Por Marcos Gonzalez

-¿Usted es inteligente?

-Si me dan algunos años para pensar, sí. Si me hacen preguntas como las suyas, inmediatas, soy más bien estúpido.

(Jorge Luis Borges)

Una de las preguntas más inteligentes que me han hecho en los últimos tiempos: ¿de qué cosa estoy convencido pero no lo puedo demostrar?

Era una pregunta inmediata, de manera que reaccioné a lo Borges, pero en serio: contesté alguna estupidez.

No obstante el interrogante me quedó dando vueltas en la cabeza. De tanto en tanto me acuerdo y encuentro nuevas respuestas. Que tal vez sean tan zonzas como la primera que se me ocurrió, pero al menos las mantengo en secreto.

Ayer se me ocurrió una nueva. Tuve una de esas tardes en las que las cosas salen mal. Nada grave, ninguna tragedia, ningún inconveniente que no haya podido ser subsanado. Simplemente esos pequeños contratiempos cotidianos que si vienen de a uno o de a dos forman parte de la rutina, pero cuando se dan todos juntos lo dejan a uno pensando.

Hay quienes adhieren a la teoría de que si uno está mal predispuesto es muy factible que algo, gran parte o todo salga mal. No es una mala hipótesis. Incluso, aunque un poco fantasiosa, tiene más fundamentos que la mía, que paso a detallar: hay objetos que en determinado momento o hay momentos en que determinados objetos adquieren vida propia.

Y para poner un ejemplo familiar a todos, diré que basta con que uno esté lo suficientemente apurado como para que las llaves del auto no aparezcan.

Para la única cuestión que soy metódico es para guardar las llaves. No es tampoco un gran método: simplemente, las dejo siempre en el mismo lugar. Cuando llego a casa no me las guardo en el bolsillo por más que tenga las manos ocupadas con decenas de bolsas del supermercado: me las quedo en la mano, hasta que las dejo en su lugar. Transito por el delicado límite que divide el orden del trastorno obsesivo compulsivo. Sin embargo, me ha pasado en ciertos días en que se me hace tarde para llegar a una cita en que voy al lugar de las llaves y no está la del auto. Están la de la puerta de entrada, las del portón, la de los candados; incluso las que no sé de dónde son. Pero las del auto no. Comienzo entonces el periplo de revisar los bolsillos de sacos, camperas, pantalones: pensar qué fue lo primero que hice cuando llegué a casa, deambular por la cocina, las habitaciones, el living, el patio. Y por lo general aparecen, veinte centímetros más acá o más allá de donde revisé en varias oportunidades.

Otro ejemplo: estamos subidos a una escalera tratando de poner un tornillo en la pared. De repente, un movimiento en falso, un descuido, una distracción y el tornillo cae. Si uno no toma la previsión de seguir el “vuelo” del tornillo hasta determinar dónde aterriza, existe una alta probabilidad (superior al 85 por ciento) de que no aparezca más. No al menos ese día. Es en vano tirarse de panza tratando de fijar la vista a ras del suelo o tantear como un invidente palmo a palmo cuatro metros a la redonda o convocar a la familia entera a la búsqueda. El tornillo aparecerá a los dos o tres días al lado de la puerta de entrada.

¿Cómo hizo para llegar hasta ahí? Sencillo: se fue solo.

Ni hablar de linternas o velas cuando se corta la luz; tijeras; biromes que dejan de andar cuando uno va por la mitad de un número de celular que le están dictando, teléfonos que se quedan sin batería en plena declaración de amor. Sucede también con los pulóveres lisos de cuello redondo: siempre quedan puestos lo de atrás para adelante.

Son como animalitos desobedientes. Como mi perra Negra que sabe que no tiene que cruzar la calle y siempre me hace caso, hasta que viene un camión. Hay determinados momentos con determinados objetos en que ocurre lo mismo: desobedecen, se rebelan, se amotinan.

Yo sé que a partir de esta declaración comenzarán a llegar mensajes y cartas documentos de cientificistas que dirán que todo tiene una explicación: leyes de la física, cálculo de probabilidades, meros olvidos. Como se ha dicho: no lo puedo demostrar, pero sé que no es así.

Borges me entendería.

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