Termino de ver la serie “Adolescencia” –británica, dirigida por Philip Barantini y escrita por Jack Thorne y Stephen Graham- y soy el meme de Osvaldo Laport (ese que se agarra el pelo con pretendido gesto de seductor).

-Necesito hablar con padres y madres de adolescentes.

Busco entre mis grupos de whatsapp: “Familias de segundo año”…. Y cuando estoy a punto de escribir algo así como “tienen que ver la serie….”, me arrepiento. El grupo está hecho para recordar que los chicos tienen que llevar un mapa número cinco de Checoslovaquia, que mañana no tienen educación física o cuánta plata hay que poner para el próximo cumpleaños.

Trato de desacelerarme y no puedo.

Por un lado, porque es una gran miniserie: cada uno de sus cuatro capítulos están filmados en plano secuencia, las actuaciones son impecables, la fotografía, la música, la historia… todo.

Pero por otro, y principalmente, porque el tema que aborda me da de lleno en mi condición de padre de un nene a punto de cumplir 13.

Es como si ahora mismo me estuviera dando cuenta de esa condición. Como si estos 13 años y todos sus avatares hubieran transcurrido en un abrir y cerrar de ojos y de repente me doy la cabeza contra la realidad: ´soy padre de un adolescente en estos tiempos…´.

Esa persona –en proceso de formación de su psiquis- que pasa horas encerrada en su habitación jugando con la compu o la consola o mirando el celular seguramente está viviendo situaciones que quizás yo ni estoy enterado. Lo cual está dentro de las “reglas del juego” entre padres e hijos adolescentes de cualquier época. El punto o el problema es que es él quien decide a grandes rasgos cuáles de esas situaciones está dispuesto a hacérmelas saber. Y el otro punto o gran problema es que si decidiera compartir algunas –las más complicadas, digamos- no sabría cómo hacerlo, porque está seguro de que yo no lo entendería. Y en algunos casos, es probable que no lo entienda.

Parafraseando a una publicidad de combustibles, no es que parece que hablásemos en distintos idiomas: hablamos en distintos idiomas.

Yo podría pedirle permiso para ver en su celular las conversaciones que mantiene con sus pares -si no las borró- y ver que “está todo bien”. Porque allí donde yo veo emojis y dibujitos de colores, él está leyendo una historia. La suya: feliz, trágica, emotiva, simpática o lo que fuese. Escrita en un lenguaje cada vez más encriptado y cambiante. Un código, desconocido para mayores de 30. Y digo 30, pero podría decir 28, 24, 18.

“Me dio pena verte tan perdido en todo esto”, le dice el adolescente a su padre policía que está investigando el crimen de una piba a manos de un nene de 13 años. Porque el detective está viendo corazoncitos de colores en las conversaciones de Instagram de los protagonistas, pero no ve que esos símbolos casi simpáticos expresan violencia o algo parecido al acoso o al bullyng.

En el capítulo donde se muestra esta escena se ve, además, el desconcierto que reina en un colegio secundario. Con docentes desbordados, descomprometidos unos, impotentes otros, pibes y pibas desorientados, rebeldes, retraídos, incomprendidos, porque hablan un idioma que los adultos no van a entender. Un sistema diseñado hace casi dos siglos que lógicamente hoy no funciona.

Todo esto en el contexto trágico –más allá del crimen- que supone el tránsito por la adolescencia, donde todo se magnifica: el amor, el desamor, las relaciones, el rechazo, la aceptación, la pertenencia, la mirada del otro y la desnuda –en algunos casos literal- exposición de las redes sociales.

Y un padre y una madre que se miran a los ojos y lloran porque saben que podrían haber hecho algo mejor a la luz de los resultados. Pero no saben qué.

Sentirse culpables de lo que desconocen.

De lo que desconocemos.

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