Me pasa cada vez que hago un viaje largo en auto. Durante las semanas siguientes, algunos de mis sueños tienen como escenario los pueblos por los que pasé y ni siquiera me detuve. O lo hice apenas algunos minutos, para estirar las piernas, pedir agua caliente o comprar algo para comer que no sean los productos plastificados de las estaciones de servicio.

No viajo seguido. Si lo hiciera, quizás mis sueños no se ocuparían de estas cuestiones. O se transformarían en algo así como una aplicación de viajes o alojamientos. Sueños turísticos, promocionales, insistentes.

Sabido es que los sueños responden a una lógica propia, en la que vale todo: mezclar rostros, nombres, lugares, tiempos, personajes. Así, una llama que vi en Abra del Infiernillo, se me aparece tomando agua del río Negro, en General Conesa.

Precisamente, a esa llama –una llamita, negra y distante- la he soñado un par de veces. Y quizás tenga su explicación: cuando de camino a Tafí del Valle me detuve en Abra del Infiernillo, un paso montañoso de los Valles Calchaquíes. Allí en medio de un barraco y del viento hay una casa de artículos regionales. Un alto obligado en una ruta de curvas y contracurvas, a más de tres mil metros de altura. Ahí estaba la llamita atada a un palo, junto a un cartel que ofrecía al visitante sacarse una foto con el animalito a un costo mínimo. Unos metros más allá, otro cartel: “Oferta – Dos salamines de llama por 6 mil pesos“. Ni me saqué la foto ni compré los salamines. Pero la pobre llamita –que ya a esta altura debe ser parte de la promo- me quedó en la memoria y de tanto en tanto la ubico caprichosamente en otras locaciones.

Hace unos días me desperté con una imagen y un sonido: alguien a quien no pude verle la cara porque estaba de espalda, sentado en una reposera, descansando. Y de fondo, una melodía relajante de agua corriendo entre piedras y pequeños saltos. No, no era el río Negro donde quedó la pobre llama fantasmal y sedienta. Pero ese sonido me venía de algún lado y hasta cierto aroma a la humedad que deja entre los troncos podridos el agua cuando baja.

Traté de no pensar demasiado mientras me preparaba el mate del desayuno. Por un lado, no quería que se me fuera esa imagen y por otro, intentaba recordar de dónde me venía. Uno sabe que cuando pone en funcionamiento de manera consciente la cabeza, lo que ocurrió en el sueño se evapora; los dos mundos no suelen congeniar.

Se me vino a la memoria Villa Arcadia, el río Sauce Grande, una tarde soleada de primavera. Había una calle bordeando el cauce, una camioneta estacionada bajo las acacias y alguien leyendo cerca de la orilla.

Sí, yo estuve ahí y si lo evoqué en el sueño es porque en la ocasión no pude resolver un dilema si se quiere menor. La camioneta estacionada no era de las nuevas, de las que se ostentan en la ciudad a pesar de estar diseñadas para otro lugar; era si mal no recuerdo una Ford modelo ochenta y pico. Una chata de trabajo. Seguramente rural. Pero quien estaba a unos metros, sentado en la reposera leyendo un libro no era alguien “de campo”. No era un hombre, estoy seguro (a la distancia, apenas pude ver parte de su pierna estirada, relajada. Una ojota pendiendo de los dedos del pie). ¿Por qué una mujer que hace tareas rurales y maneja una Ford vieja no podría haberse tomado unas horas de descanso leyendo un libro a la orilla de un río? Porque no. Más que prejuicio, en este caso lo mío es razonamiento empírico. ¿Podía tratarse de una pareja: él algunos metros más allá, tirando piedritas al río o quizás pescando y ella, sentada leyendo? No tengo demasiados fundamentos para negar esa posibilidad. Pero tampoco. No sé podría explicarlo pero yo se dé orillas y de libros y soledades.

La mujer estaba sola.

Tan ansiada y contundentemente sola que ni me atreví a acercarme, como lo podía haber hecho bajo alguna excusa: la del turista intruso que se fascina por el agua de un río como si nunca hubiera visto uno en su vida. Es más, hasta podría haberla saludado –el turista que cae a un pueblo se torna amable y educado, mientras que en su ciudad durante todo el año no saluda ni al vecino-. Y de haber obtenido respuesta al saludo, hasta me hubiera animado a preguntarle qué estaba leyendo. No de entrada claro, porque esa situación sí que es invasiva, sino detrás de algunas preguntas o consideraciones: ´qué paz que se respira acá…´, ´¿cómo se llama este río?´o ´¿cuántos viven en este lugar…?’ Y luego de eso sí: ´discúlpeme. La veo tan entretenida en la lectura que me dio curiosidad: ¿qué libro es?´.

Nada de eso ocurrió, afortunadamente. Sigo siendo una persona tímida y pasa por respetuosa.

La mañana de hace unos días, a la altura del tercer o cuarto mate, ya casi nada quedaba del sueño. Como nada va quedando de esos pueblos por donde anduve de pasada y quizás no vuelva. Apenas un animal condenado, un personaje sin rostro. Y el agua, siempre el agua, borrando o llevándose todo.

Quizás la poeta española Olvido García Valdés tenga el secreto: “El agua es algo de lo que no sé; que veo y miro, que oigo y toco y de lo que no sé. En lo que escribo aparece, en algunos poemas ahí está…”

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El agua que no sé