-Soltá. Dejalo ir…

Me lo volvieron a decir el lunes o el martes. No recuerdo bien a qué venía o qué era –seguramente sigue siendo- lo que yo debía dejar ir.

Obviamente, había una buena intención en ese consejo que me dieron. Y por eso lo tomé como tal. Aprendí no hace mucho tiempo que si uno quiere tener una relación más o menos armónica con el resto de la humanidad, debe tomar algunos recaudos. Entre ellos, desentenderse un poco de la literalidad de lo que nos dicen.

Los perros la tienen clara en ese aspecto: no entienden mucho el significado de las palabras, pero se manejan con la actitud de quien las pronuncia.

Ojo, habrá perros que sí entienden palabras. Dicen que los border collie pueden aprender alrededor de un centenar. No es el caso de mi perra, La Negra, que entre las muchas mezclas de su linaje ha de haber pasado un perro de esa raza, pero en la conformación de su ADN lo de la comprensión no le tocó.

Sabe su nombre, “vení”, “afuera”, “calmate” y “vamos”. Con el resto, se maneja por tono, volumen de voz y mirada. Es decir, interpreta mi intención.

Algo así intento con el prójimo. Una de las cosas más maravillosas que me han dicho –y siempre, pero siempre- gente humilde a la que uno le hace un favor-, es “que Dios te bendiga…”.

No creo en Dios, pero sí en la sinceridad de quien me lo dice. Con eso me alcanza y me colma.

Pero con el “soltá, dejá ir…” todavía no le encuentro la vuelta. Será porque cada vez que lo escucho no puedo dejar de recordar cierto percance que me ocurrió un día de lluvia imprevista y torrencial.

Volvía a casa en el auto luego del supermercado, donde entre otras cosas, había comprado jamón, queso, pan lactal y un par de latas de cerveza.

Había planeado una “noche de fiesta”. Algo así como mirar una peli, comiendo sanguchitos.

Además de la bolsa del supermercado, debía bajar del auto la mochila y algo más. En un día normal, hubiera hecho dos viajes de la puerta de casa hasta el auto; ese día y por cuestiones climáticas, decidí hacerlo en uno solo.

En un mal movimiento de querer cerrar la puerta, buscar las llaves, tratar de sacarme los anteojos, el pan lactal que asomaba por la bolsa cayó. Pero no a la vereda, sino a la cuneta, al agua, a la correntada, al arroyo o río que corría hacia la esquina y luego enfilaba para el Langueyú.

La vi flotar e irse. Y con ella, la ilusión de mi noche de fiesta.

-Dejala ir. Soltá-, me dije, con más resignación que sabia actitud.

Por un instante me vi de afuera y era la imagen de la decadencia humana, del fracaso absoluto, de un hombre quebrado y bajo la lluvia.

-Ma´ que dejá ni dejá…-, me grité.

Me lancé tras la bolsa de pan lactal como quien corre el último tren. O el ferry o el Titanic desde cuya cubierta nos despide Rose con lágrimas en los ojos.

No importa si la alcancé. Lo importante fue intentarlo, no dejarme vencer por el destino.
Y eso pensé, un par de horas más tarde, ya seco, sentado en el sillón con mis tres sanguchitos de jamón, queso y el vaso de cerveza, viendo “El Justiciero”, con Denzel Washington.

“Qué soltá ni soltá…”, me repito cuando las cosas no me salen bien.

Día por medio. O más a menudo, últimamente.

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