Uno de estos últimos sábados por la mañana me encontré con un viejo amigo en el centro.

-¿Qué hacés?-, me saludó con lo que consideré una efusividad exagerada para un sábado a la mañana, con frío y tratándose de mí.

-Hola, cómo andás…

-Justamente anoche me acordaba de vos.

-Ah, bueno. Espero que para bien. La gente no suele acordarse de mí y cuando lo hace no sé si es por algo bueno.

-Sí, sí. Tranquilo. Lo que pasa es que llegó a mis manos un libro con uno de tus cuentos.

-Ah, jodeme. ¿Cuál?

-¿Tenés muchos libros publicados?

-No, uno solo. Una edición de Autores Tandilenses. No gané obvio, pero quedé entre los seleccionados y lo publicaron. Un cuento sobre un relato de mi abuela. De aparecidos.

-Sí, buenísimo. Me gustó.

La conversación giró en torno a esa costumbre que tenían nuestros mayores de contarnos historias de terror. O al menos, los mayores suyos y los mayores míos. No sé si a todo el mundo le ha pasado eso. Espero que no.

Nos entretuvimos en una charla fuera de tiempo y de lugar: a las diez de la mañana de un sábado de otoño de 2024, en pleno centro de Tandil, con una crisis económica severa y con un gobierno nacional que a ninguno de los dos nos cae bien. Es decir, teníamos otros temas para tratar y de paso entrar en calor.

Nos preguntamos, casi a manera de conclusión, por qué aquellas épocas de nuestros abuelos eran tan fértiles en este tipo de historias sobrenaturales.

Argumentamos que el tedio, la falta de otro tipo de entretenimientos, el escenario rural y monótono que les tocó vivir, una cultura con fuertes dosis de misticismo y leyendas, y demás conjeturas.

Parecíamos dos cientificistas regocijándonos de nuestro razonamiento tan alejado de aquellas creencias.

Hasta que por fin se dio lo que se tenía que dar: comenzó a confesarme una situación que lo perturbó durante muchos años de infancia y adolescencia y que ya de grande no pudo desentrañar, pero al menos contarlo.

Lo frené en seco:

-No me cuentes nada, te lo ruego. Soy miedoso y vivo solo.

-Bueno, si querés me voy a vivir con vos.

-Ehhhh, no. Mejor contame.

Y me contó.

Por esas cuestiones de herencias familiares, una antigua cama que pertenecía a su bisabuelo pero que él sospecha vendría de antes, fue a dar a su habitación. Es decir, se convirtió en su cama de niño.

Era de madera, posiblemente de roble, y sobre el respaldo tenía tallada la imagen de una santa, que él presume sería Santa Rita.

Cada vez que se iba a acostar por la noche, sentía que un movimiento que aún hoy no puede definir. Como una ondulación que provenía del elástico de la cama o tal vez de más abajo.

Cuando apagaba la luz, escuchaba un sonido monótono y preciso, como el péndulo de un reloj, pero que surgía del respaldo mismo de la cama. Como si algo golpeara la madera.

-Bicho taladro-, esgrimí.

-No seas zonzo.

-Ok, trato de desdramatizar.

Cada noche lo mismo. Cuando se animó a exponer el caso frente a su familia, le dieron la misma explicación que le di yo.

Pero no lo convenció, ni ahora ni en ese entonces, aunque aceptó la situación como natural. Como se aceptan los misterios en la infancia.

Con los años, se fue de la casa y la cama quedó en su habitación, hasta que fue a dar a la casa de su hermana, destinada a uno de sus hijos.

Muchos años más tarde, en un almuerzo dominguero y familiar, donde se juntan, hijos, nueras, nietos y sobrinos, el pibe se quejó porque a las noches su cama se movía y hacía ruido.

-No sabés lo bien que me sentí.

-Sos un perverso, loco. Tu sobrino estaba viviendo la misma pesadilla que vos y te pusiste contento.

-No, contento no. Pero al menos pude confirmar que no estaba loco. Y dado que ya era una persona mayor le dije a mi hermana que prendiera fuego esa cama.

-¿Te hizo caso?

-No. Pero por lo menos a mi sobrino le compraron una nueva.

-¿Y la cama?

-Creo que fue a dar a un galpón. Ahí debe estar, seguramente, si es que no la vendieron o regalado a alguien.

-Por favor, no lo permitas.

-¿Y qué querés que haga?

-Con la excusa de hacer un asado, te aparecés un domingo en la casa de tu hermana y ya tenés la leña.

-No es mala idea. Lo voy a hacer. ¿Querés que ese día te invite a comer?

-Ni se te ocurra.

-No, hombre, tranquilo. Con lo cara que está la carne, mirá que te voy a invitar.

-Qué increíble, en el país de las vacas no nos podemos comer un ni asadito. Nos estamos yendo al….

Por suerte, la conversación se encaminó a los lugares de siempre. Se me fue el miedo. Me agarró otro, en realidad.

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