Dicen que la semana próxima van a aumentar un poco las temperaturas. Lo cual me parece bastante lógico. Entendiendo por lógica en materia meteorológica, todo lo que no implique un cambio brusco del tiempo. Digo: pasamos de treinta y pico de grados a siete, en dos días. Que por lo menos me dejen sacar del placar los suéteres y ver si la campera me sigue quedando en talle o se achicó.

Ha sido un verano caluroso. O al menos eso creía yo hasta que volviendo del Norte no tuve mejor idea de hacer tarde/noche en Santiago del Estero, una ciudad que no conocía. Lo decidí casi en el momento. Veníamos con mi compañera a la altura de Rosario de la Frontera y le dije:

-¿Qué tal si en lugar de enfilar para Tucumán vamos a Santiago del Estero? En Tucumán ya estuvimos hace unos días.

Me dijo “dale”. Y yo supe bien que ese dale significaba “hacé lo que vos quieras porque sencillamente te ponés un poco intenso cuando viajás. Si te llego a decir que no, vas a empezar a insistir y me vas a tener de acá a Tucumán diciéndome que te quedaste con ganas de conocer Santiago del Estero”. Yo sé que me quiso decir todo eso, pero como solamente dijo “dale”, mi respuesta fue acorde:

-Buenísimo.

Y doblé en la segunda salida de la rotonda, como me sugirió la mujer del GPS.

Mi principal problema hasta ese momento era saber cómo podía estar la ruta. Estaba bien, muy bien.

El problema real fue cuando en medio de la nada se corporizó un puesto policial con policías y todo parando a los que pasaban por la ruta. Yo debí ser el primero en cuatro o cinco días. O al menos eso creí cuando la oficial que me detuvo me sonrió de oreja a oreja. Me pidió los documentos casi por obligación (es más, no sé si me los pidió: creo que se los entregué sin que me los pidiera).

-¿Adónde se dirige, señor?

-A Tandil.

-Ah (cara de no tener ni idea de lo que le estaba hablando). ¿Pero pasa por La Banda o Santiago del Estero?

-Sí, voy a hacer noche ahí.

-Perfecto. Le pido por favor si no puede acercar a nuestro compañero que tiene que presentarse mañana en la capital.

Mientras a ella se le ampliaba la sonrisa, a mí se me iba borrando. Ante mi mirada se configuró el circulito de espera, de máquina que está procesando, de disco lleno, de posible error… Me reseteé en un segundo luego de pensar(me) sacando todos los bolsos del asiento de atrás y el baúl mostrando todo lo que estaba llevaba dentro, más comprobantes de todo tipo y mi irrefrenable tendencia a creer que algo no tengo. Todo esto, en medio de la nada santiagueña, bajo un sol que le iba derritiendo la gorra a la oficial.

-Por supuesto. Lo llevamos.

Si hay algo más incómodo que entablar una conversación con un desconocido dentro de la pequeñez del interior del auto, es que ese desconocido sea policía. O camino a serlo, en realidad, porque era un muchacho al que le faltaban algunos meses para egresar.

Puse palanca en periodista y lo ametrallé a preguntas. De tanto en tanto mi compañera me miraba de reojo para instarme a no opinar sobre alguna de sus respuestas. Me pregunté –a mí, no a él- cómo a su edad se puede tener una concepción de la vida tan… vigilante. “Vocación”, me respondí. ¿Nació así? ¿Se crio así? ¿Se lo enseñaron en la academia de policía?

Para su suerte y el de mi compañera, en un momento aflojé con la entrevista profesional y me dediqué a preguntarle por su familia, su lugar, su futuro. Un buen pibe: primer policía en su familia; su deseo una vez recibido es que lo manden a su pueblo natal –un paraje de un par de decenas de personas- o lo más cerca posible. Allí los delitos consisten en robo de algún cabrito y peleas de borrachos.

Algunos kilómetros más adelante, paré para cargar nafta. Al abrir la puerta me recibió una llamarada de fuego, un viento que no podía provenir de otro lugar que no fuera el infierno. Puntualmente, de La Salamanca.

Busqué una sombra y me fumé un cigarrillo (creo que se lo consumió el fuego del ambiente) y volví a entrar.

-No es mentira que hace calor acá, ¿eh?

-Ah, no. Pero hoy está bastante lindo dentro de todo.

-¿Hay días peores que este?

-Ufffff. Acá lo que mata es el viento, pero hoy no sopla tanto.

-Ah.

A eso de las siete de la tarde llegamos a Santiago del Estero. Lo dejamos en una plaza céntrica y seguimos viaje rumbo al hotel.

Una hora más tarde, estábamos caminando por el centro. Hacía más de 38 grados. Pero no había viento.

Comprobé, mientras caminaba las calles céntricas a paso de caracol, que hasta ese momento mis estadíos con el calor eran: agobio, fastidio, enojo. Descubrí que la cosa no terminaba ahí: del enojo uno pasa a un estado de introspección en la fe (del estilo “si el infierno va a ser esto, voy a dejar de pecar ya…”), a una suerte de pérdida del conocimiento, zombie principiante, zombie senior y licuación total del cerebro. Me volví tarado hasta que volví al hotel y me metí debajo del aire acondicionado.

Cuando me vio en condiciones de balbucear una palabra, mi compañera me interrogó:

-¿Y? ¿Te gusta Santiago del Estero?

Ahí estaba, en dos ingenuas preguntas, el pase monumental de factura. En mi estado de semiestupidez, logré hilvanar un pensamiento.

-Sí, pintoresco. Deberíamos volver en julio, agosto. O en la próxima era glaciar, mejor.

-Sí. Que sea un día sin viento.

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Los estadíos del calor