Mi vecino es una de esas personas a las que en un futuro no tan lejano el barrio debería rendirle homenaje nombrando una cuadra con su nombre. O una plazoleta, una esquina, un semáforo. Algo. Porque doy fe que este hombre ha hecho mucho más por el barrio que Bernardino Rivadavia Bernardo O´Higgins.

El sábado al mediodía –luego de salir de su trabajo- estaba limpiando el cordón cuneta, que con el aguacero del viernes había quedado lleno de tierra, toscas y pedregullo. No el tramo de su casa, ¡toda la cuadra! Con una pala ancha y un balde. Lo llenaba, caminaba hasta la otra esquina y lo tiraba dentro de un bache crónico que se pronunció aún más por el agua.

Cuando salí de casa y lo vi en su tarea me sentí algo así como un parásito social, un inútil que tiene veleidades de compromiso comunitario que no van más allá de un posteo. No pude con la culpa:

-¿Le doy una mano, Hugo?

-No, no se preocupe. Yo me entretengo haciendo estas cosas…

Y para completar la escena que lo pinta como el buen tipo que es, cambió el tema porque se veía venir mis elogios a su voluntad.

-¡Vio cómo llovió! Yo creo que si hubiera llovido media hora más con esa intensidad la hubiésemos pasado mal, muy mal. No digo nosotros, que estamos en lo alto, pero los barrios más bajos…

Nos quedamos charlando un buen rato. Del entubamiento de los arroyos en la época de Zanatelli, de las lluvias torrenciales de estos tiempos, de los desastres en Bahía Blanca, Bolívar, el sur de Santa Fe. De la inundación del 80. Del asfalto que quedó pendiente en la cuadra perpendicular y que ocasiona estas barricadas de tierra y toscas que se forman en nuestra calle. Nos preguntábamos cómo estarían los vecinos del Falucho y esa zona si no se hubiera construido el Ramal H.

Finalmente, insistí en darle una mano y ante la confirmación de su negativa, me fui.

El mismo sábado mi hijo más chico me dijo que se iba a dormir a la casa de un amigo. Que lo fuera a buscar al día siguiente a la tarde. Le pregunté cuál de sus amigos, temiendo escuchar un nombre. Y la respuesta tan temida llegó: el amigo vive por calle Borges, una zona hermosa de la ciudad, pero bien lejos de donde yo vivo. Lo más lejos posible, podría decir.

-Hijo, ¿no te gustaría tener amigos en la zona céntrica?

No me contestó.

Ayer, ante las alertas por tormentas fuertes, le mandé un mensaje: “antes de que se largue te paso a buscar”. Me sorprendió su “ok” y no me sorprendió tanto que yo mismo incumpliera mi palabra. Es decir, se largó a llover y no fui por él. Esperé a que parara un poco.

De camino y ya sin lluvia, me encontré con decenas de calles inundadas por las que no podía circular un auto como el mío. Un “auto de ciudad”. Di una serie de vueltas y rodeos, pasando por “lagunas” que me hicieron encomendarme a los dioses de los sistemas de carburación.

Llegué a casa con algunas sospechas cercanas a la certeza.

Tandil no está preparada para estos regímenes de lluvia que antes eran excepcionales y ahora, habituales.

A la luz de las nuevas concepciones sobre el rol del Estado y los presupuestos que manejan los municipios, las obras imprescindibles para afrontar la realidad serán imposibles al menos por muchos años.

Quienes quieran circular por la ciudad y tengan un poder adquisitivo acorde, deberán acceder a “vehículos anfibios” o similares.

Quienes quieran vivir en lugares que no se inunden deberán buscar las zonas altas y/o financiar sus propias infraestructuras.

Quienes quieran trasladarse de un punto a otro de la ciudad y sean ciudadanos de a pie, deberán esperar a que las aguas bajen. Un rato, un día, una semana…

Quienes no tengan la suerte de un pasar de privilegio, deberán resignarse a ver las “nuevas olas”. Siendo ya parte del mar.

Cada día hay una nueva señal de que el futuro distópico que alguna vez temimos parece estar allá, detrás de los nubarrones que auguran nuevas tormentas.

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Las nuevas olas