De las anécdotas de su infancia que solía contar mi mamá algunas me resultaban atrapantes, otras graciosas y las más, zonzas. Las primeras eran protagonizadas por fantasmas y apariciones y se las escuchaba a mi vieja en reuniones "de grandes". Cuando estábamos los dos solos le pedía que me las relatara pero se negaba. "No son cosas que tenga que escuchar un chico", me decía y como para compensar salía con alguna anécdota graciosa. Al menos, desde su intención, ya que en la mayoría de las veces, a mí no me caían en gracia.

Salvo un par que, ante la negativa a contarme de almas en pena, se transformaron en segunda opción.

Años más tarde, recordándolas más que miedo, gracia o aburrimiento, todas me resultaron tiernas. Por esos extraños mecanismos de la mente, los recuerdos de la infancia de mi mamá pasaban por un tamiz donde sólo quedaba lo grato. Tal vez por eso eran siempre las mismas. Y, por cierto, no muchas.

Entre ellas, me gustaba la de un tal Eusebio.

Tío Eusebio para más datos, aunque la condición de tío no le llegaba por ser hermano de mi abuelo o mi abuela, sino por algún parentesco un poco indefinible o complicado de explicar. Tal vez el tal Eusebio haya estado casado con alguna prima segunda y ya difunta de mi abuela.

Pero venía por el lado materno, seguro. Porque entre los comentarios paralelos a la anécdota propiamente dicha, incluían los rezongos de mi abuelo Cungo cada vez que Eusebio llegaba de visita a la casa.

-Ahí viene tu pariente -dice mi mamá que se quejaba su padre-. Atendelo vos que yo me voy.

Y ahí nomás ensillaba su zaino y se las tomaba, Cungo. Dejaba, eso sí, al Amigo, un ovejero que ya estaba viejo -para seguirlo- y malo -para cuidar la casa-.

La costumbre de desaparecer a mi abuelo le venía de sus años de servicio como policía. Siempre lo encomendaban a otro pueblo, lejos de su familia. Cuando regresaba al hogar sembraba un hijo y volvía a partir antes de verlo nacer.

Pero con lo de Eusebio, mi abuelo tenía razón: era un viejo insoportable, según relataba mi mamá.

Uno de esos paisanos altaneros, autoritario, malhablado y agresivo. Así las cosas, sus visitas eran una auténtica desgracia para toda la familia. Sólo mi abuela disimulaba el desagrado de tener que recibirlo. Al fin y al cabo, era su pariente.

Para mi vieja y sus hermanos, eran días trágicos. Porque además, Eusebio llegaba y se instalaba hasta cuando le parecía. Durante su estadía había que atenderlo como a un huésped de honor: las mujeres le cebaban mate, y le dejaban la ropa impecable; los varones, le lustraban las botas, le iban a comprar tabaco y ginebra y le daban de comer al caballo. Todo ante la atenta mirada de Eusebio. Y cuando una cosa no le gustaba, la mano se le hacía rebenque y la palabra, azote.

La idea fue de los hermanos más chicos. A los mayores ni se les hubiera ocurrido, no por respeto sino por miedo.

Resulta que al Amigo, el perro, la vejez le había afianzado su carácter áspero. Estaba todo el día tirado a la sombra y pocas veces se arrimaba a la casa para recibir un hueso y muy de tanto en tanto, una caricia. Porque no le gustaba que lo tocaran. Y mucho menos, que le soplaran el hocico. A casi ningún perro le gusta, dicen que es porque tienen que tener el la nariz húmeda para oler mejor.

Los tres hermanos más chicos -entre ellos mi mamá- decidieron hacer justicia por mano propia. U hocico ajeno.

-Tío, usted sabe que al Amigo le encanta que le soplen la cara.

Eusebio salió de su letargo. Estaba sentado a la sombra de un árbol pensando vaya a saber qué maldad.

-¿Ahá? Raro en un perro... Pero en esta casa están todos locos, así que no me extraña.

-En serio, tío. Pruebe, va a ver.

-Tráiganme a ese perro a ver si es cierto.

Y ahí salieron los tres, corriendo a buscar al Amigo.

Más por compromiso que por ganas, el perro los siguió con paso desganado. Eusebio se tuvo que valer de un pedazo de galleta para que el perro se le arrimara.

Y una vez que lo tuvo a tiro, tomo aire y le lanzó un soplido prepotente y enviciado.

Cuando se vio venir el tarascón, atinó a hacerse para atrás. Eso lo salvó de perder la nariz. Los colmillos del Amigo lo alcanzaron de refilón en el labio inferior.

Los tres hermanos salieron corriendo a las carcajadas. Y detrás Eusebio, que no sabía si agarrar el rebenque para darle a los tres, al perro o llevarse la mano a la boca para que dejara de sangrar.

Cuenta mi vieja que de la paliza no se salvaron. Pero fueron más gritos que chirlos, por parte de mi abuela.

-Ahí tienen, para que aprendan a no molestar al tío Eusebio, gritaba mi abuela, con una voz destemplada que contrastaba con su gesto casi sonriente.

Eusebio se fue al otro día. Pasaron varios meses hasta su próxima e indeseada visita. Cuando volvió, todavía tenía la marca de los cinco puntos de sutura bajo el labio.

Aquella vez, el Amigo revalidó su nombre.

Y se ganó un lugar privilegiado en los recuerdos gratos de infancia de mi vieja. Que, como se ha dicho, no fueron muchos.

Últimas Noticias

De perros y malos