Abro el word, como siempre, y el blanco sucio de la pantalla parece interpelarme. .

¿Querés escribir?

No, hoy no.

No lo hagas. Mirá: podés hacer click en la X de arriba a la derecha y cerrarme. Trascartón, cerrar la máquina y por un momento quedarte mirando la pared o lo que haya detrás de la pantalla. Los ojos fijos, como si de un horizonte se tratara.

Después, podés dar vuelta el sillón y mirar hacia lo que ahora tenés atrás: la biblioteca, adivinar los títulos de los libros por la tipografía de las letras en el lomo, por los colores, por la extensión de las palabras. Más o menos los conocés todos: elegir uno y zambullirte, dejarte llevar por las palabras ajenas, por otras historias, por aventuras, pensamientos elevados, escenas de pasión, de miseria, de ficción, de realidades pasadas.

¿Tenés ganas de leer?

No, hoy no.

Entonces, te parás. Salís al patio, a mirar cómo el atardecer viene devorando los rincones y borrando los detalles. Las paredes, las chapas de los techos vecinos, el vuelo apurado de los últimos pájaros de la tarde. Mirar el cielo y encontrar el lila o el violeta en las vetas difusas de las nubes que vienen del oeste, adivinar la primera estrella, buscar la luna y saber si está llena o vacía. Podés prender un cigarrillo y mirar su brasa, el chisporroteo ahogado, la ceniza que crece y cae, el olor asqueroso y atrayente del tabaco que se quema. Podés llenarte los pulmones sin culpa o con ella y prometerte que lo vas a dejar.

¿Querés dejar de fumar? ¿Querés salir al patio?

No, hoy no.

Podés llorar, entonces. Sentarte en el piso, apoyar la espalda contra la pared, llevarte las palmas de las manos a la cara, respirar entre los resquicios de los dedos apretados. Buscar el aire que te dé el impulso y cerrar los ojos para dejar salir las lágrimas primeras, las gruesas, las pesadas. Y luego a borbotones de espasmos y suspiros. Llorar por esto y por otras cosas. Convocar a todas las tristezas pendientes, las penas acumuladas, los dolores que nunca terminan de cesar. Los que fueron, los que vendrán. Llorar hasta arrugarte los dedos, hasta no ver, hasta no sentir, hasta no escucharte más por un tiempo.

¿Querés llorar?

No, hoy no.

Entonces sacate las zapatillas, apagá las luces de abajo, acariciá la cabeza de la perra, subí las escaleras, sacate el pantalón y dejate caer en la cama. Los brazos a cada lado, la mirada en el techo, la respiración enojada, los ruidos furiosos de las motos de otras cuadras, el canto de un grillo que siempre está presente. Hundirte en la cama, el colchón, hasta ser pluma y madera, algodón y suelo frío, como un charquito que mañana habrá de estar seco y solo será un contorno conteniendo el olvido.

¿Querés dormir?

No, hoy no.

Sólo te queda esperar el tiempo. Que llegue mañana a la mañana y tras la mañana, otra cosa. Y que sea noche y medianoche y otro despertar y otras mañanas. Enrollar suavecito cada día del almanaque, hasta que las cuatro últimas campanadas te permitan arrancarlo. Y ver los soles nacer y esconderse, los yuyos amarillearse, el agua llenar el cauce y arrastrar las hojas del siguiente otoño. Aliarte con el tiempo, darle autoridad, dejarlo todo en sus manos y entregarte.

-¿Querés que el tiempo pase?

No, hoy no.

Entonces escribí. Lo que sea, lo que no sea, lo que sientas o no.

Tengo un dolor de vos, R.K. Y no tengo más nada.

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