Mi hijo menor está entrando en esa etapa de la vida –adolescencia- en la que todo lo que tenga que ver son sus padres le genera el mismo interés que el teorema de Pitágoras.

Muy de tanto en tanto esboza alguna mueca similar al asombro; por ejemplo, si le digo que me acuerdo de un gol de Maradona que él está viendo en Tictoc.

Hace algunos días encontró una vieja foto de mi infancia. No sé si por verdadero interés o por ganas de reírse de mí, me preguntó si eso del blanco y negro era una tendencia en la fotografía o una imposibilidad técnica.

Le expliqué. O traté. Porque hay veces que hasta yo me asombro del vértigo tecnológico que hemos experimentado los de mi generación.

Decir que soy de la generación que vivió el mundo en blanco y negro sería una exageración, aunque un recurso literario trillado pero interesante.

El mundo era a color-le aclaré, por las dudas-, pero nosotros no. Es decir, la idea que uno se hacía de sí mismo era en technicolor, pero a la hora de las comprobaciones, éramos en blanco y negro.

Si bien ya existían los espejos, no formaba parte de nuestra costumbre andar mirándonos. No quiero generalizar: yo no me miraba en los espejos. Salvo que quisiera confirmar cómo me quedaba el disfraz de El Zorro, de indio o de soldado. Pero en la mayoría de los casos, la imagen que veía era efectivamente la de El Zorro, la de un indio o la de un soldado. La imaginación todo lo puede. Lo podía. O casi.

Así las cosas, en mi primera infancia las fotografías consistían en el único elemento medianamente objetivo de confirmar cómo era uno. Si tan lindo como nos decían las tías o si tan cabezón, como me aseguraba mi padrino Mario (que tenía toda la razón).

Pero aquellas fotografías eran en blanco y negro. O sea, uno era más o menos parecido a la realidad. Es decir, con una ligera variante artística, dada por las sombras, los contrastes, la gama de grises, los claroscuros. Y un imperceptible velo de nostalgia.

Así las cosas, a pesar de ser muy chico, ya me había acostumbrado a verme -a "ser"- en blanco y negro.

Hasta que un buen día pasó lo que pasó: se inventó (o llegó a la Argentina o más precisamente a mi familia) la foto-color.

Por supuesto por aquellos años uno no se andaba sacando por foto cualquier motivo o incluso sin ellos, como ocurre ahora. Las fotos eran en ocasiones festivas o en días particulares. Además, uno se sacaba la foto hoy y había que esperar a terminar el rollo, mandar a revelarlo y recién poder ver cómo había salido. El trámite podía durar hasta agosto.

Tendría unos ocho o nueve años cuando me saqué la primera foto color, en oportunidad del cumpleaños de una prima. Meses más tarde, cuando volvimos con mi familia a su casa, mi tía dijo "ah..., tengo que mostrarles las fotos del cumpleaños de la nena".

En principio, me desconocí; seguidamente, me odié. Para finalizar -como ya es tendencia- en la negación: "ese no soy yo".

Y es que el invento de la película color había hecho añicos la imagen que tenía de mí mismo. Es decir, no era ese yo en blanco y negro, con cierto aire de nostalgia artística.

Lo primero que me llamó la atención fue el color de mis mejillas. O bien había estado corriendo previo a sacarme la foto o estaba con un grado febril alarmante. Punzó, los cachetes. Un payaso pintado a las apuradas o bien un borracho a punto del coma etílico (no era Nochebuena, cuando se me daba por liquidar los fondos de las copas que quedaban con restos de sidra). Era como si me acabara de explotar un petardo en la cara.

Pero como si eso fuera poco, mi vieja había hecho el resto. En la vestimenta. Tenía un cardigan -ponerle un cardigan a un nene de ocho años denota cierto desprecio por la descendencia- amarillo con rombos marrones. Pero flor de rombos. Nada delicados. Debajo, una camisa escocesa, con rojos, azules y algo de blanco. Un pantalón de corderoy marrón clarito y zapatillas azules. O sea, el pensamiento de entonces debió consistir algo así: ´ya que se inventó la foto color, vamos a tirarle con toda la paleta...´.

La definición, en imagen y para posteridad, de la palabra mamarracho.

Desde entonces, he optado por cierta sobriedad en el tono de la vestimenta, he generado algún tipo de rechazo a la fotografía y no me llevo nada bien con los avances tecnológicos.

He edificado una personalidad gris, podrán decir algunos.

No es para menos.

Al fin y al cabo, logré el objetivo con mi hijo. Que no fue explicarle los cambios en la tecnología entre lo digital y analógico, sino hacerlo reír.

Y eso no es poco a esta edad (la suya, digo).

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