Por Gonzalo Rotonda.

Las palabras crean, transforman, LIBERAN… pero también castigan, marginan, CONDENAN. Muchas veces lo importante no es hablar o tapar un silencio con una historia, sino que lo verdaderamente relevante es escuchar, aprender, ser un apoyo para motivar un cambio.

Y, por lo menos yo, no encontré mejor manera de entenderlo que entrando a una cárcel; charlando con las personas que estaban allí privadas de su libertad por algún error que se les había atribuido, justa o injustamente.

A lo largo de la historia, las cárceles han sido una parte fundamental del sistema de justicia en todo el mundo. Si bien tal vez en un principio su objetivo era el de castigar y apartar de la sociedad a quienes habían cometido un delito, su estructura ha evolucionado y actualmente sirven para -en teoría- rehabilitar a los reclusos para una eventual reintegración.

Sin embargo, lamentablemente en su mayoría son escenarios de complejos problemas sociales, como el hacinamiento, la violencia, y la dificultad para lograr una verdadera rehabilitación.

De hecho, de acuerdo al más reciente informe elaborado por la Comisión provincial por la Memoria, durante el último año se registraron 45.000 vulneraciones de derechos en las cárceles: torturas, malos tratos, falta de acceso a la justicia y otras restricciones. Por esto, se realizaron más de 25.000 presentaciones judiciales individuales y 122 colectivas.

En nuestro país existe un sistema bipartito de administración penitenciaria. Por un lado, el Servicio Penitenciario Federal (SPF), dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación y, por el otro, los sistemas penitenciarios provinciales que dependen de cada jurisdicción, ya sea del Ministerio de Justicia, Gobierno o Seguridad, según el caso.

Tanto el lugar de comisión del hecho delictivo como su carácter (si es un delito “federal” u “ordinario”) determinan en qué unidad se aloja a la persona a la que se lo atribuye.

En lo que respecta al territorio bonaerense, la Provincia aloja en sus unidades penitenciarias provinciales a 45.392 internos y en las unidades penitenciarias federales a 6526, según los datos provistos por el Ministerio de Salud de las Nación.

Uno de los SPB es la Unidad Penitenciara N°37 ubicada en Barker, a poco más de 60 kilómetros de Tandil. A mediados del 2019 tuvimos la oportunidad de ingresar a ella para conocer desde dentro cómo se trabajaba con el proyecto Mirmidones y compartimos momentos con las personas privadas de la libertad.

Los Mirmidones

Se trata de una propuesta que intentó -y sin dudas logró- replicar lo hecho por Eduardo Oderigo, quien llevó el rugby a la Unidad Penal 48 de San Martín y formó la Fundación Espartanos.

Si bien el deporte es lo que resuena, lo cierto es que no es más que una excusa. El objetivo del proyecto va mucho más allá: se enfoca en transmitir valores, disciplina y ofrecer a los internos otras herramientas que el día de mañana los puedan ayudarlos a reinsertarse en la sociedad.

La iniciativa funcionó de gran forma. El pabellón 10, que albergaba a los más agresivos y con menos visitas, poco a poco se fue transformando hasta convertirse en un verdadero club en el que prima la autodisciplina. Las actitudes violentas quedaron a un costado y emergieron los comportamientos respetuosos

Aquel 30 de agosto del 2019 ingresamos al Penal junto al –por entonces- juez Pablo Galli, Juan Martín Arostegui, Jorge Zabaleta, Luciano Pérez -tres voluntarios del programa- y Jorge Luis Reyes, un excombatiente de Malvinas que había ido a dar un charla.

Cruzamos tres alambrados perimetrales e ingresamos a la galería de la escuela, donde unos 80 reclusos nos esperaban sentados. Escucharon atentos a Reyes y hasta se emocionaron cuando contó el calvario que vivieron los jóvenes argentinos en el conflicto del Atlántico sur.

Una vez culminada la presentación, tuvimos la oportunidad de acompañarlos a su pabellón y charlar con ellos. Su comportamiento había cambiado de tal manera que no hubo necesidad de que se quedaran los guardias y pudimos compartir un buen rato a solas.

Escuchar y ser escuchado

Nicolás, quien por aquel entonces era el capitán del equipo, había reconocido un cambio desde la llegada de los voluntarios: el egoísmo y la seriedad le habían dado paso a la humildad y al compañerismo.

La visita del equipo era un motivo más que válido para que cada uno de los internos esperara con ansias los viernes: “Es nuestra visita hacia la calle, hacia la libertad; nos pone muy contentos. Cada vez que vienen, compartir el tercer tiempo es algo muy lindo. Nos sentimos libres”.

Al respecto, el propio Luciano Pérez nos había confiado la importancia de los terceros tiempos: “Por lo general son chicos que están mal y en el tercer tiempo, cuando te cuentan en el pabellón, solamente con el escucharlo salen contentos, agradecidos. Te dan las gracias por lo que les dijiste, y parecería que uno les dice tan poco, pero es muchísimo”.

Por eso, no debemos subestimar el valor de las palabras. Una mínima oración de aliento puede marcar una diferencia en el otro. Y todo se magnifica cuando el escenario es complejo, lúgubre y hostil.

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