A propósito de mi columna de ayer, en la que traté de reflejar esa suerte de conmoción que me provocó ver la serie británica “Adolescencia”, recibí unos cuantos comentarios de gente que la vio, de quienes no la vieron, de quienes son padres o madres de adolescentes y de los que simplemente se engancharon con la temática.

Entre ellos, la lectora Bibiana, que me envió un cariñoso y profundo mail. Años más, años menos, compartimos generación. Es decir, vivimos nuestra adolescencia en los setenta. Y con sobradas razones –que ayer no tuve en cuenta- me hizo ver que más allá de la alienación de las redes sociales que padecen los adolescentes en la actualidad, nosotros también estuvimos expuestos a estímulos que no estábamos en condiciones de clasificar, discernir ni superar.

A través de ciertas lecturas, películas, música, televisión y de las propias relaciones que fuimos tejiendo, “nos hicimos una idea bastante equivocada de la sociedad, el amor, los anhelos, la felicidad”, me confiesa Bibiana y agrega: “en muchos casos nos ha hecho vivir una vida de insatisfacción, infelicidad y hasta violencia…”.

Es cierto.

Y cierto también que por cuestiones propias de la edad, nuestros padres –y acá me veo en la aclaración de hablar solo en mi caso personal- no tenían ni idea lo que estábamos consumiendo, en el más amplio sentido de la palabra. Viéndolo a la distancia, no tenían mayor idea de nada de lo que era nuestra vida interior, más allá de las calificaciones y avatares de la escuela.

Hoy tratamos de tener una mirada más atenta sobre nuestros hijos chicos o adolescentes. Aunque –como quedó expuesto ayer- esa mirada no alcance a descifrar las verdaderas implicancias de los fenómenos que traen aparejadas, entre otros flagelos de la actualidad, las redes sociales.

He tenido compañeros –sobre todo en la primaria, pero también en la secundaria- que durante años sufrieron bullying. Ni siquiera había un término para describir esa pesadilla. Dudo mucho de que sus padres estuvieran al tanto. Por lo pronto, los míos no lo estaban de que yo era uno de los que si bien no promovía, en más de una ocasión me reía de esas situaciones horribles que padecían algunos pibes de mi colegio.

El análisis de esas circunstancias –con sus correspondientes arrepentimientos y culpas- me llegó tarde para casi todo, salvo para estar atento a que no le pasara a alguno de mis hijos. Como con tantas otras cosas, me he perdonado para hacer mi propia vida más llevadera. Pero no lo olvidé. Y “el olvido es la única venganza y el único perdón”, dijo Borges.

Se dice de las nuevas generaciones que son de cristal por su sensibilidad. No sé cuánto de cierto habrá en eso. En todo caso –y más allá del cliché- es la percepción que tenemos los adultos sobre los jóvenes y adolescentes de hoy.

No está del todo mal asumirlos como frágiles, en tanto y en cuanto a esa percepción le sucedan acciones acordes.

A nosotros no nos calificaron así. Ni tampoco nos vimos de esa manera. Y quizás la fragilidad fue la misma: ayer y hoy.

Quienes tuvimos la suerte de no rompernos, acá andamos todavía. Todos abollados.

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