Por alguna razón que quizás no esté muy lejos de averiguar, me quedé con los dos trozos del naipe y los guardé en el bolsillo. Luego, cuando salí del teatro, los saqué de ahí y los puse dentro de mi billetera. Fue casi una ceremonia: reposarán los dos pedazos de carta –que fueron una- junto a algunos billetes, que van y vienen (con preocupante tendencia a lo primero) o a los residentes vitalicios: el DNI, la licencia, las tarjetas y otros papeles, también “sagrados”.

No, no es un amuleto. Creo que ya no creo en esas cosas. Vamos a decirle un “ayuda memoria”.

El sábado a la noche fui al espectáculo “Tandil Ilusiona”, en el Teatro del Fuerte. Algo así como un homenaje a René Lavand, a diez años de su muerte.

Cuando ingresamos a la sala, a cada uno de los espectadores nos dieron cuatro naipes de baraja francesa. Me tocó un diez de trébol, un siete de diamantes, un tres de pica y un cinco de trébol. Flamantes, los cuatro. Recién salidos de la caja. La lógica me indicó que los utilizaríamos para algún tipo de juego participativo con algunos de los ilusionistas que habrían de presentarse durante la velada. Así todo, pensé en conservarlos al final de la función y llevármelos a mi casa. Más temprano que tarde habrían ido a dar al cajón de la mesita de luz, donde habitan papeles, papelitos, plumas, piedritas y otros objetos. Muchos de ellos, “regalo” de mis hijos cuando tenían la edad de encontrar cosas interesantes en el piso y obsequiármelas: “tomá, papá, te regalo esta pluma. Viste qué linda es…”. Por esos caprichos de la vida, un día será alguno de ellos el que abra el cajón y se pregunte ´por qué guardaría papá estas porquerías…´. Inexorablemente en ese acto habrá de cumplirse un ciclo.

El primero en presentarse durante la noche del sábado fue el mago Marcelo Insúa (“Tango”). Fue él quien nos hizo jugar con las cartas. De entrada nos pidió que las rompiéramos, a las cuatro juntas, más o menos por la mitad y que guardáramos uno de esos ocho pedacitos de carta en un bolsillo. Luego, cosa de magos: mezclar, poner un pedacito en el medio del “mazo”, deshojar como si fueran pétalos de margarita y al que tocaba “no me quiere”, tirarlo. Al cabo de unos minutos, nos quedamos con un solo trozo en la mano. La magia estaba hecha: ese pedacito coincidía con el que habíamos guardado en el bolsillo. Mi siete de diamantes ya no tenía destino de mesita de luz.

Había algo más.

A Insúa le sucedieron el Mago Ariel, Adrián Lacroix y Lorena Lavandera –la hija de René, ilusionista como su padre-, que cerró la noche.

Hacía mucho tiempo que no iba a un show de magia, ilusionismo o como se pueda llamar a este arte. Y modestamente debo confesar que estuve a la altura de las circunstancias: tengo mi capacidad de asombro como recién estrenada. Me divierto, me maravillo, me entretengo, me pregunto cómo puede ser, aplaudo de pie llegado el caso. Soy el público perfecto. El que cumple con su parte del contrato: el que se deja engañar no tan fácilmente, el que no le escatima al aplauso, el que suspira, el que celebra el acierto, el que se deja llevar de la mano, el que se entrega, el que no entiende nada salvo una sola cosa: si llegué hasta ahí es para disfrutar.

Tal vez y sólo tal vez la razón por la cual mi siete de diamantes ya esté en calidad de tesoro dentro de mi billetera sea esa: recordarme que si llegué hasta acá, si acá sigo, si voy a algún lugar o dejo de ir a otro es para disfrutarlo a pleno.

Y que cuando la verdad es tan cruel, conviene guiñarle un ojo a la mentira y salir a caminar un rato juntos.

Algo que los mentirosos de siempre nunca van a entender.

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