Por Rogelio Rotonda.Cuando hace ya tiempo se me ocurrió la sección “Parece que fue ayer”, lo hice precisamente porque a medida que uno va cumpliendo años comienza a recordar cuestiones pasadas que suelen parecernos más recientes.Y a la hora de mirar hacia atrás, hoy que el diario cumple nada menos que 142 años, recuerdo diversos hechos. Algunos fueron particularmente duros, pero elijo quedarme con los otros.Igualmente, una de mis frases de cabecera reza “Antes de gozar de la suavidad y del perfume de las rosas, recuerda muy bien cuánto te hicieron sufrir los pinchazos de sus espinas”.…………….Cuando compré el diario, todos (y esto es literal: todos) tenían más años que yo.<h2>DECISIONES</h2>Gracias al Jefe de Redacción de El Eco (Ovidio Saglul, a quien recuerdo con inmenso cariño), padre de un compañero , empecé como cronista volante cuando tenía 15 años.&nbsp;Desde entonces fui forjando lindas relaciones con la mayoría de los que entonces trabajaban en el diario hasta que un día - cuando aún era casi un pibe - pasé a ser el patrón de todos. Y me vi obligado a tomar decisiones antipáticas e incluso a despedir a algunos. No había otra opción.“Yo estuve ahí” decía alguien en una publicidad. ¡Y es verdad! Me sirvió haber estado antes como empleado porque sabía muy bien quién era cada uno, cómo pensaba, cómo trabajaba… y hasta quiénes eran los que “hacían la plancha”.Recuerdo que como no se pagaban extras, para manifestar el descontento, rellenaban las páginas con avisos, de tal modo que más de la mitad del diario era publicidad que por supuesto no se cobraba.Una noche los junté y les dije: “Muchachos, es muy posible que si yo no me hubiese hecho cargo de esta empresa hoy ustedes no tendrían trabajo, así que solo hay dos opciones: o siguen así y efectivamente se cierra El Eco, o nos ayudamos entre todos e intentamos salir adelante”.Lo entendieron. Y con voluntad y esfuerzo,&nbsp;más promesas que les fui cumpliendo, de a poco empezaron a dejar de aparecer avisos de relleno y a poblarse las páginas con más noticias.<h2>SUERTE</h2>Siempre digo que por más capacidad e inteligencia que exista, si no ayuda “el de arriba” y no hay suerte, es muy difícil lograr el éxito.Uno de los problemas que tenía El Eco cuando lo compré era un administrador que por supuesto heredé. Sospechaba yo que los números seguían sin dar lo que yo creía, pero eran tantos “frentes a enfrentar” que los días me resultaban cortos y había ovillos a los que no podía encontrarles la punta. El de la administración, entre ellos.Un buen día se apareció una señorita o señora que&nbsp;me tiró un montón de recibos sobre mi escritorio y me dijo: “El administrador que usted tiene es mi padre y se está quedando con toda esta plata”.¡Una disputa familiar me había solucionado un problema serio!. Al día siguiente solo tuve que mostrar esos recibos para que el caballero en cuestión tomara su sobretodo y se fuera sin decirme adiós ni volver a pisar nunca más El Eco.&nbsp;A partir de ese instante comencé a administrar y cambió la historia.Insisto: ¡sin suerte todo es más difícil!<h2>PACIENCIA</h2>En la época de esplendor de las fábricas tandilenses, cientos de los empleados que entraban o salian temprano de sus trabajos, y los que trasnochaban por supuesto, eran compradores de diarios.Varios canillitas - cuyas edades oscilarían entre 10 y 20 años - se agolpaban en la puerta de El Eco esperando la salida de los ejemplares, que muchas veces se retrasaba.Inquietos, “vagos lindos”, algunos tal vez renegados por sus escasas fortunas (estaban en la calle mientras la mayoría dormía) y hasta aburridos porque pasaban las horas y no podían irse , no tenían mejor idea que bajar toronjas de los tantos árboles de la cuadra y comenzar a arrojarlas unos a otros.Obviamente, terminaban en las ventanas de los vecinos, algunos de los cuales se habían tomado una costumbre: llamarme por teléfono a la madrugada para simplemente decirme: “Si por tu culpa no podemos dormir, al menos tampoco deberías estar durmiendo vos”.Esos llamados, cada vez más reiterados, hartaron mi paciencia y me llevaron a tomar la decisión de designar a un distribuidor (Roberto Mazza) que pasó a entregar los ejemplares en su local de Villa Italia.Ahora que pienso, nunca le pregunté qué suerte corrió con sus vecinos.&nbsp;&nbsp;<h2>AYUDA</h2>En 1982 el diario cumplió 100 años y las deudas eran tan grandes que ya se tornaba de veras imposible revertir la caótica situación. El hombre emprendedor de aquellos años en Tandil era Juan V Martínez Belza. El era el gran candidato, hasta que analizó la situación y dijo no. Como quizás yo diría hoy. Pero entonces tenía 22 años, muchas ilusiones y nada que perder.Lo primero que hice fue ir a hablar con los gerentes de los bancos y tuve respuestas que aún hoy me emocionan. Tanto de Rosita Barzola y los directores del Banco Comercial de Tandil a los que no pude acceder (pero no fue necesario porque Rosita me solucionó todo) como del propio Martínez Belza que personalmente me atendió, siendo presidente del Banco del Fuerte.“Si ustedes no me ayudan, desaparece una de las empresas más antiguas de la ciudad” les dije a ambos. Y tanto me ayudaron que de haberme solicitado toda junta la cantidad de publicidad que me dieron para reducir la deuda, hubiese tenido que editar El Eco durante un mes seguido con la totalidad de las páginas completas de avisos de ambos bancos.Nunca será suficiente mi agradecimiento hacia ellos.<h2>BENDICION</h2>Cada vez que he emprendido algo, o he adquirido algún bien, tuve la bendición de Dios.&nbsp; O al menos, así lo viví siempre. Y no solo por mi condición de católico, sino porque siento que me arroja agua bendita.Llueve. Siempre llueve. Y yo celebro que así sea.El día que por fin pude comprar la rotativa off set (uno de los tres “hitos” que considero: ese, la construcción del nuevo edificio y el lanzamiento del diario color), estábamos en la puerta con Ricardo Fortunato viendo cómo varias personas contratadas para la ocasión, con gran esfuerzo y sumo cuidado, iban bajando las pesadas partes de la enorme impresora.Era un día de sol pleno. Estaba yo tan contento e ilusionado que ni me percaté del estado del tiempo hasta que Ricardo me dijo: “ Aunque no llueva, vas a ver que nos va a ir bien”. No terminó de decir eso y mágicamente el cielo se oscureció y durante no más de cinco minutos se desató un impresionante aguacero. Lloré entonces como juro que lo estoy haciendo ahora al escribir recordando esa circunstancia. Sé que cuesta creerlo, pero después de esos minutos que consideré otra bendición, el sol volvió a brillar y el cielo quedó totalmente despejado.<h2>AUDACIA</h2>Cuando Raúl Alfonsín era presidente, asistió a la reinauguración del Campus Universitario, que había sufrido los embates de un feroz tornado.Estábamos en el lugar aguardando su llegada cuando me percaté de que&nbsp;tenía dos cosas en común con los custodios: la mayoría usaba bigotes y todos tenían sobretodos de piel de camello.“Esta es la mía” pensé para mis adentros y con mis veintitantos años, apenas ví movimientos, encaré a tres o cuatro custodios que estaban impidiendo el paso a ese&nbsp;sector. Con mi mejor cara de nada (o sí… de caradura) me limité a decir simplemente: “ A ver muchachos.&nbsp; Paso porque veo que llegó el jefe”. Milagrosamente, sin decir palabra, se abrieron y me franquearon el paso. Vi entonces que el presidente se apartaba de su séquito y abría una puerta. Sin pensarlo siquiera, dije “Permiso, permiso”&nbsp; e ingresé detrás de él. Lo que yo no sabía era que había ingresado a un baño.Lo esperé, me presenté, intercambiamos unas palabras y me dijo: “Bueno, vamos que venimos retrasados” y juntos encaramos hacia el lugar donde todos estaban esperándolo para el acto protocolar.Las puertas se abrieron, e ingresamos él y yo. Julio Varela, querido colega y eterno periodista de Nueva Era, siempre lo recuerda “Nunca me sorprendí tanto. ¿Cómo llegaste hasta él?”, me dijo.Pero no terminó ahí. Tras el acto, Alfonsín y las autoridades se subieron a un micro para ir hasta el lugar del ágape… y también me subí ( gracias al bigote, al sobretodo y a que no todos los custodios se conocían entre sí).Años después, merced al gesto del&nbsp; recordado Hugo Escribano que me hizo de nexo, pude entrevistarlo y le comenté aquella situación. Me parece escuchar su carcajada, aunque después me dijo: “¿Pero te das cuenta? Yo tan tranquilo porque me cuidaban y si en lugar de vos hubiese sido un loco o un asesino, yo ahora estaría viendo&nbsp; crecer los rabanitos desde abajo (SIC)”.<h2>VERGÜENZA&nbsp;</h2>Tengo mil anécdotas de todo tipo que algún día escribiré, pero una imperdible ocurrió a poco de asumir el riojano su segunda presidencia.Se iba a hacer un plebiscito por la&nbsp;reelección del gobernador de Buenos Aires y antes del mismo viajamos varios&nbsp;periodistas&nbsp;en un Ford Falcon de la Municipalidad para asistir a la conferencia de prensa en Casa Rosada.Cuando llegamos a la Capital, el fallecido Fernando Archuby me dijo: “Acá mejor manejá vos, que yo tengo poca experiencia en Buenos Aires”. Intercambiamos posiciones, puse primera y el embrague corto del vehículo me jugó una mala pasada: literalmente pegó una espantada con tanta mala suerte que justo pasaba un colectivo que arrancó “nuestro” paragolpes delantero. Me parece verlo al pobre Fernando (era Jefe de Prensa de Pizzorno) con las manos sobre su cabeza, mirando el Falcon mientras exclamaba “¡Gino me mata!”.Con el paragolpes como invitado no deseado dentro del auto llegamos a una cochera cercana a la Casa Rosada. La conferencia era a las 11, pero pasaban los minutos y Duhalde no aparecía. Comencé entonces a caminar. Creo era la primera vez que pisaba la Rosada y todo me sorprendía. No śé cuánto habré subido, doblado o vaya a saber qué, pero en determinado momento me lo encontré al riojano&nbsp;más&nbsp;famoso en la puerta de una oficina que se suponia sería la suya. Lo saludé, me&nbsp;respondió muy amable, le dije que era de El Eco de Tandil, y de alguna manera me empujó hacia adentro, lo cual me sorprendió gratamente. Mano a mano con el presidente de la&nbsp;Nación, me dije. Pero no. Detrás de mí empezaron a&nbsp;ingresar gigantescos jugadores de la selección de basquet que uno a uno fueron sentándose a la mesa. El presidente lo hizo&nbsp;también en la cabecera y yo - todavía no le encuentro explicación - junto a él, pero de pie.Fue entonces que me preguntó: “¿Habrá café?”. ¿Cómo iba yo a saberlo? Me habría confundido con alguien del equipo… o con el cafetero. Minutos después - que me parecieron eternos - ingresaron camarógrafos y reporteros gráficos. Y&nbsp;yo sentía que todos me apuntaban. De hecho, fueron muchos los que al volver&nbsp;a Tandil&nbsp;me preguntaron qué hacía yo ahí porque me habían visto por&nbsp;televisión. Afortunadamente lo mismo vino a preguntarme alguien que ingresó a ese recinto: “¿Usted qué hace acá?”. “La verdad… no lo sé, pero si me&nbsp;ayudás a salir te lo&nbsp;voy a agradecer”. Y me fui nomás. Sin decir adiós. Habrán sido minutos, pero para mí pasaron horas. No recuerdo haber vivido otros momentos de semejante&nbsp;vergüenza .

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Parece que fue ayer