Estoy sintiéndome mal desde hace unos días. Mal físicamente, digo, también.

Empezó con dolores de cabeza por momentos bastante intensos y al rato se iban. Le siguió picazón de garganta y lo supe: estoy recontrarresfriado o a punto de engriparme. Ya me conozco.

Como vengo de tomar mucho medicamento –calmantes fuertes y antibióticos- por la picadura de la maldita araña cordobesa, no quise seguir metiéndome químicos en cuerpo y encaré por el lado de lo natural: té con limón, miel, jengibre; hojas de eucalipto en agua hervida; mucha agua, etc.

La noche del sábado me costó dormir por el asunto de la nariz tapada. Como me conozco y sé que esas cosas se me disparan hacia lugares insólitos (onda ´me voy a morir porque no puedo respirar…´), bajé de la habitación con una manta, me senté en el sillón y puse Netflix, la primera serie que encontré: “Agente nocturno”. Un bodrio que me sirvió para dormir de a ratos.

A eso de las siete de la mañana, con las primeras luces, volví a sentirme un humano. Me preparé unos mates, leí los portales, me pegué una ducha con agua calentita y pensé –con el esfuerzo que significa pensar con la cabeza hundida en un líquido mucoso- lo que iba a hacer en la jornada dominguera. Por suerte, no muchas obligaciones, salvo algunas compras impostergables porque mi hijo menor viene a cenar y se queda a dormir conmigo, el domingo, el lunes y el martes hasta el mediodía. De manera que cuando abrí la heladera vi que no había tanto material para cuatro comidas, desayunos, meriendas, etc. Tuve que salir.

Por momentos, me sentí mejor. El aire que entraba por la ventanilla del auto me oxigenaba bastante y el costo de los comestibles que compré me hicieron olvidar por un momento de mi congestión. Finalmente, puse proa de regreso a casa, pero me olvidé que estamos en pleno fin de semana extrasuperlargo y me metí en una calle atestada de turistas. Hice algunos desvíos para evitar las largas filas de autos a paso de hombre, pero no dio mayores resultados.

Me detuvo un semáforo de avenida Rivadavia y empecé a estornudar. Conozco esa clase de estornudos. Profundos, intensos, corpóreos, resonantes y en yunta. Primero uno, sé que vendrán al menos dos o tres más y de allí en adelante pueden ser diez o quince o más. Fueron más. La mujer que iba del lado del acompañante del auto que estaba a mi lado no pudo evitar mirarme unos cuantos segundos. Imaginé que mi cabeza ya tenía el tamaño y el tono de un zapallo de Halloween. Me gasté el paquete de pañuelos descartables que llevaba en el bolsillo del buzo. Por fin el semáforo se puso en verde y busqué casi con desesperación un lugar para estacionar. No podía seguir así, con una catarata bajando desde la nariz, los ojos llorosos, el cuerpo dolorido de estornudar. Y sin pañuelos. Al fin conseguí lugar. Abrí la ventanilla, estornudé dos o tres veces más hasta que el aire fresco cortó la serie. Me tiré hacia atrás hasta sentir el apoyacabezas como única referencia que no diera vueltas a mi alrededor. Respiré profundo y deseé con todas mis fuerzas tener a alguien mi lado, dentro del auto; alguien que me dijera algo, aunque sea ´salud´ o sacara un pañuelo descartable para alcanzármelo.

-Salud –me dijo, desde el asiento trasero. Apenas le pude ver un mechón cayéndole sobre la frente. El resto era oscuridad. Me dio un pañuelo de tela, doblado de manera perfecta y planchado-. Tome.

Era El Fantasma, a quien no veía desde hacía mucho tiempo.

-Ay, no sabe cuánto le agradezco. No puedo parar de estornudar. Tengo un resfrío que me está matando.

-Sí, veo. Pero quédese tranquilo que no se va a morir de eso.

-¿Le puedo preguntar desde cuándo está arriba del auto?

-Desde anoche. Me iba a bajar cuando usted se subió, pero me dije que estaría bueno ir a dar unas vueltas, ver la cantidad de gente que hay, la ciudad llena de turistas, las pequeñas felicidades de los días feriados. Iba a quedarme callado, sin hacerme notar. Pero me pareció que usted necesitaba compañía.

-Le agradezco. Algo así, sí. ¿Y? ¿Cómo encontró la ciudad? ¿La gente?

-Lindo todo. Pero un poco triste el clima. Tengo una tendencia a ver las cosas de esa manera. Pero esta vez me parece que es en serio. Seguramente usted no lo habrá notado, por este problemita de la gripe. Uno no se puede abstraer de sus propias dolencias por más que afuera esté ocurriendo algo importante. Hay un cuento de no me acuerdo quién que habla de un tipo presenciando la crucifixión de Cristo, tal vez el hecho más importante en la historia de la humanidad, pero no podía darle demasiada bola porque le dolía la muela. Pasaron los años y ese hombre supo que fue testigo de un hecho fundamental, pero no tenía un solo registro de nada. Así que ya le digo: creo que la gente anda medio triste, a pesar de estos días de vacaciones. Lástima que usted no lo pueda ver y que esta charla no pueda ser posible.

-Tiene usted razón. Solo puedo sentir mi congestión y tratar de respirar sin esfuerzos. Ni bien termine de usar el pañuelo se lo lavo, lo plancho y se lo devuelvo. No sé si podré perfumarlo como está.

-No se haga problema. Quédeselo. Y cúrese, hágame el favor. Creo que los tiempos que vienen requieren de personas que tengan la capacidad de observar a totalidad de lo que pasa. Alguien se está ocupando de que los problemas individuales parezcan más importantes que los del conjunto. Pero no es su caso. Lo suyo es apenas un enfriamiento. Cuídese y métale al tecito con limón y jengibre.

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Limón y jengibre