encarar el segundo caigo en la cuenta de que el diario de hoy no es el último del año. Es decir, hoy es lunes 30 y recién mañana cerraremos el 2024. O sea, ayer al momento en que me disponía a escribir era domingo 29. Pero por alguna extraña razón (o tal vez no tan extraña: menjunje de feriados, fines de semana y esas cosas), estos últimos días no pude dar pie con bola. No sé en qué día estoy viviendo o, lo que es peor, vivo en un día equivocado.

Conclusión: “seleccionar todo y delete”.

Arrancar de nuevo (ni siquiera tomo la precaución de guardar ese primer párrafo para mañana).

Y no me puedo sacar el tema de la cabeza: la despedida del año, el balance, las salutaciones, los deseos, etc.

Estoy fastidiado, con la mente en blanco, con las ideas esquivas. La Negra me mira con esa mirada que es un poco preocupación, otro poco respeto, otro ganas de jugar y, como siempre, hambre de galletitas. Mi hijo pregunta cosas que bien podría haber preguntado hace un rato, dentro de un rato o nunca. El mate se enfrió. La pantalla sigue en blanco. El presagio del mensaje de whatsapp (de Guillermo, Paulita o tal vez Gonzalo) diciendo que todavía no llegó la columna, me empeora el humor.

Si ahora golpeara alguien a mi puerta para preguntarme ´¿cómo hacés, Gonzalez, para escribir todos los día algo distinto. Cómo se te ocurren las cosas…’, le contestaría una grosería o le diría ´eso era antes, hasta ayer o anteayer; a partir de hoy no se me va a ocurrir más nada. Se me licuó el cerebro. En lugar de materia gris tengo una mezcla de plasticola, aserrín, lágrimas de disgusto y un poco de moco de los estornudos de mis últimas alergias matinales.

Por suerte, no va a venir nadie a golpearme la puerta. Lo que no quita que esa pregunta me la vuelvan a hacer, mañana, pasado o dentro de un tiempo. A lo que responderé lo de siempre: ´qué sé yo… Se me ocurren cosas. Este país y esta ciudad dan para todo…´.

Podría escribir que el sábado fui a Mar de las Pampas. Me encanta ese lugar. Trato de ir una vez al año –no iba desde el 2022- para sentirme parte. De qué, bien no sé. Pero de algo que no soy: hippie con Osde, habitante de Palermo Soho, clase media con aspiraciones que no quiere ir a Cariló porque es demasiado tradicional. En fin.

Podría escribir que Mar de las Pampas está tan lindo como siempre. Y que por primera vez –en muchos años- me perdí. O sea, sigue teniendo más o menos dos cuadras de extensión en su “zona céntrica” y me perdí. Me desorienté; el mar me quedó siempre para el otro lado, como si hubieran cambiado todos los negocios de lugar; como si se hubieran mudado a la vereda de enfrente. Me encontré con un Mar de las Pampas en espejo, como en las selfies.

No podría escribir sobre eso. No así, como una confusión, como una prueba más de que los años están comenzando a hacer estragos con mis percepciones. Tal vez un cuento, claro: el tipo que vuelve a un pueblo donde va todos los veranos y lo encuentra exactamente al revés. Pero no solo las casas, los negocios y hasta el paisaje: también la gente. Por ejemplo, el dueño de la cantina donde va siempre a comer es ahora el empleado y el tipo no se anima a decirle si está haciendo de mozo porque le faltó alguno, pero claramente observa que quien está detrás del mostrador –un pibe muy parecido al que lo atendió el año anterior y se ganó una buena propina- le da órdenes. El cuento termina con el que el tipo no puede soportar ese mundo patas para arriba y varios días antes de terminar sus vacaciones, hace las valijas y se va. Obviamente, encara para el otro lado y termina perdido en una ruta desconocida.

El cuento quedará pendiente. La despedida del 2024 también.

Al fin La Negra hace un “buuuf” o un sonido parecido que significa un ladrido sin convicción apuntando a la ventana que da a la calle.

Detrás de la cortina clara y de este lado de las rejas, se percibe una silueta oscura parada en el vado de la ventana. Es un animal, no hay duda. Es más, es un gato. Dicen que los gatos son inspiradores para la escritura. Soriano tenía el suyo, Cortázar también. Borges tuvo a Odín y Beppo; Mark Twain, a Apollinaris, Belcebub, Sin y otros. Y Edgar Allan Poe, a Catarina, que inspiró nada menos que “El Gato Negro”.

Y por asociación de ideas, el nombre de Poe me lleva a suponer que lo que está detrás de la cortina es un cuervo. El cuervo.

Ahí estaba al fin la inspiración para la columna de este lunes.

Ahora corro la cortina, escucho “nevermore” y no solo no me pongo a escribir sino que me caigo redondo y me despierto el 1 de enero en una sala del Hospital.

Corro la cortina con cierto temor y ahí está el gato, negro como el fondo de un pozo y con signos de haberse agarrado a trompadas con algún colega del barrio.

Nos miramos con cierta desconfianza y expectativa. Ambos.

El que habló, necesariamente, fui yo:

-Mirá gato, si venís a buscar inspiración acá, estás frito. Alimento para vos tampoco tengo y consejos para ganar una pelea en los techos, menos. Ah, y acá no podés vivir porque en materia de negritud y mascotas, los casilleros están completos.

Dejó de mirarme, se pegó un par de lamidas en el pecho y se acostó a lo largo entre las rejas y el vidrio.

Ojalá yo pudiera.

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Nevermore y el pueblo al revés