En algún momento de la postmodernidad una parte de la industria ha decidido orientar sus objetivos hacia un mundo de ingrávidos. Con datos a los que solo ellos pueden acceder, estos diseñadores de nuestra cotidianidad, entienden que más temprano que tarde la especie humana habrá mutado hacia seres lánguidos, frágiles, endebles, anémicos, casi etéreos. De manera tal que en un futuro no muy lejano, el mundo será un lugar de extrema fragilidad, donde todo esté a punto de romperse, quebrarse, hacerse añicos ante un manotazo imprevisto, un ataque de tos severo o un suspiro demasiado cargado de malos presagios. El mundo, así construido, pasará a ser algo así como un bazar de cristalería, donde todo será reluciente, luminoso, armónico y delicado. Un lugar, claro está, no apto para robustos.

Recuerdo que en mis trabajos de temporada en un balneario marplatense una de mis tareas consistía en ponerme al servicio de turistas porteñas cercanas o entradas ya en la tercera edad que iban a pasar sus días de descanso a La Feliz.

Mujeres de alta alcurnia y apellidos patricios que llegaban a la playa como quien llega a un cocktail, es decir, con lo puesto. Apenas una cartera de mano o un bolso liviano en el que trasladaban el dinero, los anteojos de leer y a lo sumo, un racimo de uvas Chenin para degustar a la tardecita. Nada de sombrillas, lonas, bolsos con bronceadores ni recipientes con sánguches de bondiola o milanesa. O sea, sí los llevaban, pero los dejaban arriba, en la costanera.

Cuando las veía bajar las escaleras, el encargado del balneario –mi jefe- apenas me hacía un gesto moviendo la cabeza hacia arriba, como un “andá pallá…” y yo sabía que tenía que ir a buscar los trastos de las viejas. La escalinata hasta la vereda constaba de un centenar de escalones, con lo cual yo trataba de cargar la mayor cantidad de elementos posibles a los fines de evitarme segundos o terceros viajes. Cargado como un camello en mudanza bajaba como podía, tratando de no rodar y estropear la carga. Recuerdo que lo que más me pesaban eran las sillas de playa y/o reposeras.

Cuando las viejas iban de a una, vaya y pase. Pero cuando eran dos o más, la cosa se complicaba porque cada cual tenía la suya. Aquellos objetos estaban hechos de una madera que hoy no sé si existe especie arbórea que la pueda proveer. Creo que hacían esas sillas con los durmientes que habían sobrado del tendido ferroviario de la época de los ingleses. Era como cargar un viejo banco de plaza, en versión portátil, o sea, con un intrincando mecanismo de bisagras y pernos lo que convertían a esos objetos en un dispositivo capaz de amputar un miembro o la misma cabeza, en caso de llevarlo colgado al cuello (como más de una vez debí hacer).

En esas sillas y reposeras se podían tender a tomar sol no solo aquellas señoras paquetas, sino también buena parte de sus ancestros y la totalidad de sus descendientes. Indestructibles al peso, al sol, a las inclemencias climáticas y catástrofes naturales como maremotos.

Mi idea de silla portátil o reposera está emparentada con aquellos armatostes de solidez indiscutida que debí cargar en temporadas veraniegas.

Hace un par de semanas, mi amiga La Rubia me puso al tanto de su nueva adquisición:

-Me compré un par de sillitas de camping, tipo reposeritas. Así que si algún día vamos por ahí a tomar mate, ya tenemos donde sentarnos.

Me imaginé, como en la adolescencia, volviendo a cargar esos pesados armatostes. No obstante, agradecí el gesto, porque sé que lo hizo por mí: levantarme del suelo, por más mullido que sea, me está resultando una tarea titánica.

Hace unos días, pasé por su casa y la invité a tomar mate a algún paseo tandilense.

-Dale, buenísimo. Llevo las sillas así las estrenamos-, me dijo.

-Dejá que yo las cargo-, me ofrecí caballerescamente.

-Pero no, hombre. Mirá lo que son-. Y ahí mismo me las mostró: traía las dos en una mano.

Dos objetos de plástico ligero, ergonómicas, apilables. Divinas.

Llegamos. Preparé el mate, me senté, cebé el primero y sentí ´crack…´.

-Creo que la hice c...

-Cómo que la rompiste…

-Sí, mirá. Acá, ves, se partió…

-Pero me dijeron que soportaban el peso de una persona adulta.

-Yo soy una persona adulta, a tales efectos.

-Parece que no.

-¿Que no qué? Que no soy adulto, que no resisten o que estoy gordo.

-No. Creo que el mundo está empezando a ser diseñado para modelos de publicidad de perfumes.

-Justamente eso estaba pensando el otro día. Ya casi no hay lugar para nosotros.

-Se te rompió a vos, no a mí.

-No seas así. No me dejes solo en esta.

-Ok. Está bien.

-Después la arreglo.

-¿Cómo?

-Le zampo una placa de fierro ahí donde se quebró. Ya vas a ver. No sé si va a quedar muy linda. Pero le voy a declarar la guerra a este mundo diseñado para etéreos.

-No me asustes.

-Vos fumá.

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