Por Marcos González.

“La crueldad está de moda”, dijo hace algún tiempo el escritor Martín Kohan y, como nos tiene acostumbrados, esgrimió una extensa y profunda explicación para semejante sentencia. Suelo coincidir con el pensamiento de Kohan y con éste estoy totalmente de acuerdo.

La frase me quedó dando vueltas en la cabeza. La usé en alguna conversación con una ligera variante, que resultó ser no tan ligera. “La maldad está de moda”, dije y alguien me corrigió: no es la maldad, es la crueldad.

Cierto: habremos de coincidir en que la maldad forma parte de nuestra condición humana. En algún momento de nuestra existencia –incluso de nuestra cotidianidad- actuamos con maldad. De manera consciente o inconsciente, con distintos grados de intensidad, con diferentes consecuencias. No sé si la maldad es evitable; sí sé que la crueldad lo es. Ser cruel, actuar con crueldad es, en la superficie y en la profundidad, una elección.

Cuando una elección se impone, hablamos de tendencia. Es decir, de modas.

De eso hablaba Kohan.

La columna que elegí para este suplemento aborda en algún sentido esta cuestión. Concretamente hablo de “Furia”, una participante de la pasada edición de Gran Hermano. Pero hablo de “la furia”, tomándole prestado el pensamiento a Kohan: la furia está de moda. La mujer apodada de esa manera tenía todos los atributos del furioso.

Porque la furia es una licencia, un voucher, un salvoconducto para la crueldad. El furioso grita, insulta, agrede. Se permite todo; su estado emocional –suponiendo que la furia lo sea- lo autoriza a llevarse puesta cualquier construcción social, de las tantas que hemos creado para que nuestra vida en sociedad sea lo más armónica posible. El furioso se cree dueño de ese derecho y se exime de toda culpa (compasión, empatía, arrepentimiento) porque el otro lo ha llevado a ese estado. El otro puede ser la pareja, el compañero de trabajo, el vecino, el automovilista que va adelante o el país. “Mirá cómo me ponés…” La misma desagradable expresión esgrimida por un ruin, pero en versión furia.

La palabra es la herramienta más utilizada para canalizar la furia y arremeter con la crueldad. Basta leer lo que se publica en X, en los comentarios de portales, en foros digitales de cualquier tipo. Basta sentarse en una esquina un ratito para escuchar lo que se dicen automovilistas entre sí o con los peatones. Y viceversa.

La palabra, esa convención imperfecta que hemos creado para definir el mundo y sus cosas, para definirnos, para comunicarnos, puesta al servicio de la furia y la crueldad. La palabra, esa que no solo describe mundos sino que los genera, utilizada como proyectil.

Tenemos un presidente furioso, que parece no medir sus expresiones y luego deben salir sus funcionarios a poner paños fríos. Milei no se enfureció el 10 de diciembre cuando asumió su cargo; venía así. Ganó –entre otras cosas- por su furia. Instaló en el país –tal vez como representante de una tendencia global- una manera de hacer política: política desaforada. No hay debate posible; el que prevalece es el de los gritos y los insultos. El lenguaje de la furia.

Cuando recibí el mensaje de Gonzalo recordándome hacer esta nota para el suplemento, me encontraba en Dean Funes. Venía “bajando” del Norte. Había estado en Salta, Jujuy, Tilcara, Cafayate, Tafí del Valle… Los paisajes muy lindos, claro. Pero más me gusta contemplar, escuchar, entender a quienes lo habitan. Salvo en alguna ciudad de las grandes no vi ni escuché una expresión destemplada. Por el contrario: hay en la mirada, en la palabra, en el decir, en el andar de estos compatriotas una serenidad que reconforta. Allí mismo, en Dean Funes, tuve que parar por un desperfecto mecánico. El hombre que me atendió no solo se tomó el tiempo para escucharme, para atenderme sin turno, para solucionar el problema y no querer cobrarme nada: también me deseó un buen regreso. Y hasta me aconsejó: “No se haga problema por esto. Si llegó hasta acá así, quédese tranquilo que así va a llegar a Tandil. Disfrute lo que le queda del viaje…”. Me dio la mano y volvió a meter medio cuerpo debajo del capó de otro auto.

En la columna que elegí para esta oportunidad decía que lo opuesto a la furia es el silencio.

Luego de este viaje -que me vino a confirmar que Argentina no es CABA, sus alrededores y lo que de ellos propagan los medios-, puedo agregar que la serenidad también es lo opuesto a la furia.

“Calmate”, pareció decirme ese mecánico de Dean Funes.

Y tiene razón.

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