Como si fuera una tarea sencilla hacer que mi hijo tome el desayuno y encima me pasa esto.

-Hijo, te preparo un té.

-No, pa, gracias.

-Pero será posible que tengamos la misma discusión todas las mañanas.

-Vos querés discutir. No me des té y no pasa nada.

-Es que tenés que desayunar. No podés ir al colegio con la panza vacía, sin tomar algo calentito.

-(frase entre dientes)…. Bueno, está bien.

Voy a buscar el saquito de té y, pum, la caja estaba vacía. ¿Quién fue el salame que usó el último saquito y no tiró la caja? Yo.

¿Quién fue el campeón que se avivó y compró antes de que se terminara? Yo.

Pero la satisfacción conmigo mismo me duró unos segundos. Hasta que vi con detenimiento la caja: era mate cocido.

¡No puede ser!

-Hijo, ¿te gusta el mate cocido?

-¿El qué?

-Mate cocido. Es como el té, pero con gusto a yerba.

-No tengo ni idea lo que es, pero no. No me gusta.

(Este pibe nunca fue pobre. En mi casa de infancia cuando no había Tody o café, me daban mate cocido. Y no me morí. Pero me evito darle esas explicaciones: estoy deconstruido).

Estoy harto de equivocarme en las compras. Podrido de comprar crema de enjuague en lugar de shampú, rollos de cocina por papel higiénico, sobrecitos de jugo de naranja con durazno (o ananá, maracuyá, pera o roquefort), en vez de jugo de naranja solo, picadillo de carne y no paté. Una de mis últimas grandes adquisiciones fue una lata de calamar en aceite. Le apunté a una de atún (eso creí) y a los días, cuando me disponía a hacer una ensaladita de atún (algo que saca de apuro a cualquier jefe o jefa de hogar) abrí y me encontré con ese espectáculo desolador a la vista. ¿Alguien alguna vez vio una lata de calamares en aceite? El calamar, de por sí, es un bicho muy feo. Yo creo que el primer humano que se comió un calamar debía venir con un hambre atrasado de varias semanas; es imposible comer algo tan horrible. Los que están en lata son aún más feos.

¿Por qué no leés los paquetes? Me han dicho mis hijos y mis amistades. Porque no. Porque uno no va al supermercado a leer. A leer voy (o mejor dicho, iba) a las bibliotecas. Al supermercado voy a meter cosas adentro del carrito (cada vez menos cosas). Ni siquiera leo la lista que me hago de tanto en tanto, cuando me voy quedando sin nada en casa. Anoto (en realidad me mando un whatsapp a mí mismo): azúcar, aceite, fósforos… Y después voy al supermercado y traigo lo que se me canta en el momento. Mis errores oscilan entre el 50 y el 75 por ciento, por no leer. A ver si encima voy a tener que estar leyendo si las tapas para empanadas son para horno o para freír.

Mirá si la botella de vino y la de veneno para hormigas fueran casi iguales, ¿eh? Y encima, las pusieran en la misma góndola. La mitad seríamos. Menos. Estaríamos al borde de la extinción.

La otra vez leía una reflexión de Alejandro Dolina: “no sé si a la gente le gusta leer. Lo que sí estoy seguro es de que a todos nos gusta haber leído”. Creo que hablaba de mí.

Por suerte me acordé que alguna vez me regalaron uno de esos té bien pitucos. No sé si no era importado, en hebras. Del Tibet capaz. Se lo preparé a mi hijo sin decirle nada y se lo serví en la taza de siempre.

-Dale, hijo. Tomalo medio rapidón que se nos hace tarde.

Al rato.

-Mirá pa, me lo tomé todo. Está buenísimo este té. De ahora en más haceme siempre de este.

Lo dicho: este pibe nació para multimillonario.

Le erró de padre.

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