A veces me gustaría ser ornitólogo. No siempre, claro. Y no porque la vida de un ornitólogo sea aburrida o peligrosa o desdeñable; digo que yo me aburriría siendo ornitólogo a tiempo completo. Como de todo lo que me demande más de dos horas.

Pero a veces me gustaría conocer especies, características y costumbres de las aves.

Por caso, el árbol de la vereda de enfrente de mi casa se ha convertido en complejo habitacional y recreativo multirracial, por llamarlo de alguna forma -de ser ornitólogo sabría definirlo-. Conviven gorriones, palomas, horneros y chimangos, hasta donde me da la sabiduría. Hay otros pájaros que desconozco. Mejor dicho, los conozco de vista y de oído, pero no sabría identificarlos.

Como podrá deducirse, el árbol de enfrente es bastante generoso en cuanto a tamaño y tolerancia. Y si fuera botánico -algo que también me gustaría ser, pero no tanto como ornitólogo-, podría decir de qué especie se trata.

A lo que voy es que esta vecindad con el árbol y sus habitantes me ha generado algunas inquietudes. Por ejemplo, qué clase de pájaro es el que canta a la madrugada. Nótese que digo madrugada y no alba o amanecer o aurora. Tipo cuatro de la mañana arranca. Y yo que soy de sueño liviano, no voy a decir que me sobresalto: simplemente, me despierto. Miro la hora y me digo: todavía falta para que salga el sol. El pájaro ha de pensar lo mismo -de ser ornitólogo seguramente no hubiera aplicado el verbo "pensar"-, pero se nota que lo mata la ansiedad. U otro tipo de menesteres; creo haber leído alguna vez que el trino forma parte del cortejo amoroso de las aves. En tal caso no sería la ansiedad lo que lo mata sino otra urgencia.

Deduzco que el ave en cuestión ha de ser pequeña en virtud del volumen de su canto. En el silencio de la madrugada suena como si lo tuviera anidando en la almohada; pero es sólo una ilusión sonora. Estimo que ha de ser un gorrión. Mejor dicho, varios, porque si fuera uno solo vaya y pase. Pero decenas de gorriones cantándose los unos a los otros a las cuatro de la mañana son inquietantes. O algo así.

Afortunadamente, el chimango es más perezoso. Al menos los dos que viven en el árbol de mi vereda, que evalúo han de ser pareja. Tal vez por esta misma circunstancia -una relación aparentemente afianzada- no necesitan de gritos para proponerse la relación amatoria.

Por fortuna, insisto, porque el chimango -al menos, mi vecino- tiene unos pulmones envidiables (releo la palabra "pulmones" y vuelvo a pensar en aquello de ser ornitólogo): ¡cómo grita este pajarito! Lo he escuchado al mediodía o en plena tarde y es un grito electrizante. Se me hiela la sangre de solo escucharlo. Imagino que ese chillido a la madrugada no sólo me despertaría sino que me dejaría al borde de un incidente cardíaco.

Así todo no sé si no lo prefiero al chimango antes que a la paloma. Parece muda, pero no lo es. Está constantemente con ese ronquido, ese arrullo que emite, que uno no se da cuenta lo molesto que es hasta que se calla. Como si hubiera un extractor prendido. Día y noche. Porque la familia de palomas que vive en una rama que da cerca de mi ventana, o bien no duerme o bien se turnan entre los integrantes para darle al extractor. Quizás de esta manera ahuyenten predadores. O mosquitos, no sé. No soy ornitólogo.

A esta altura, muchos se preguntarán de qué me quejo, si soy un privilegiado en poder levantarme y acostarme arrullado por el canto de los pájaros del árbol de la vereda de enfrente.

En realidad no me quejo. Porque gracias al cielo, cada cinco minutos -ocho a lo sumo, de noche- por mi calle pasa alguna moto con escape o un auto bien pistero, que hacen tronar su motor y se escucha un aleteo despavorido: chimangos, palomas, gorriones, horneros y todos los pajarracos del árbol huyen en tropel (o en manada) del susto que se pegan.

Y por unos minutos se puede disfrutar nuevamente el silencio.

Hasta que vuelven los pájaros y pasa una moto y vuelve el silencio. Y así.

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