Si alguna secuela me quedó de la pandemia es la imposibilidad de lograr una concentración plena y duradera en lo que fuese.

Recuerdo haberlo evidenciado claramente por aquellos días: me disponía a leer un libro y no podía sumergirme por completo, como siempre lo había hecho y como en algún sentido lo estoy tratando de hacer ahora. Como si una parte de mi ser prefiriera mantenerse en alerta, por si algo pasaba, por si ese virus que trastocó y trastornó nuestras vidas pudiera ingresar por la puerta entornada de mi casa, por una ventana, por la rejilla de la bacha de la cocina.

A cinco años de este asunto aún me cuesta la concentración plena y a voluntad. Ya no es el virus el que acecha más allá de la seguridad de mi hogar. Pero hay algo.

Hace un rato estaba leyendo una entrevista muy interesante de Jorge Fontevecchia a Andrea Colamedici, el filósofo italiano, que ideó un experimento filosófico para el cual creó la identidad falsa del escritor hongkonés Jianwei Xun, autor del libro “Hipnocracia”, creado en colaboración con herramientas de inteligencia artificial. El libro generó controversias en Europa, donde existe preocupación por los alcances que pueda tener la IA. La obra –según su autor- es al mismo tiempo teoría y práctica, reflexión y experiencia.

La entrevista es extensa, reflexiva, con constantes citas a autores contemporáneos y clásicos. Me costó bastante no distraerme. Ahí estaba, otra vez, la acechanza detrás de las puertas, de las ventanas entornadas, de la mirada de mi perra mansa. De la misma pantalla de la computadora donde leía línea a línea.

Ahí estaba, en esencia y en presencia, la mismísima IA. Expuesta por Colamedici y sus intentos por desnudarla, dejarse abrazar por ella, sacarle provecho. Relacionarse sin colapsar como Ulises frente a las sirenas.

No tengo interés en relacionarme con la IA. No puedo ser tan necio de negar que mi voluntad poco y nada puede hacer al respecto. Pero por lo pronto, la demonizo. O lo que es más infantil aún: no la nombro, como si con ese silencio la alejara de mi vida.

Como sea, me costó mucho sumergirme en la entrevista. Sé que en algún momento “Hipnocracia” va a llegar a mis manos y sé también que su lectura me va a resultar casi imposible.

Desconcentración. Algo acecha.

Hace algunos días, en uno de los tantos grupos de Whatsapp que integro, un amigo que vive en La Plata, nos pedía a quienes estamos en Tandil referencia de algún carpintero que pudiese arreglar una cortina de enrollar de madera. Se le había roto a la mamá, que vive acá

-Marcos algo sabe de carpintería-. Escribió, casi como una broma, otro integrante del grupo. El compromiso estaba asumido.

Le dije a mi amigo que iba a pasar por la casa de su mamá. Le di fecha, hora y consejo: “Alertala sobre mi aspecto. Un tipo grandote, con barba y eterno gesto de enojo tiende a asustar a la gente buena…”.

No obstante, días más tarde frente al timbre de la casa de la mamá de mi amigo traté de dibujarme una sonrisa. Y funcionó. La señora me saludó como si me conociera de toda la vida, me hizo pasar y me mostró el problema.

Un problemón.

Las cortinas de enrollar de madera son algo así como un animal enorme, noble, guardián, fiel e inofensivo. Pero están al borde de la extinción. Prácticamente no quedan carpinteros que se dediquen a arreglarlas ni mucho menos a hacer las tablas, que tienen distintos ángulos, molduras y un calado por donde atraviesan los alambres que permiten engarzar unas con otras.

Un animal malherido. Pesado como un oso que ya no puede moverse solo. Y yo tenía que cargarlo (o descargarlo) de su incómoda posición, llevarlo al piso y ver cuántas costillas tenía quebradas. Todo esto sin que se me cayera encima.

Si no hubiera sido la mamá de mi amigo –es decir, un ser frágil en algún sentido, indefenso en otro, que requiere de cuidados y, en definitiva, una imagen más o menos aproximada de mi propia madre- habría huido de ahí bajo cualquier excusa. O confesión honesta: “esto no sirve más. Lo más atinado sería tratar de conseguir una nueva, de esta misma medida o directamente pensar en poner una de esas de plástico que son horribles e inseguras… Como sea, yo no puedo hacer nada”.

-¿Se puede arreglar?-, me preguntó la mamá de mi amigo en una de sus tantos viajes desde el comedor donde miraba la tele a la habitación, donde yo manipulaba al oso crujiente y moribundo.

-Sí, vamos a tratar de resucitarlo… De que funcione.

Segundo compromiso asumido. Con un agravante, la ventana da a la calle. Y la habitación es la de la mamá de mi amigo. No podía pasar de esa tarde arreglarla y volver a colocarla en su lugar.

Sobre la silla que había utilizado para bajarla, me senté a pensar. Repasé el manual de ingeniería argentino en su volumen “lo atamos con alambre”. Algo vislumbré que podía funcionar. Precintos, tornillos, cola de carpintero, suplementos de madera y algunas horas de ensayo/error.

Al fin, antes de que oscureciera, el oso había vuelto a su lugar. Herido, sí, pero con una expectativa de vida interesante.

A la siguiente vez que la mamá de mi amigo se asomó a su habitación, vio que el taparollo estaba puesto y la persiana baja.

-¿La arregló?

-Me gustaría que primero la pruebe.

La subió y la bajó un par de veces. Funcionaba. Todo parecía estar bien. Por dentro comencé a sentirme un buen tipo. No solo eso: un tipo alegre.

-Ah –me dijo, casi con pudor- no baja del todo. Mire ahí quedan un par de hendijas por donde pasa la luz. Es el problema que teníamos antes.

Las tablas están un poco deformadas, de manera que la hermeticidad se torna imposible. No obstante, con cierto rigor en la caída, ese par de hendijas de luz se reducían a una expresión mínima y aceptable. Supuse que no iba a representar problema alguno. Pero supuse mal.

Ahí estaba una acechanza.

Como el virus en los días de pandemia que me impedían concentrarme en la lectura; como la IA demonizada, que ingenuamente pretendo apartar de mi vida. La mamá de mi amigo también temía.

Frente a su casa hay un centro asistencial. De tanto en tanto, por la madrugada salen o llegan ambulancias. El problema no es el ruido de las sirenas (como el de Ulises), sino la luz intermitente y presagiante de malos augurios de las balizas.

-Cuando veo esas luces ya no me puedo dormir. Pero no se haga problema. Si la dejo caer fuerte a la cortina es muy poco lo que se filtra. Le agradezco de todo corazón.

Ayer, mientras trataba de leer la entrevista al filósofo italiano, me acordé de la mamá de mi amigo. De las acechanzas. De los temores.

-¿Cómo le fue a tu mamá con la cortina? Porque tenía un problemita de filtración de luz. Creo que le encontré una solución. Preguntale qué día puedo pasar así lo resolvemos…

Estoy aguardando respuesta.

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