Basta con leer una decena de comentarios en las redes en torno a la noticia del fallecimiento del muchacho en moto sobre avenida Eva Duarte para entender que algo está mal. Muy mal en la sociedad actual.

A fuerza de leer barbaridades, nos acostumbramos a la violencia sin filtro en este tipo de espacios. Lo que deberíamos ir pensando es que esa violencia ya no está circunscripta o contenida solo en lo virtual. El dique se desbordó. La “vida real” se va tornando día a día tan agresiva, tan brutal, tan irracional como las frases tecleadas desde el odio más visceral y sin filtro. Los haters caminan a nuestro lado. Nosotros, en algún aspecto de la problemática social que nos involucra, somos los haters de otros.

“Lamento mucho la pérdida de una vida tan joven, pero…”. Así comienzan los comentarios más “sensatos” y “racionales”. Mostrando algo de empatía con el chico fallecido y su familia. Seguidamente, el “pero” actúa como una suerte de licencia para expresar una queja que velada o explícitamente huele a un odio que subyace en gran parte de la sociedad y tiene como blanco, justamente, a estos pibes que a bordo de una moto no respetan leyes, normas, conductas ni previsiones.

Porque pareciera que arriba de una moto no existiera un prójimo a quien tener en cuenta. Tampoco la propia vida parece estar entre esas probabilidades calculadas a velocidad sobre dos ruedas. O sobre una.

Un mundo sin otros, despersonalizado en su máxima expresión. En la que no queda ni siquiera el yo como ser social, sino un conjunto medianamente aglutinado de sensaciones de cara al viento.

Por la cuadra de mi casa, a cualquier hora y cualquier día de la semana es constante el desfile de motos con escape libre, haciendo piruetas. Van y vienen. Es decir, van acorde a la circulación y vienen a contramano. Podría decir que en mi cuadra rige de manera parcial la ley de tránsito.

Hace un tiempo, salí con mi auto de casa y estuve a veinte centímetros de llevarme puesto a uno de esos pibes que venía haciendo willy. El chico me miró y sonrió. No fue una sonrisa cómplice ni mucho menos avergonzada o de disculpas. Fue casi –o al menos así lo interpreté- como un “jodete”. O sea, casi lo mato y el pibe me gozó en la cara.

Pero puede ser que esté confundido. Porque definitivamente no entiendo. Estoy en el otro lado de ese mundo yuxtapuesto al mío. Dos realidades que han perdido la capacidad de entenderse, de comunicarse; meramente y por ahora comparten un tiempo y un espacio. Yo interpreto que el pibe me quiere joder. Estoy seguro de que él interpreta lo mismo.

En ese contexto, el problema no son las motos. En todo caso, las motos son un síntoma.

En la convocatoria a la caravana en “homenaje” al chico fallecido podían leerse algunas voces que se sumaban a la marcha: “hagamos ruido como a él le gustaba…”. Y, según me cuentan, hicieron sonar los escapes frente a la funeraria de avenida Avellaneda. Un mundo paralelo haciendo ruido porque sabe que ese ruido molesta al “otro mundo”. Un ruido de dolor y congoja por el amigo caído. Que así y todo de apenado, agrede.

Tal vez en los cincuenta, los sesenta y hasta los setenta las motos aglutinaban sentidos idealizando la figura arquetípica del peligro. James Dean –el eterno y fugaz rebelde sin causa- a bordo de su indómita Trophy TR 5. Los tiempos han cambiado y podría ser que hoy constituyan no solo eso –el peligro es intrínseco a andar sobre dos ruedas-: también una manera ruidosa de molestar, de agredir. De violencia. Sobre una Corven 110 domada a despieces.

Pero quedarse con que los pibes que se juntan a hacer picadas o a salir de caravana a hacer ruido son “simplemente” violentos, sería de una miopía mayúscula. Como lo es abordar la problemática por el lado de las leyes o, incluso, de la salud pública (las estadísticas accidentológicas con motociclistas como víctimas son alarmantes).

A lo largo de los últimos años hemos visto intentos normativos para encaminar el asunto. Desde la prohibición de cargar nafta a quienes van sin casco a pretender imponer chalecos con el número de patente de la moto; de establecer controles que ponen en riesgo tanto a controladores como controlados como terceros –parece ser lo último que se está analizando- a prohibir que vaya un acompañante en moto (porque además, como si fuera poco, está la figura del “motochorro” como protagonista más o menos estelar de la inseguridad ciudadana).

Paradójicamente, mientras nuestras calles dan a luz cotidianamente decenas de nuevas motos –algunas como herramientas de trabajo semiesclavo, otras como medio de transporte para familias que no acceden al auto y se les hace cuesta arriba el colectivo y otras como objeto aspiracional- el fenómeno se torna cada vez más ajeno a la comprensión de buena parte de la sociedad. Una ajenidad que mete miedo y, por ende, es demonizada.

Como sea, la furia merodea nuestras calles.

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El dolor y la furia