Tantas veces me ha pasado y espero que me siga pasando que una canción me lleve a la otra en las plataformas digitales. Y eso está muy bueno. Arranco con un trap, para tratar de entender los nuevos lenguajes, y termino en una chacarera trunca.

Eso fue lo que me pasó ayer. No sé cuántos eslabones hubo entre Gustavo Santaolalla (pariente de la monja Alicia, del Colegio de Hermanas) y Feli Colina, una chica salteña que se instaló en Buenos Aires hace algunos años para hacer música. Empezó cantando en los subtes y hoy le va bien, muy bien. Y más que merecido, a mi gusto.

Ahí estaba Feli cantando un carnavalito que escuché miles de veces en mi infancia. Mi mamá –que en sus años de juventud se recibió de profesora de folklore- ponía una y otra vez en el tocadiscos el “Carnavalito del duende”, no me acuerdo interpretado por quién.

Ayer, después de muchos años, lo volví a escuchar en una versión tremenda. Y me sorprendí cantando toda la canción: me sabía la letra de memoria.

Me pasó lo que me ha pasado con otras que aprendí de chico: cantarla sin saber demasiado lo que estaba cantando. Más de cincuenta años tuvieron que pasar para darme cuenta de que, efectivamente, era la declaración de amor de un duende a una chica. Una de las tantas composiciones exquisitas de esa dupla fundamental que integraron Manuel J. Castilla y el Cuchi Leguizamón.

Yo te quiero querer

vos te hacís de rogar,

pero bajo la higuera

en una siesta me encontrarás.

Cómo no pude asociar en ese entonces asociar esa letra con aquellas cosas que me contaba mi abuela de duendes que andaban a la hora de la siesta escondiéndose entre los árboles.

Ni compadecerme de las angustias del duende rechazado:

No te me quieras ir,

voy al monte a buscar miel,

dulzuras quiere el amor

cuando lo hacen padecer

mintiendo, mintiendo.

Y el colmo del descuido: ni siquiera con el estribillo pude darme cuenta de que el amor lo estaba devorando al pobre.

El duende está enamorado,

sombrero aludo, dele bailar.

Cortan su mano de plomo

las algarrobas del carnaval,

saltando, saltando.

Nunca es tarde, cuando… ya se sabe. Así que fue como cerrar un círculo, que tardó medio siglo pero valió la pena.

Por cierto, entre un extremo y otro de estos cincuenta años he seguido escuchando cuentos y leyendas de duendes, ya no de boca de mi abuela. Y he sabido que cuando un duende se enamora de una muchacha no suele ser tan gracioso como el de Manuel Castilla. Parece ser que se pone insistente y le hace la vida imposible a su enamorada y a su familia.

Una de las maneras de librarse del asunto, es dejarle en los lugares por donde suele frecuentar un tiple –una guitarra de doce cuerdas-. Según una leyenda, el duende supo ser un ángel que andaba por las comarcas celestiales tocando el arpa. Hasta que se mandó alguna y lo expulsaron del paraíso al exilio de los montes. Desde entonces, lo único que lo calma es encontrarse con un instrumento de cuerdas.

Habida cuenta de tanto malandrín suelto que nos quiere hacer la vida imposible, habría que analizar la posibilidad de ir dejando guitarras en la vía pública. O en ciertos despachos.

Últimas Noticias

Feli Colina y los duendes enamorados