Extrañamos tanto a Osvaldo
Hace falta Soriano.
En estas épocas en que a uno le viene la crisis de afuera y lo termina invadiendo hasta dejarlo en estado crítico, hace falta Soriano.
No sé si sabía de crisis, estimo que sí. De lo que sí sabía, seguro, era de argentinos. Como pocos contemporáneos, solía definirnos tan bien que daba gusto agarrar el Página 12 de aquella época, darlo vuelta y leer de atrás para adelante.
Cuando el mundo se pone patas para arriba, nada más aconsejable que responderle de la misma manera.
Allí aparecían los relatos del Gordo, generalmente comprometidos, trágicos, fatalistas, rantifusos, graciosos. Todo eso junto. Y uno terminaba de leer y mal que mal sabía dónde estaba parado. Porque en medio de un análisis de inequívoca actualidad, solía colarle algún pensamiento de Belgrano, un acción de Moreno. O por qué no también, una estrategia del Mister Peregrino Fernández, aquel técnico que no dudaba en poner doce o trece jugadores en la cancha con tal de privilegiar el fútbol alegría.
Entonces el día se hacía más fácil, la realidad no tan pesada, el ovillo comenzaba a mostrar una punta…
Se extraña Soriano.
Como si un día te fueras del país y de la noche a la mañana te quedás sin yerba. O sin salamines, ya que de tandileros se trata. Podés vivir; es cierto. Te levantás a la mañana, trabajás, atendés teléfonos, hacés las compras y el amor. Pero en un momento del día ?se me ocurre la hora del angelus, cuando los campanarios hacen sonar sus angustias- sabés que algo te falta. La panza demanda un salamín, pero es el alma el que precisa ese gustito de sentirse vivo.
Así se extraña Soriano.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailUn lugar en el mundo
De salamines hablábamos para definirnos como tandileros. Aunque él no lo fue, al menos de nacimiento. Creo que tampoco de opción, como tampoco fue marplatense, a pesar de haber nacido allí. Era un poco de todos lados; de donde el trabajo de su padre lo llevara: San Luis, Río Cuarto, la Patagonia… O de Bruselas o París, adonde lo llevaron otras obligaciones, más urgentes, menos nobles.
No obstante, sabemos que en Tandil nació el Osvaldo Soriano que encontró en la literatura su lugar en el mundo. Ese lugar que pudo haber sido el área grande contraria, cuando sus ansias de ?9? un tanto torpe (?capaz de agujerear la red o de desmayar un perro de un pelotazo?) lo llevaron por las polvorientas canchas de Río Negro. Ese lugar que no pudo ser el campo de la ingeniería, donde el sueño paterno encontró uno de los tantos reveses de un hijo entrañablemente rebelde.
Fue aquí, en las eternas noches de sereno en Metalúrgica Tandil, donde se encontró con ?Los hermanos Karamazov?, de Dostoievski, con Faulkner, con Hemingway y con Chandler y Borges.
Aquí estaba su amigo, Juan Campagnolle para pasarle de su propia biblioteca aquellas obras iniciáticas.
Y fue aquí también aquí (y cuando digo aquí, es casi literal, a metros de donde estoy escribiendo esta nota, en un escritorio de El Eco de Tandil) donde Osvaldo Soriano nacía a sus primeras frases con al menos un dato o a sus primeros párrafos con al menos una idea, tal cual reza el manual del bueno periodista.
Tandil ya no es el mismo
Hace falta Soriano, me digo desde hace unos días. Y como quien vuelve a recorrer los lugares para reencontrarse con lo perdido, me largué a las calles en busca de algo que lo nombre.
No será una calle, ya sé.
Y no es éste el Tandil de los sesentas. No está el Grupo Cine ni siquiera el cine Avenida; en las mesas de los bares escasea la filosofía y abundan las polémicas de poca monta, las librerías resisten no obstante.
Entro a Don Quijote y compro ?Cuentos de los años felices?, que alguna vez tuve y presté o perdí, lo que es lo mismo. Lo miro a Carlitos Gastaldi y recuerdo que también debo tener por algún lado una foto en la que están él, Soriano y Juan Carlos Gargiulo. Debía ser de algunas de las veces el Gordo volvía a Tandil y se juntaba con los muchachos. Había unas mesas con botellas cogotudas y manteles blancos. El Gordo le hablaba a Gargiulo, que fumaba, mientras Gastaldi reía unos metros más allá.
En el bar del flaco Berrozpe leo dos o tres crónicas. Me río, me emociono y me bajo de dos sorbos una Sprite para sofocar el café que me acabo de tomar de puro rutinario. Afuera, el sol hace burbujear los adoquines, pero igual salgo. Hace 32 grados en este Tandil imposible de noviembre y yo me acuerdo de Juan Carlos Giménez y su antojadiza ordenanza que me impide fumar leyendo a Soriano y tomando un café.
Son casi las cinco de la tarde y cuento con un as en la manga. Hace algún tiempo, el gran Raúl César (camarógrafo, intelectual, artista, bohemio: un tipo fuera de esta época) me dijo que en ?su? barrio ?el de la Estación- vive una de las primas de Osvaldo Soriano.
?Haceme el contacto, por favor?, le pedí, sabiendo que algún día me iba a pasar lo que me está pasando por estos días.
-?Te espera cuando quieras. Ella está siempre hasta las siete y media?, me cumplió Raúl tiempo más tarde.
El primo Osvaldo
Alsina es una de las calles del barrio de la Estación que por ahora resiste estoica al avance del asfalto de Civalleri. La casa de Nilda Villarreal sería otra sin el alfonbrado del adoquín. Es una de las casas características de la Estación, altas, pero sin soberbia, majestuosas en la sencillez de sus ladrillos al aire. Con conejitos creciendo a la altura del techo y con balcones de medio punto que no llegan al suelo.
Aprieto el botón de un inexplicable portero eléctrico y espero que nadie me responda del otro lado. No quiero hablarle a un rectángulo de acero inoxidable. El deseo se me cumple y por detrás de las rejas de la puerta asoma Nilda, la prima de Osvaldo Soriano.
Raúl César tenía razón: esta mujer en algún momento fue Bridgite Bardot.
Le digo quién soy, pero no me animo a decirle todavía lo que quiero. No obstante, le explico algo cierto: hay cosas que todavía no se saben del paso de Soriano por Tandil.
Entramos a una sala pequeña, de techo alto. Por eso está fresquito. Sobre una mesa, una máquina de coser eléctrica, se anticipa a la conversación.
?Yo coso para afuera?, me dice Nilda. Vuelvo a mirar la máquina y todavía hay un pantalón ensartado por la aguja a la altura del cierre.
Claro.
?Toda la familia de la mamá de Osvaldo vive acá en Tandil?.
Son los Goñi, que llegaron directamente de Pamplona. El padre venía con un trabajo asegurado en La Tandilera. Aquí se asentaron y aquí nació el menor de los hermanos.
Eugenia, la madre de Osvaldo, cuando tuvo la edad de comenzar a ganar su propia plata se fue a Buenos Aires, a trabajar en una fábrica de medias.
Fue por entonces que conoció a José Vicente Soriano, hijo de inmigrantes catalanes que llegaron al país cuando él tenía dos meses.
El amor surgió sin sobresaltos y duró toda la vida. El trabajo en Obras Sanitarias llevó al matrimonio a Mar del Plata, donde el Día de Reyes de 1943 iba a nacer Osvaldo.
Desde entonces, la familia comenzó un periplo que lo llevaría hacia distintos puntos del país. En algún momento, Soriano renegó de aquellas mudanzas constantes que le impidieron conservar amistades de infancia y perdurar amores de pecas y guardapolvo blancos.
De aquí para aquí
Tras haber colaborado con la construcción de la red de cloacas en Mar del Plata, Juan Vicente, su esposa y su hijo partieron hacia San Luis. De allí a Río Cuarto y después a Tandil.
?Ni bien llegaron de Córdoba ?cuenta Nilda- fueron a vivir a una casita que estaba en el aserradero de mi tío, en Villa Italia. Fue en esa época que Osvaldo y mi prima se dedicaban a hacer historietas. Las dibujaban durante toda la semana y cuando llegaba el sábado, que nos encontrábamos toda la familia, me la vendían a mí. Mi viejo me daba la plata… veinte guitas, no sé, algo así?.
Nilda recuerda con ternura aquellas primeras ?obras? de Soriano y se lamenta de no haber guardado ninguna. Tal vez hoy su valor fuera un poco más alto que veinte guitas. Incalculable.
Ya asentados, consiguieron una casa en Mitre, al lado de lo que hoy es Gallo Impermeabilizaciones. Osvaldo iba a la Escuela 7, donde conoció a Cacho Alí, de quien se hizo amigo.
Una vez más, José Vicente decidió seguir haciendo patria a su manera, como inspector de Obras Sanitarias. Esta vez en el Sur, en Neuquén primero, en Cipolletti, más tarde. Allí Osvaldo continuó estudiando hasta el tercer año del bachillerato, cuando decidió abandonar.
En alguna oportunidad, el escritor Ricardo Piglia dijo que cuatro de los más grandes escritores argentinos (Domingo F. Sarmiento, José Hernández, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges) no habían terminado el secundario. Fue durante un acto de homenaje al Gordo Soriano, criticado por cierta intelectualidad recalcitrante y argenta por su escaso nivel de instrucción.
Para Osvaldo, Cipolletti era la versión sudamericana del Far West, con calles polvorientas, con escasos entretenimientos que no fueran las carreras de motos y el fútbol.
A pesar de sus intentos con la Tehuelche, lo suyo no eran las motocicletas. Fue entonces que afianzó su pasión por el fútbol. Primero militó en las filas de Defensores de Belgrano (justamente, nadie como él para defender al creador de la Bandera), luego en Confluencia.
Allí imaginó al mítico Gallardo Pérez, referí, o al Míster Peregrino Fernández. Allí se contagió de esa infinita soledad de las rutas perdidas, que supo plasmar en ?Una sombra ya pronto serás?.
Por fin, a José Vicente le llegó el momento del retiro y decidió regresar a Tandil, junto a Eugenia y a Osvaldo, ya de veinte años.
Los años felices
Nilda Villarreal continúa desgranando recuerdos. Ahora sí, aquel primo de infancia (el ?primo del campo?, como él mismo se definía) había vuelto. Y se hicieron más compinches que nunca.
Fue ella, junto a compañero, Juan Campagnolle, quien le presentó a Ana María, la que iba a ser su novia por más de ocho años, incluso cuando él ya no vivía en Tandil. Nilda y Ana eran compañeras en Bellas Artes; alumnas del maestro Valor, para más datos.
Soriano había vuelto al pago materno, donde se reencontró con sus amistades de infancia y con nuevos amigos, los rebeldes, los soñadores, los fugitivos. Campagnolle, Pinhao, Víctor Laplace, el Dipi Di Paola, Facundo Cabral, Néstor Tirri…
La familia se instaló en la casa de Avellaneda 335, a pocos metros del Hotel Hermitage, frente a la Plaza Moreno. Allí vivió hasta que se fue a Buenos Aires, aquella Semana Santa del `69, cuando la famosa crónica escrita para Primera Plana le significó el pasaporte para ingresar al ?periodismo grande? y le selló el destierro del pago chico.
La nota, precisamente, hablaba de la Semana Santa en Tandil, del negocio montado en torno a una fiesta religiosa.
?Se armó un revuelo bárbaro ?cuenta Nilda-. Hasta monseñor Actis mandó una carta a Primera Plana para quejarse por la nota. Pero Osvaldo ya tenía ganas de irse…?
No era para menos: aquel Tandil de fines de los sesenta ya no era el mismo de ocho años atrás. Laplace, Cabral, Di Paola, Tirri ya habían marchado hacia la Capital. Soriano inexorablemente los seguiría.
Pero volvía seguido, a ver a sus padres, a los amigos que quedaban, a contar sus aventuras por las redacciones porteñas, a traer sus primeros libros publicados.
?Cuando murió el tío Pepe, la tía Eugenia se vino a vivir acá, con nosotros?, cuenta Nilda.
Los mitos
?Fue detrás de ese paredón ?señala Nilda asomándose por la puerta que da al pasillo de entrada como si se asomara a un horno-, a la sombra de un árbol, que Osvaldo empezó a escribir `No habrá más penas ni olvido^?.
Parece enojarse Nilda, cuando recuerda que alguien alguna vez dijo que Soriano había escrito ese libro en Vela. ?¡No conocía Vela!. Fue una sola vez, creo que cuando se estaba filmando la película (que por cierto no se filmó ahí), junto con Osvaldo Bayer. Seguramente debe haber ido al bar a tomar un café, porque Osvaldo vivía en los bares y tomando café. Pero es mentira que la haya escrito ahí. Yo ya se lo dije a Tony Ferrer, pero insiste… El libro lo empezó acá y lo terminó en Francia?.
Un mito derribado ?pienso yo-, mientras Nilda explica que tampoco el padre de Osvaldo trabajó en el ferrocarril, así que la plazoleta en la Estación no tiene mucho sentido, porque tampoco vivió en el barrio.
?La mamá de Osvaldo vivió acá, hasta que la llevó a un hogar. Allí murió, antes que él; ella nunca se dio cuenta, pobrecita?, relata.
Y fue ahí, en esa misma casa de calle Alsina, cuando en el verano del 76, Osvaldo le dijo a su prima: ?Me voy. Me tengo que rajar porque si no, me limpian. Por favor, hacete cargo de mamá?.
?El nunca le dijo a la tía las razones por las que se iba. La convenció de que iba a Europa para cubrir una pelea de Monzón en Montecarlo (el santafesino defendía por penúltima vez su título ante Rodrigo Valdez). Y no volvió más hasta cuando retornó la democracia?.
?Primero se fue a Bélgica, donde conoció a su mujer (Catherine Brucher), la mamá de Manu… Está grande Manuel. La última vez que vinieron, hará algo más de dos años estaba muy alto, más alto que Osvaldo, muy franchute estaba… Pasaron por acá rumbo a Mar del Plata, seguramente para vender una casa que tenían allá?.
Nilda abre un paréntesis en el relato para hablar de Manuel, el hijo de Osvaldo, que hoy vive en Francia con su mamá. Cometo la torpeza de preguntarle si al final salió hincha de Boca (alguna vez Soriano escribió que su hijo estaba tomando cariño a los colores azul y oro, dado que ellos vivían en La Boca).
?De ninguna manera ?me reta Nilda- Salió de San Lorenzo, como su papá? y retoma a la época en que Osvaldo, en el exilio europeo llamaba por teléfono todos los sábados, justo el día en que se juntaban todas las tías. ?Pedía de hablar con todas, siempre tenía algo lindo para decirles. Era muy familiero?.
Nilda quiere aportar pruebas de ese amor incondicional de Osvaldo con su mamá. Desaparece un momento y regresa con una pila de libros. Hay algunos títulos conocidos; otros no tanto. Están en otros idiomas, en francés, en alemán, en polaco. En la primera página, la letra garabateada de Osvaldo dedica cada uno de los primeros ejemplares a Eugenia, su madre.
También hay postales de Bruselas, de París, de Roma… en todas, frases cariñosas, abrazos, saludos, ganas de volver, de reencontrarse con su prima y estirar las madrugadas, café de por medio y los cigarros, grandes, oscuros, que sellaron su destino.
La prima Nilda lo recuerda con palabras de cariño. Se nota que también lo extraña, que sabe que todavía tenía mucho para dar, sabe también que aquí no recibió su merecido homenaje. Que una plazoleta suena a poco, que un mural con los colores azulgrana de sus amores es sentido, pero insuficiente.
Me despido de Nilda y afuera me espera un verano ansioso e implacable. Desando el camino hacia el centro, con la esperanza que alguna vez tuvo su amigo Osvaldo Bayer, de que una calle de este pueblo recuerde a Soriano.
Quizás no alcance para espantar la crisis, ni para dejar de extrañarlo. Tal vez simplemente nos sirva para andarla despacio, alguna nochecita, cuando algo el alma demanda ese gustito de estar vivo.
Sobre el autor
Más de 142 años escribiendo la historia de TandilEste contenido no está abierto a comentarios