Sábado a la tarde. Salí de casa, hice dos cuadras y tuve que estacionar. Porque si además de la niebla, que permitía ver no mucho más allá de diez metros, a mí se me daba por pensar en la película, era altamente probable que me incrustase contra algo.

De la película, La Niebla –claro-, lo que más me acuerdo es el final. Horrible, pero horrible en serio. Me pregunto por qué un director se ensaña así con el público. Porque el libro de Stephen King no tiene ese final: es abierto. O sea, librado al estado de ánimo del lector. Si está para el corchazo, elige el de la película. Y si no, apuesta unos fichines a la salvación de la humanidad.

Qué hacía yo pensando en una película de hace casi veinte años, estacionado con el auto en marcha, en lugar de ir donde tenía que ir. Sé qué hacía: escaparle a la tarde.

Hay días que uno prefiere no levantarse, no encararlos, poner el botón de avance, pasárselos de largo y reaparecer al día siguiente. Despertar con lluvia y frío, por ejemplo. Hay noches que también tienen lo suyo; a un día de perros le sucede una noche que le combina.

Pero las tardes pueden ser aún más aterradoras. Porque uno es partícipe del cambio. Cada media hora se asoma por la ventana y ve que el cielo se está poniendo extraño; sale al patio y más que presagios, hay una inminencia. Los perros están nerviosos, las últimas hormigas se deshacen de la carga y apuran la marcha, los pájaros de la noche anticipan sus gemidos.

A esas tardes hay que huirles, de la manera más sencilla: quedarse en casa. Procurarse una buena dosis de harina, la infusión, los ingredientes para la cena, un vino tinto y en lo posible una buena compañía. De esas que se eligen para sobrellevar el fin del mundo. Tan sencillo como eso. El cine y la literatura nos han preparado para estas situaciones.

Ahora, si uno comete la temeridad de salir a enfrentar la tarde, algo en nuestro organismo o nuestro ser nos paraliza. En mi caso, fue pensar en La Niebla, en su final horrible. Recién entonces, me pude dar cuenta dónde estaba: a mi alrededor no había nada. Unas luces que venían de frente, un árbol ya desaparecido y otro a punto de desaparecer, los postigos cerrados, las puertas de las casas cerradas con tranca. Las ausencias, en sus distintas gamas del gris.

Saqué una foto y la envié a alguien. Casi como una señal, una advertencia, una explicación por si me pasaba algo. Y ese algo no era otra cosa que ser devorado por la tarde.

La última vez que me ocurrió algo similar, iba camino a Azul. También era sábado y desde el sur avanzaba un frente de tormenta temible. Lo veía por el espejo retrovisor. Intenté acelerar pero al rato me di cuenta de que no había manera; las nubes avanzaban a una velocidad imposible para mi auto. No tenía sentido tampoco frenar ni buscar refugio. Seguí como venía, sabiendo que cuando esas nubes asomasen por la parte superior del parabrisas iba a estar siendo devorado.

Fue así.

Luego todo pareció seguir normal. Llegué a Azul y para hacer tiempo, mi amiga La Rubia me llevó a Famularo. Me compré una camisa rara. Luego escuché la charla de un filósofo más bien bajito que habló sobre Niestsche, me dormité en el asiento, salí a la calle y un viento helado me cacheteó para ver si reaccionaba. No lo hice.

Todo cambió desde ese sábado. No puedo comprobarlo, pero sé que si aquella tormenta no me hubiera devorado, hoy mi vida sería otra.

Alguno dirá que todos los sábados son así. O más aún: que cada día es así, el constante devenir de las pequeñas decisiones que cambian todo definitivamente.

No adhiero a esa razón. Para mí son solo algunas tardes.

Di la vuelta manzana, guardé el auto y respondí el mensaje de quien había recibido mi foto:

-¿Dónde es eso?

-Acá en Tandil.

-Ah, acá en Córdoba está lindo. Qué hacés manejando con semejante niebla. Guardate, haceme caso…

-Sí, tenés razón.

Por suerte, hay gente que ya conoce estas tardes. Son las que cuando leyeron La Niebla, de Stephen King, no dudaron de cuál era el final.

Gente de novela. O de película.

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