Estoy leyendo una declaración de Sofía Gala (estuve tentado de aclarar ´la hija de Moria´, pero no lo voy a hacer. Creo que a esta altura de los acontecimientos, me gustaría más definir a Moria como ´la hija de Sofía Gala´. Pero tampoco. Cada quien es quien es, sin aclaraciones).

Dijo: “No me interesa que me quieran, si yo no quiero a casi nadie”.

Una declaración muy propia de ella. Algunos caemos en la trampa de creer que sigue siendo la chica medio rebeldona, que se crio en un ambiente especial. Pero hace rato dejó de serlo. Podrá ser irreverente, pero no por pereza de pensamiento.

Pero no me quedé pensando en ella, sino en la frase. Concretamente, me sonaba de algún lado. A alguien escuché decir algo similar. No una, sino varias veces. No fue necesario hacer mucha memoria. Si alguien de mi círculo de conocidos es irreverente y le importa muy poco lo que piensen de él, es mi amigo El Gordo.

Me dije que era una buena oportunidad para llamarlo. Una excusa, para saber cómo andaba.

-Hola, Gordito, cómo andás tanto…

-Mirá, si me llamás para decirme que Alberto hizo mal en ir a visitar a Milagro Sala, podés ir cortando. Porque….

-Pará un poco, indignación. Te llamo para ver cómo estás, hace rato que no sé de vos. ¿Seguís solo, te pusiste de novio, tomaste los hábitos…?

-He encontrado el punto de equilibrio en mi vida: la soledad es mi compañera. Nos llevamos bien. Solo del todo no estoy, porque el Flecha es una compañía fiel, desinteresada, alguien en quien confiar… Pero no hay caso, me sigue masticando las zapatillas. 45 años tiene el perro y no se le fue esa maldita costumbre.

-No conozco prenda que no se parezca al dueño… Pero te cuento por qué te llamaba. Hoy leí a Sofía Gala y me acordé de vos.

-Linda piba. Lástima que ya estoy muy mayor.

-No seas viejo verde. ¿Y el equilibrio, la soledad y todo el humo que me vendiste recién? ¿Sabés lo que dijo?

-Obvio que lo sé: soy su fan número uno. ¿Te referís a eso de no hacerse querer y de no querer a casi nadie?

-Sí. Y me hizo acordar a alguien…

-Somos dos almas gemelas.

-Genial, ya que estás aprovecho: ¿qué quiso decir con eso de no querer a casi nadie?

-No hay que ser un iluminado para entenderlo. Es sencillo. Lo que pasa es que estamos moral, religiosa, cultural y hasta políticamente sometidos al mandato estúpido de ser “amoroso”, de caerle bien a todo el mundo, de andar amando por la vida como si fuéramos regando malvones en el patio. Y no es así.

-Ah. ¿Cómo es?

-La realidad es. ¿O vos te pensás que es cierto eso que dice que ´es una persona que solo tiene amor para dar a todo el mundo…´? No, ahijadito. Tendrá amor para dar a su familia (y no a toda), a algún amigo y pará de contar… El resto ni le va ni le viene demasiado, como tiene que ser.

-No sé si está bueno eso que decís.

-Y capaz que no. A lo mejor vos preferís cruzarte por la vida con gente que a la pasada te tire un ´te amo´, un ´sos lo mejor para mí´, subir al bondi y que al colectivero se le caigan las lágrimas porque hacía rato que no te veía…

-No, Gordo. No exagerés.

-Yo no exagero. La moral exagera. Una cosa es tratar de no joder a nadie (o a la menor cantidad de gente posible en un grado razonable) y otra amar a todos. Eso no se puede.

-¿Por?

-Porque el amor es la excepción no la regla. El amor es preocupación por el otro, es en cierta medida responsabilidad por lo que le pueda pasar, es estar atento a lo que necesite, es estar presente, es sentir dolor ante su sufrimiento, es pensar, actuar, cuidar, considerar. Y uno no puede andar haciendo eso con toda la humanidad. Porque a los dos días se pega un corchazo o le da un infarto o se muerte de angustia. A ver, decime: ¿cuántas personas conociste vos a lo largo de tu vida? Familiares, amigos, vecinos, compañeros de laburo, del colegio, los muchachos de la peña, con los que ibas a la cancha. Todos los rostros y nombres que conocés. Hacé memoria.

-Ni la menor idea.

-Yo creo que pasás los mil. Y me quedo corto. Ahora decime, de todos ellos ¿a cuántos amaste o simplemente quisiste?

-Tampoco sé.

-Un par de decenas, no mucho más. Capaz que quisiste más a un perro que a un compañero de escuela con el que te viste la cara todos los días durante doce años de tu vida.

-No sé…

-Sí, sabés. Pero te hacés el otario. Ahora bien, si no pudiste querer a esos mil que conocés y conociste, ¿vas a querer a un japonés que te viene a preguntar por una calle? No, angelito. No. A lo sumo serás amable, le indicarás en el plano o en el GPS y chau japonés. Ni lo quisiste ni lo dejaste de querer. No existió. El japonés y una tosca a la vera del camino vienen a ser la misma cosa. O decime que vos le vas a zampar un abrazo al japonés, darle el número del celular y decirle que cualquier cosa que necesite (ayuda, guita, alojamiento, consejo, unos fideos con pesto, etc.) que no dude en chiflarte. Porque uno hace esas cosas con las personas que quiere. Con ese par de decenas que te decía. El resto es decorado. Porque pretender que el japonés te quiera es o bien de una arrogancia supina (o patológica pretensión de convertirte en dios) o de una estupidez profunda. O, por lo general, de un caretaje intolerable. Uno puede empatizar con el otro, solidarizarse con el otro, ayudar al otro, comprender, acompañar, pero no amarlo. No hace falta. Con hacer todo eso, está bien. Es más, con no complicarle la vida, ya estaríamos mejor como mundo. Reservá el amor y sus goces, pero también sus desvelos, sus angustias, sus llantos, sus costos, para quienes verdaderamente tienen un vínculo con vos. Porque si no, te transformás en una organización de beneficencia, en una iglesia de esas que surgen de tanto en tanto o en un chanta vendehumo. Haceme caso: el amor (inmenso, generoso, vital y todo lo que quieras) es una excepción. Si entendés eso, no le vas a hacer mal a nadie, le vas a hacer un bien a los demás, y te va a importar cinco guita que todo el mundo te quiera. Aflojá con la dulzura.

-Me dejás pensando.

-Siempre. Ahora sí: a lo nuestro. ¿Qué opinás de la visita de Alberto a Milagro Sala?

-…

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