Carta de lectores
Una reflexión frente al fallo del Tribunal
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailOral Criminal 1 de Mar del Plata
Señor Director:
El 8 de octubre de 2016, Lucía Pérez, una adolescente de 16 años, fue llevada a un centro de salud del sur de Mar del Plata ya sin signos vitales. Los que trasladaron el cuerpo fueron dos adultos, conocidos en la ciudad por vender drogas a jóvenes en los alrededores de las escuelas y, en algunos casos, cobrarles la deuda con sexo. Allí se inicia el sinuoso y repudiable recorrido de la investigación policial y el accionar de la justicia que culmina provocadoramente con la absolución de los presuntos violadores y asesinos de Lucía puesto que el certificado de defunción, firmado por el subsecretario de salud municipio de General Pueyrredón, Pablo de la Colina, quedó incompleto por no constarla causal de la muerte. El mismo funcionario fue quien indicó a la coordinadora del Centro de Salud destruir el documento. De un modo amable se puede decir que, desprolijidades de este tipo se cometieron en las primeras pericias claves para garantizar la obtención de pruebas y la transparencia de todo el procedimiento.
El femicidio de Lucía Pérez tuvo una fuerte repercusión social, siendo el puntapié para la realización del primer paro nacional de mujeres llegando, incluso, a tener manifestaciones a nivel internacional. El Observatorio de Violencia de Género de la Defensoría del Pueblo bonaerense se involucró tempranamente con el caso y exigió que se analicen las pruebas y se redacte el fallo desde una perspectiva de género, es decir teniendo en cuenta la relación de poder que ejercen los varones sobre las mujeres, particularmente notorio en este caso donde la víctima era una menor de edad vulnerada por dos varones adultos a los que se les reconoce una actividad ilícita, como es la venta de droga y el sometimiento sexual de sus “deudoras”. Ante esos planteos, dos de los jueces que conformaron el tribunal que dictaminó la absolución de los imputados por violación y muerte de Lucía, pusieron en duda la dominación histórica del patriarcado, sostuvieron que era anacrónico hablar de desigualdad de género y le preguntaron a la directora del Observatorio –Laurana Malacalza- si esos planteos eran producto de una teoría personal, desconociendo más de un siglo de luchas y de las convocantes movilizaciones sociales de estos últimos años así como también, de las investigaciones y aportes teóricos que acabadamente han demostrado el sometimiento y la opresión heteropatriarcal. La indiferencia, pero también la brutal ignorancia y desprecio por lo femenino alcanzó su punto más explícito, cuando el abogado de la familia sostenía que los rastros en el cuerpo de Lucía daban cuenta de la falta de lubricación vaginal y, por ende, de la ausencia de deseo de mantener relaciones sexuales ante lo cual, el juez Carnevalle preguntó: “pero cómo, ¿la lubricación en la vagina de la mujer no tiene que ver con el tamaño del pene del hombre?”. Aquella fue la señal más contundente para advertir que perspectiva de género no sería una característica que predominara en el juicio.
No fue este un temor infundado. La sentencia que se diera a conocer fue, finalmente, la prueba más palmaria de un catálogo aberrante de posiciones misóginas y sexistas que ponen en evidencia la vigencia de las lógicas machistas que los propios jueces involucrados en este caso dijeron desconocer o consideraron superadas. Además de realizar una lectura moralista de la vida y las decisiones de Lucía Pérez, la sentencia muestra una clara voluntad disciplinadora de todas las mujeres. No es azaroso que ese reclamo de sumisión y obediencia se haga tan claramente manifiesto en un momento donde la movilización femenina es creciente demandando igualdad y en contra de la violencia de género. Tres varones con un crucifijo atrás actúan y juzgan como machos asustados por las fisuras que se le pueden provocar al patriarcado y que, en definitiva, pueden afectar sus privilegios de género. En este sentido, queda claro como lo define Johan Galtung en El Triángulo de la Violencia (2003), que la violencia se constituye como un círculo formado por la violencia directa, la violencia estructural y la violencia cultural. Así, concebida, la sentencia se enmarca en lo que podríamos considerar como violencia cultural, ya que está constituida por aspectos presentes en la cultura y en la esfera simbólica (religión, ideología, arte, lenguaje, ciencias, sistema jurídico), y es una forma de violencia que justifica, legitima y encubre la violencia directa y la estructural. Esta violencia simbólica asegura, nada más y nada menos, que el sentido común sexista y androcéntrico. Se trata, en términos de Rita Segato (2018), de una “pedagogía de la crueldad”, ya que el acto de ejercer conjuntamente el poder sobre otro cuerpo es un ejercicio que enseña, mediante un rol activo, a tratar a las personas como objeto y convencerlas para que acepten pasivamente “su lugar”. Pero, además esta pedagogía adoctrina a no sentir empatía con la víctima, que es revictimizada con la banalidad, la espectacularización o el prejuicio.
Que Lucía Pérez tuviera una vida sexual activa fue para el tribunal una prueba que elimina por completo la posibilidad de que hubiera sido sometida sin su voluntad. ¿Cuál es el argumento para sostener una afirmación de este tipo? Sólo la moral machista que intencionalmente confunde delito con pecado, niega la violencia masculina y juzga la libertad sexual de las mujeres con cánones propios del ámbito religioso que no deberían interferir en el campo judicial y en el marco de un Estado que supuestamente se proclama laico. Tres varones, con un crucifijo atrás y una sentencia que nos dice cómo debemos comportarnos o nos “banquemos” las consecuencias.
Una sentencia que dice que la víctima “se acostaba con quien quería” y no se detiene ni un minuto a preguntarse cómo puede reaccionar un varón, educado en el patriarcado, cuando una mujer no quiere tener relaciones con él, nos está diciendo a todas las mujeres que nuestros cuerpos no nos pertenecen y que sus verdaderos dueños son los varones. Pero, claro, tampoco nunca en esta sociedad nos hemos permitido preguntarnos por qué muchos varones que cuidan celosamente el cuerpo de “sus” mujeres –madres, esposas, amantes, hijas- pueden sentirse atraídos por la “provocadora” sexualidad de niños y adolescentes. En situaciones muchos menos extremas, como las que viven niños y adolescentes que han sido víctimas de abusos y violaciones, siempre los adultos mayores ejercen su poder sobre los menores. Nunca se les ocurrió a estos varones adultos, que cumplen la función de ejercer justicia, que Lucía –en momentos que su cuerpo, su psiquis y sus emociones estaban experimentando grandes cambios- estaba disminuida en sus fuerzas y extremadamente vulnerable. Claro está, tampoco pudieron comprender hasta qué punto trasvasaron las fronteras del dolor que el cuerpo y la psiquis de Lucía pudo resistir.
En La dominación masculina, Pierre Bourdieu (1998), explica cómo las divisiones constitutivas del orden social y la construcción social del cuerpo como realidad sexuada no pueden separarse de otras formas de relaciones de poder como son la raza, la clase o la etnia y estipulan una serie de principios de visión y de división que conducen a clasificar todas las cosas y todas las prácticas según unas distinciones culturales reducibles a la oposición entre lo masculino y lo femenino. Es decir, se formulan formas de representación que mantienen la jerarquización social, en las que la representación de la feminidad sigue basándose en estereotipos, que se convierten en organizadores del pensamiento social que establece formas “normales, sanas y legítimas” de vivir y otras que son lo opuesto y merecen, cuando menos, ser censuradas.
Una sentencia que rescata lo más vulgar y perimido del supuesto amor romántico y lo aplica para descartar la posibilidad de una violación, no sólo muestra un desconocimiento profundo de la manipulación psicológica que envuelve a la violencia de género sino que, además, es una ofensa a la inteligencia de una sociedad que, maduramente, busca caminos de igualdad de derechos. Tres varones con un crucifijo atrás, olvidan que Lucía Pérez era menor y su presunto victimario era un adulto, naturalizan el abuso y desconocen todos los tratados internacionales de Derechos Humanos.
Como ha escrito Judith Butler, en su libro Lenguaje poder e identidad (2004), la performatividad del lenguaje participa en la constitución del sujeto. Es decir, el lenguaje como la condición de posibilidad del sujeto y no simplemente como un instrumento de expresión. Butler afirma que la existencia social del cuerpo se hace posible gracias a su interpelación en términos de lenguaje, es decir, se llega a existir en virtud de la dependencia fundamental de la llamada de Otro. Los términos que facilitan este reconocimiento son convencionales, son los efectos y los instrumentos de un ritual social que decide, a menudo a través de la violencia y la exclusión, las condiciones lingüísticas de los sujetos aptos para la supervivencia o para la condena. El lenguaje tiene capacidad performativa, es decir, en su capacidad para producir el efecto de colocar al sujeto en una posición subordinada. En este sentido, el lenguaje del insulto, la amenaza, la descalificación produce un tipo específico de violencia que legitima otras más estructurales o directas.
Sabia y oportunamente nos ha indicado a los cientistas sociales la antropóloga Verónica Stolke (2004) que, “los interrogantes y aportaciones teóricas acerca de la construcción socio-cultural del sexo, de los cuerpos sexuados y de la sexualidad deberían ser imprescindibles para cualquiera que pretenda estudiar la dinámica de una sociedad en particular o que se interese de manera más fundamental por las maneras cómo es percibida la relación de la naturaleza con la cultura en la experiencia humana y por nuestras posibilidades de crear un mundo más justo y libre. Hemos desafiado los esencialismos biológicos. Hemos descubierto la paradoja moderna entre la tan cacareada libertad del/a individuo para forjar su propio destino y la recurrente justificación ideológica de las desigualdades socio-sexuales y políticas naturalizándolas. La pregunta clave no se circunscribe a cómo se relacionan el sexo con el género y la sexualidad, sino en qué circunstancias históricas y en qué sentido las diferencias de sexo engendran desigualdades de valor y poder entre seres humanos”.
Desde nuestro modesto lugar, deseamos, esperamos y promovemos que en su trayecto formativo y en su actuación pública y privada nuestros dirigentes, políticos y jueces, de una vez por todas, tengan presente los aportes que las movilizaciones, la militancia y los estudios de género han promovido y continúan generando en sus tomas de decisiones y en sus acciones en pos de una sociedad más justa, equitativa y libre.
Olga Echeverría- DNI 17863180
Lucía Lionetti-DNI 14122792
Docentes e investigadoras, Departamento de Historia- FCH, IEHS/IGEHCS-Uncpba y Conicet.