Navegando a la deriva por internet me he encontrado en los últimos días con críticas e interpretaciones de la serie “Adolescencia”. El tema está un poco de moda, es cierto. Pero debemos reconocer que por la historia que cuenta y por la manera de contarla es uno de los productos más interesantes que hemos visto en los últimos años en “las plataformas”. Bienvenida, pues, la moda. Insisto en que debería ser material obligatorio para podres de niños o adolescentes y para docentes y directivos de escuelas.

Hace algunos días, leí una nota muy interesante en eldiarioar.com, firmada por María Florencia Alcaraz. Señala, entre otras consideraciones sobre “Adolescencia”: “el tema de fondo son las identidades masculinas bajo la lupa y en crisis, su desconexión con el mundo analógico y su enganche cada vez más sólido con el universo digital atravesado por la misoginia radical, la hipersexualización y el masculinismo”.

No lo había pensado por ahí.

Siempre me resultan atractivos los razonamientos ajenos con los que tiendo a coincidir pero no se me hubieran ocurrido. Y es cuando me pregunto por qué no tengo –al menos en un primer o segundo análisis- esa manera de ver las cosas. Las respuestas son múltiples (partiendo de una elemental: no soy psicólogo ni sociólogo ni me dedico al estudio de las relaciones humanas ni sociales), pero casi siempre incluye este dato: “soy de otro tiempo”.

Hablando con gente más joven que yo –es decir, con el 95 por ciento de las personas con las que hablo por lo general- temo que me vean no sólo como a un tipo grande, sino como a un “ser histórico”. En medio de una conversación puedo decir por ejemplo que “el día que volvió Perón a la Argentina, yo estaba…”. O –a propósito de la fecha- “me acuerdo del golpe de estado del 76, porque…”. Y de la conversación pueden estar participando chicos o chicas de veintipico de años que no deben entender muy bien cómo es que están frente a un personaje que leyeron en algún artículo de historia.

Pues bien, de ahí provengo.

Me tocó nacer, crecer y desarrollarme en una sociedad que no era "tan piola" como la de ahora. Más conservadora, más machista, intolerante, cruel. La de ahora lo sigue siéndolo en varios aspectos, pero comparada con aquella esto es el "reino de la diversidad". Tiene también nuevas “atrocidades”, pero será motivo de otra columna.

No ayudó mucho, ciertamente y en tal sentido, haber concurrido a un colegio católico, "de varones". Donde no estaba bien visto cualquier muestra de sensibilidad que se escapara de la media. Algo así como que la conmiseración estaba limitada hacia el reino animal. Más precisamente, a los perros. Se permitía la piedad o la empatía ante el dolor ajeno en tanto y en cuanto se hablara de un cachorro. Rara vez de un gato, y casi nunca de un pájaro ni mucho menos un bicho. De un compañero tampoco, a no ser que fuera "amigo amigo".

El problema, por supuesto, radicaba en la construcción de vínculos con el otro. Pero también con uno mismo. No permitirse determinadas acciones que lo expusieran como débil, sensible. “Marica” o algo así.

A manera de ejemplo, suelo apelar en estas ocasiones, al caso de un chico que se incorporó al colegio en quinto grado, ya comenzadas las clases. Integrarse a un nuevo grupo no resulta fácil. Ni hoy ni antes. Pero mucho sospecho que antes era peor; no existía ese concejo adulto -del papá, la mamá, el docente- del estilo ´ahora va a venir un nuevo compañerito, entre todos vamos a hacer que la pase bien y sea un amigo más´. No se decía nada. Y el pibe debía hacerse su lugar como podía. A los más tímidos nos costaba más.

Y tal era el caso de este chico: muy tímido. Y a veces la suerte también suele ejercer un papel determinante. Generalmente, para mal.

Esa mañana, terminado unos de los recreos largos, subíamos por la generosa escalera que conduce al primer piso, donde estaba el salón de 5to. Los escalones de mármol, gastados por el subir y bajar de miles y miles de pibes a lo largo de los años, solían tender algunas trampas, con lo cual el consejo era tomarse del pasamanos, hecho de una madera dura, trabajada, tallada y gastada, también, con el tiempo. Una madera de la que era imposible que saliera una astilla.

Pues bien. Había una. Una sola, en años, en cientos de chicos que pasaban sus manos por ahí cotidianamente, que fue a dar vilmente debajo de la uña del nuevo. Como si lo estuviera esperando.

Nadie lo vio ni lo notó. Solo él sabe el esfuerzo para disimular el dolor. Para evitar el llanto. Porque de eso se trataba: de no llorar. Muchos menos en ese día de “presentación”.

Y así siguió, con la astilla clavada debajo de la uña. Con un dolor que se hacía insoportable a medida que pasaban los minutos y la sangre pugnaba por salir, pero no encontraba lugar. Siguió disimulando hasta que por fin el docente se dio cuenta de que algo le pasaba a ese chico que estaba cada vez más colorado, incómodo, con la mirada nublada.

Se acercó hasta su banco y le preguntó si se sentía bien; él le mostró el dedo. Y recién entonces se permitió la primera lágrima, que rodó redonda y liberada hasta caer sobre el pupitre. Le siguieron otras.

Por cuestiones de protocolo, lo llevaron hasta la Clínica para extraerle la astilla y llamaron a los padres para que lo fueran a buscar.

Con el tiempo, ese chiquito de diez años se integró al grupo. Fue uno más. Pero aquel día quizás no lo olvide nunca. Fue el día que no se permitió llorar.

Porque explícita, tácita, velada y obligadamente estaba prohibido.

De esos lugares venimos algunos.

A veces me lamento de eso, otra no. Jamás me siento orgulloso.

Pero es lo que hay.

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