Entre libros
“El golf y otras verdades sobre tus padres”: la nueva novela del escritor Fernando Monacelli
Es la sexta obra del bahiense que ganó el premio Clarín de Novela 2012. En esta ocasión avanza sobre “los hijos que llevan a sus padres sobre sus espaldas”.
“El Golf y otras verdades sobre tus padres” es la novela que publicó recientemente el escritor bahiense Fernando Monacelli, una aguda y por momentos irónica observación sobre el peso de los vínculos paternos. En la contratapa se menciona, por ejemplo, que la novela “se trata sobre el hoyo hacia el que todos caminamos cargando un padre en las espaldas”.
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El libro está atravesado por la metáfora del golf como la vida y de un club como el mundo.
Se trata de una novela coral, con múltiples personajes que se cruzan a veces como actores principales y otras como secundarios a través de casi 100 años.
Dice su editor: "En este libro, Fernando Monacelli hace interactuar a sus personajes en el ámbito de un club. Un club de golf. En este escenario se relacionan y protagonizan historias que se entrelazan y que a la vez son una. Todo lo que hacen –y lo que no hacen-- se muestra bajo los destellos de la sátira y la ironía, como cuando se gira un caleidoscopio y los matices se multiplican. Una novela coral que evoca a los mejores filmes de Robert Altman. La calidad de la prosa de Monacelli nos lleva a disfrutarla como si fuera una experiencia cinematográfica”.
Fernando Monacelli nació en 1966. Ha publicado varios libros. En 2005 fue finalista del premio Clarín y luego en 2006 del premio “La Nación” con su novela “La Mirada del Ciervo”, publicada en 2008 por Random House Mondadori. En 2012 ganó el premio Clarín-Alfaguara de Novela con “Sobrevivientes”, obra traducida al francés. Ese mismo año publicó una recopilación de sus columnas periodísticas llamadas “La Palabra Injusta”. En 2015 la editorial de la Universidad Nacional del Sur publicó “Enredados en Yáñez”, una novela que causó un gran impacto. Es además autor de cuentos. Muchos están recopilados en la obra “Libro de Vuelo” publicado por el Grupo Editor Latinoamericano. Otros fueron publicados en distintos medios.
"El golf y otras verdades sobre tus padres" fue publicado por la editorial de Capital Federal "Pam!" para su colección de narrativas “Metrópolis” y ya se encuentra en las librerías.
El golf, una excusa
Para Monacelli, el golf es la excusa para contar la vida.
Explica que es cierto que existen en la obra ciertas claves que pueden descubrir aquellos que estén más o menos cerca de este deporte.
“Sin embargo, es mucho más evidente la relación entre la novela y los padres que comparten de una manera u otra las actividades de sus hijos, desde lo más luminoso de esta relación a lo más complejo. Y además, un club como cualquier otra comunidad social tiende a repetir a escala laboratorio lo que ocurre en las sociedades más globales. La familia, la crisis social y la llamada grieta o grietas, la historia, los cambios de valores. El miedo generalizado, el miedo a la muerte, la religión, las luchas de clases, las frustraciones sociales, los símbolos, los héroes pequeños, etcétera. Todo es global y a la vez todo es particular”, afirma.
Fragmento de “El golf y otras verdades sobre tus padres”
Capítulo 6
—Pocas personas pueden decir que murieron donde querían morirse. Eso es una gratificación para el alma, me imagino, ¿no es cierto?
—… —silencio, desconcierto, pañuelo en la mano cerca de la cara.
—Nosotros siempre decimos que ojalá nos encuentre en la cancha antes que en una cama de hospital usando una chata o, peor, una sonda o, Dios no lo quiera, trabajando, que no nos encuentre trabajando, ¿no le parece, señora?
—… —silencio, más desconcierto, pañuelo sobre el ojo derecho.
—Es que es así. Si uno se va a morir igual, mejor morirse bien, hay varios casos de jugadores que terminaron su vida en la cancha, a algunos incluso los mató un rayo, señora. Si le sirve de consuelo, por lo que cuentan quienes lo vieron, es muy probable que su último estado de ánimo haya sido el mejor de su vida. ¿Es reconfortante o no? Su marido se murió sin sufrir en el lugar donde hubiera querido morirse si le preguntaban…
—… —silencio, mucho desconcierto sumado a un poco de fastidio y algunas lágrimas, pañuelo tapándole los ojos—… Sí… Sí… gracias…
—De nada. Pegamos buenos golpes con él. Siempre los vamos a recordar.
Había por lo menos cuatro grupos de asistentes bien diferenciados, para un ojo entrenado en velorios, en el interior de la sala B, la más grande y mejor preparada de la casa velatoria Buena Vida SRL, tradicional comercio del rubro, propiedad de una también tradicional familia de socios del club, por lo que los golfitas Activos o Vitalicios con Handicap Nacional Vigente que mueren, de lo que sea que mueran, no necesariamente en un cancha, obtienen buenos descuentos, en lo que la casa velatoria promociona en medios de comunicación locales y algo de cartelería como amenities de despedida, cafés, whisky, masas secas (provistas por la empresa La Dulce Degustación, de Vidal e Hijos, otra tradicional familia del club), música de violines y una novedosa pantalla digital, que se ubica sobre el féretro y repite un video en loop con escenas del difunto aportadas por los deudos y editadas por los expertos en manejo de programas informáticos de Buena Vida SRL que «buscan que el loop de recuerdos y vivencias oriente la atención de los deudos y demás asistentes hacia facetas más luminosas que la imagen pétrea, ausente y ajena que ofrecen en general los cuerpos ya desprovistos de vida». Incluso la edición, siempre que la familia lo admita o solicite, puede mejorar los aspectos en que las imágenes de vida aportadas no se ven tan «atractivos, luminosos o convincentes». Quizá rediseñar algún rasgo físico que el difunto detestaba de sí mismo, agravar una voz muy aflautada en los tramos de audio, incluso eliminar terceros que puedan ofender a alguno de los presentes, entre otras opciones. «La idea es editar el último recuerdo, ¿se entiende?» La frase no está en los avisos publicitarios, sino que es un argumento de venta que el empleado expone ante los parientes cuando les ofrece el servicio, generalmente dentro de las primeras horas del deceso. En el caso de los socios golfistas Activos o Vitalicios con Handicap Nacional Vigente, este servicio tampoco se cobra, pero no se da por sentado, sino que se ofrece por sí o por no, puesto que, en algunos casos, hay aspectos de la vida pasada del difunto que son muy difíciles de editar para conformar a todos y terminan provocando efectos no deseados en familiares o amigos. Por supuesto, el loop se puede pausar cuando la familia lo indique, e incluso la familia puede tener en su poder un control remoto durante todo el servicio, de forma de manejar la atención entre el difunto propiamente dicho y el difunto en su etapa predifunto, o acelerar las partes que no tienen tanto interés, así como accionar la cámara lenta o el zoom para conseguir efectos de dramatismo en escenas especialmente conmovedoras. La única diferencia entre los amenities bonificados para socios AVCHNV y los amenities facturados normalmente es en el loop de recuerdos y vivencias. Los segundos, es decir, los que se pagan (y bastante), carecen de publicidades insertadas, mientras que los bonificados incluyen al menos una vez una placa con el tarifario completo de Buena Vida SRL, dirigido, claro, a los presentes no golfistas o con su handicap vencido. De tanto en tanto, también se incluye una publicidad de terceros, aunque es una diversificación de ingresos de Buena Vida SRL que todavía no despegó, ya que muchos anunciantes ven al menos extraño vincular sus marcas a un evento de esta naturaleza. Por último, los beneficios al socio Activo o Vitalicio con Handicap Nacional Vigente incluyen el servicio premium de traslado, en coches y limusinas Mercedes Benz, al costo de un servicio gold (casi veinticinco por ciento más económico) que se realiza en coches y limusinas muy bien puestos y casi igualmente impactantes, pero marca Peugeot en su mayoría.
Gualterio Herrera, el doctor Herrera, el ex camarista Herrera, protagonizaba, inerte desde su lecho y a la vez desde una pantalla de vitalidad cíclica, con alguna edición que la mayoría era incapaz de notar, su última audiencia con esta vida, antes de su viaje en los coches premium Mercedes Benz 350 adaptados, agasajado por la calidad de un servicio difícil de conseguir, incluso en ciudades más importantes. Aun así, con el enorme cuidado puesto en el entorno, se notaban demasiados espacios vacíos en la sala B. Posiblemente con la sala C, de casi la mitad del tamaño, pero igualmente decorada con empeño cinco estrellas, se hubieran arreglado. Por supuesto no era culpa de Herrera en cuanto difunto ni de Herrera en cuanto sujeto con poder de convocatorio, sino de la máxima por la que los años vividos por el velado son inversamente proporcionales a la cantidad de asistentes a su velorio, a tal punto de que el titular de la empresa Buen Vida SRL había comenzado a buscar la manera de que los vitalicios que muriesen no tuvieran opción de elegir la sala B —no ellos, claro, sino sus familias—, sino que directamente el paquete premium bonificado para socios AVCHNV incluyera solo la sala C para evitar las lagunas por inasistencias tan incómodas para la perspectiva general. Pero ese cambio de la oferta, pequeño pero lógico a la luz de la experiencia, no era en verdad nada fácil de implementar ya que los familiares en general retienen en la memoria a sus fallecidos en momentos de su vida muchos más convocantes, sobre todo en casos intachables como el de Herrera. En los casos en que los familiares saben que su deudo fue un idiota sin mérito, ni preguntan por la sala B, simplemente pasan el trámite. Pero en casos como el de Herrera y otros, con vidas dignísimas en opinión general, es duro conversar al respecto con los deudos porque en el fondo se trata de la primera vez que la convocatoria de un ser humano completamente convocante en vida para sus allegados más íntimos comienza a disiparse.
Como fuera, la dinámica interna del velorio de Gualterio Herrera era idéntica a la de cualquier velorio que congregara un número significativo de asistentes, aunque este número distara de la representación mental de los deudos o del número que habría sido en caso de que el difunto hubiera fallecido en una época más temprana de su digna vida, pongámosle en la adultez activa, o ni hablar en la juventud adulta. El ojo entrenado en velorios podía distinguir claramente cuatro grupos diferenciados de asistentes.
Grupo 1. Familia de sangre, hijos y nietos, familia política, yernos, nueras y sus derivados; y en un segundo círculo del mismo grupo, amigos íntimos para quienes el origen de la relación se pierde en la memoria de la vida. Ellos, los amigos de siempre, a diferencia de los familiares de sangre, no sufren la muerte —en muchos casos, ya ni se frecuentaban como para percibir un vacío— sino que la asimilan como parte del propio destino. Ese subgrupo hace de barrera contra el embate de los de afuera hacia el grupo principal, el de sangre.
Tema de conversación de este primer grupo: estados de ánimo, recuerdos íntimos, anécdotas sin dramatismo, medicamentos varios y temas sobre cuestiones administrativas y económicas, consejos en ese sentido y demás. Cobijan a la familia.
Grupo 2. Hombres mayores con rigurosos trajes y mujeres mayores arregladas y perfumadas «como para un velorio», seguramente todos ex compañeros de trabajo, en este caso de la Justicia, viejos jueces y empleados judiciales, respetuosos y a distancia, para quienes la muerte opera como el nuevo inicio de una relación que, tras tantos años esmerilada por resentimientos y rencillas, llega hasta ese momento lista para volver a empezar desde cero. Para este grupo, que no difiere de otros grupos de trabajo, los vivos que mueren renacen el día de su muerte en recuerdos de vivos recién estrenados.
Temas de conversación del grupo número dos: casi exclusivamente anécdotas laborales editadas para resaltar la nueva personalidad increíble que acaba de nacer del difunto. Algunos intercambios que dejan al difunto de lado y que se vinculan con reencuentros de viejos compañeros de trabajo, jefes, empleados y otras relaciones que hace mucho que no se ven y ese tipo de cosas. Énfasis en opinión unánime sobre lo malo que es el presente con respecto al pasado que protagonizaron y del cual el difunto fue uno de los grandes baluartes. Suelen llegar hasta el espacio central donde descansa el difunto, atravesando la barrera del primer grupo para saludar a la viuda y demás deudos, presentándose como habitantes de un mundo en el que ellos —los deudos— jamás existieron. «Soy Menganito de Tal. Usted no me conoce, trabajé treinta años con el doctor en Tribunales, señora. Mi pésame.» En general, junto con el grupo 1 y su subgrupo, son la base numérica de lo que se consideraría una cantidad digna de asistentes o un velorio exitoso.
Grupo 3. Personas de diversa índole, género, edad, clase social, color, que entran a la sala con marcada timidez, cargadas de dudas que se les notan en el paso inseguro y en una retracción de sus cuerpos que tienden a doblarse levemente hacia el piso. Ni siquiera tienen certeza de estar en el velorio correcto y más de un integrante de los grupos anteriores estiman que, por sus formas, aspecto y actitud, van efectivamente en busca de confirmar al muerto equivocado. La mayoría de los integrantes de este grupo preguntará en voz muy baja: «¿El servicio del doctor Herrera? Gracias, disculpe», y volverá a retraerse en su timidez, acercándose muy lentamente hacia el sector del féretro, tratando de descubrir una cara afligida a quien saludar y desde allí iniciar la cadena que los deposite en la viuda y sus hijos, ante quienes se presentará como aquel que tal cosa u otra. «Yo le servía el café todas las mañanas al doctor. Iba siempre al café, usted sabe, diez minutos, no más, tomaba su café y después, al trabajo. Nunca dejaba de preguntar por mi señora, ¿sabe? Una vez le conté que estaba internada por un problema en los riñones y desde entonces siempre preguntaba. Un caballero el doctor, mi pésame.» Y así una serie de relaciones ocasionales, construidas en base a una situación de desigualdad disimulada por la amabilidad y el señorío que el difunto en cuestión profesó a lo largo de su vida. «Yo le lustraba los zapatos al doctor y él me explicaba la noticia más importante del día.» «Yo era secretaria de un estudio y lo conocía de mis idas a Tribunales, cuando me echaron se preocupó por mí, sabía que era madre soltera. Me dijo que lo pusiera como referencia.» «Yo le vendía los diarios, jamás me recibió el vuelto. “Está bien, Roberto”, me decía. Sabía mi nombre el doctor, lo sentía un amigo.» Y así, un desfile. Si la suma del subgrupo del grupo 1 con el grupo 2 hace al éxito o al fracaso de un velorio desde el punto de vista de la convocatoria, lo cual es altamente relevante para los deudos durante el servicio, la afluencia de representantes del grupo 3 hace al éxito del servicio a posteriori, cuando todo ha terminado, la despedida se ha concretado y queda solo la charla íntima y cansada en la que se hace un examen de los asistentes, pero también del difunto. En el caso del doctor Herrera ha pasado todo un velorio sin sorpresas, aunque es cierto que en la mente de sus hijos y nueras estuvo alerta en momentos en que algunos desconocidos se acercaron al difunto y su viuda. Es el verdadero primer nivel de análisis sobre el éxito o fracaso. El velorio de un hombre grande, del estilo del doctor Herrera, es un éxito, en primer lugar, si no aparecen presencias indeseables, hijos no reconocidos o queridas de toda la vida, o incluso una familia entera, a reclamar su lugar junto al féretro, en general como inicio a otros reclamos menos sentimentales. Una vez pasado este estado de incertidumbre, se habla sobre esos integrantes del grupo 3 que constituyen la prueba viviente de los valores que los deudos cercanos atribuyeron al difunto durante toda la noche. Sin esas presencias tímidas y elocuentes, también se hubiera hablado bien del fallecido de vuelta al hogar, pero sin apoyos objetivos hubiera sido una conversación endeble porque todos los hombres para sus familias son, siempre, un promedio de negros y blancos.
Grupo 4. De dispar conformación, con un excluyente interés compartido entre sus miembros y el muerto. Entran, saludan y, en general, se reúnen próximos a la puerta de la sala, pero en los sectores comunes de las empresas fúnebres a hablar de su monotema, que es el que, a su vez, los une al difunto, quien más que difunto a despedir es otra excusa, con el mayor de los respetos, para juntarse y seguir hablando de lo mismo, siempre que se juntan.
Apenas ingresados, tres integrantes del Grupo 4 habían abordado a la viuda en uno de los espacios vacíos, ubicado en el vértice que formaban la puerta de la enorme sala B, el baño y el espacio del féretro. La detuvieron para saludar, claro, pero con la firme intención, al parecer, de reconfortarla explicándole con una convicción fuera de toda duda que el doctor Herrera, el camarista Herrera, el reconocido profesor universitario, el autor de dos tratados sobre Concursos y Quiebras, una Tesis en Países en Permanente Descomposición, su marido por más de cuarenta años y padre de sus hijos, uno de ellos con casi cuarenta e hijos propios, había caído fulminado por una falla masiva cardíaca en el lugar donde, sin duda, habría preferido hacerlo de tener opción de elegir por sobre todo el resto de sus opciones de lugares donde hubiera podido caer fulminado por una falla cardíaca masiva, a saber: en su despacho de Tribunales, en la sala de audiencias también de Tribunales, en el aula magna de la Facultad de Ciencias del Derecho, en el escritorio de su casa, junto a su biblioteca, sus papeles y sus objetos más preciados, como ese viejo tintero que le regaló un juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en la sala de estar jugando con sus hijos y nietos, o en su cama, junto a su fiel esposa. Claro que no se lo dijeron así a Sofía, ninguno tenía idea, pero así lo habrá oído ella, o tal vez su nuera, que estaba atenta a unos metros cuidando de la viuda. El que habló, en verdad, solo dijo que el doctor Herrera «murió justo donde quería morir, el fairway del hoyo 8 del club». Igualmente, la señora Sofía oyó aquella afirmación con un fondo de fastidio y pena que se fue espesando, presionaba los lagrimales, que ella trataba de contener con uno de los varios pañuelos que había distribuido en distintos bolsillos de su vestido oscuro, aunque no del todo negro, por recomendación de sus nueras. «Y pocas personas pueden decir que murieron en el lugar exacto donde hubieran querido morir», agregó el más bajo y, al parecer, más joven de los tres tipos, a los que jamás Sofía les había visto la cara. Aunque tal vez sí lo había visto, era imposible afirmarlo o negarlo. Desde que había empezado el velorio las caras habían perdido consistencia, como si estuvieran cubiertas de una bruma y, salvo las más cercanas, todas parecían rumores de caras, caras hechas de sonidos y letras. Había como una demora de su cabeza hasta entrar en registro con cada nuevo saludo, como si su mente se pusiera en pausa y tuviera que arrancar de nuevo en el momento en que alguien se acercaba. En este caso, el que habló se había presentado y dado su pésame como Daniel o Ariel Algo, señora, «como su marido, otro de los enfermos de la Peña de los Jueves». Daniel o Ariel Algo le había presentado a su vez a la señora de Herrera a los otros dos «enfermos», pero Sofía no había alcanzado a ver la cara ni a retener una sola letra de esos nombres. Uno de los dos Nombres No Retenidos sonrió apenas —creyó descubrir Sofía por detrás de la niebla que envolvía su visión, aunque pudo ser solo una mueca— y le retrucó a Daniel o Ariel Algo que, en realidad, nadie podía decir que se había muerto en el lugar donde hubiera querido morirse, justamente, porque estaba muerto. Era imposible, reafirmó, que dijera algo… estando muerto. El otro Nombre No Retenido asintió con la cabeza, gesticuló con resignación y agregó: «Lamentablemente». Daniel o Ariel Algo refutó con tono explicativo: no es imposible, podría haberlo dicho antes de morirse, dejarlo asentado. Por ejemplo, a él, a Daniel o Ariel Algo, le gustaría palmarla en el green del 18 de Miramar Links después de un hacer un birdie, algo que sería un milagro; no morirse, señora, morirse no era ningún milagro ni mucho menos, les pasaba a todos, sino hacer el birdie en ese hoyo, que les pasaba a muy pocos, con el viento que siempre soplaba desde el mar, es decir, en contra de los dos tiros que había que hacer perfectos, y ponía las cosas realmente difíciles. «Imposibles», reafirmaron casi al unísono los dos Nombres No Retenidos. Daniel o Ariel Algo agregó entonces que, de paso, ya lo dejaba anotado para que, si tenía la suerte de Herrera y se le cumplía su improbable última escena de caer muerto en el 18 de Miramar Links, pudieran recordarlo todos en su propio velorio como el mejor cierre posible para su vida, exactamente como ahora estaban recordando al doctor, con la alegría de saber que murió en su mejor lugar. Tanto el primer Nombre No Retenido como el segundo se vieron obligados a aceptar como válida la explicación de Daniel o Ariel Algo sobre «poder hablar antes», y de paso tomaron debida nota mental de los dichos de Daniel o Ariel Algo. Ellos mismos se pusieron a pensar dónde preferirían que los atrapara la muerte, no lo tenían claro.
La señora Sofía se llevó por enésima vez el pañuelo al ojo derecho y luego al izquierdo donde la presión de los lagrimales parecía algo menor. Era un hecho que su marido de los últimos cuarenta años no la hubiera preferido a ella como «sede» para morirse, y también era posible que alguna vez dijera, rodeado de gente extraña como la que ahora la rodeaba a ella, que aquella cancha, en la que pasaba menos tiempo del que le declaraba, al parecer solo los jueves con «los enfermos», sería el mejor lugar para terminar sus días. Pero Sofía sabía que era una mentira del doctor Herrera, una más de las que constituían la otra mitad de su vida honrada y duplicada. No lo iba a decir, por supuesto, ni siquiera lo iba a pensar, él no se merecía que ella lo recordara en ese último momento desde esa dualidad que su marido no había podido evitar, como no había podido evitar ser una buena persona duplicada, un buen padre duplicado, un abuelo cariñoso duplicado, un juez justo duplicado, un profesor dedicado duplicado, un escritor prolijo duplicado. Ni ellos ni nadie, en verdad, asistieron a la duplicidad de su marido y no sería ella quien lo desnudara delante de nadie. Si su esposo había caído muerto en la cancha de golf, así lo quiso el destino, y si para algunos esa fue su gran muerte, ¿para qué discutirlo?, que ella hubiera preferido que muriera dándole la mano después de cuarenta años juntos, ¿quién podría dudarlo? ¿Si su esposo hubiera querido otra cosa? Claro. Pero fue lo que fue.
Sofía de Herrera saludó a los «tres enfermos de la Peña de los Jueves», que volvieron a ubicarse afuera, en el camino entre la puerta de entrada a la empresa de sepelios y la sala B, a la espera de otros «enfermos» para seguir con el monotema, y entró al baño «exclusivo para familiares directos», un servicio solo disponible en el caso del plan premium. Ninguna de sus nueras, únicas habilitadas por contrato, había coincidido en ese momento, así que estaba sola. Se miró al espejo. Se vio el rostro como hundido hacia los ojos, paliducha y cansada. Se acomodó el vestido casi negro, sacó varias carilinas de una cajita, las guardó en los mismos bolsillos donde tenía sus pañuelos y pensó en su marido, caído boca abajo sobre un césped verde oscuro del hoyo 8 de la cancha que ella no conocía, con el corazón detenido y, por primera vez, unificado y en silencio como el aire de una tarde apacible de otoño.
En la sala, el rostro grave y maquillado del doctor Herrera asomaba ahora desde un nido blanco de tules que se extendían a lo largo de su cuerpo contra los límites de un traje impecable, un traje de sentencia y martillo. Sobre él, la pantalla SHD de cincuenta y seis pulgadas mostraba en ese momento a un joven Herrera peinado con gomina y vestido de traje, comiendo junto a un grupo de engominados y trajeados tan jóvenes y adultos a la vez, las edades indefinidas de antes; la foto en blanco y negro se esfumaba y volvía ahora a una foto del Herrera actual en traje de baño de la mano de Agus, uno de sus nietos, un nuevo esfumado y otra foto, ahora de Herrera y Sofía, con el fondo de las Cataratas del Iguazú, ya era una foto en colores, pero colores desteñidos, lejos del SHD, otro esfumado y, ahora sí, una foto de Herrera de una década atrás, posiblemente con un grupo de tres desconocidos posando cada uno con sus drivers al frente antes de pegar en el hoyo 1 de alguna copa del club más o menos reciente, y luego otro esfumado y Sofía junto a Herrera y sus hijos, chicos todavía, en Mar del Plata, y otro esfumado y Herrera jurando como camarista federal, y otro esfumado y Herrera en su escritorio volcado sobre un texto con su Montblanc negra, y otro esfumado y un breve video de Herrera intentando tapar una cámara con su mano y la risa de sus hijos, y otro esfumado y Herrera solo de frente a una cámara y allí se detiene el loop. Uno de los nietos acaba de apretar el control remoto como un juego y congela una imagen de un primer plano de Herrera, tal vez a los cincuenta años, imagen que golpea a Sofía, quien regresa en ese momento del «baño exclusivo para familiares directos», palpando, como si fueran armas antes de una pelea, que cada bolsillo de su vestido casi negro estuviera bien provisto de carilinas y pañuelos. La abrazan a manera de bienvenida Agustín (hijo, no nieto) y una de sus nueras. Ella les sonríe y mira a Herrera, el de la pantalla, no el del ataúd, que acaba de comenzar a liberar dos breves hilos de sangre desde la nariz hacia los labios, lo que en unos minutos obligará a que los empleados de la funeraria desalojen el espacio para disimular dos pequeños trozos de algodón en los orificios nasales del cuerpo y seguir adelante con el velorio de categoría premium que debe ser «inmaculado como sus recuerdos», según uno de los slogans. Sofía no ve la sangre en su esposo del ataúd; ve, en cambio, en el Herrera de la pantalla SHD ese gesto invisible que solo ella descubrió hace muchos años y sigue descubriendo ahora en su mirada congelada en el instante exacto, como si el dedo de su nieto la hubiera atrapado completamente desprovista de ropaje. Esa luz de liviandad que lo suaviza todo: la expresión de su duplicidad en el rostro, una expresión de ojos que se expanden como bañados de asombro o entusiasmo de niño. Allí está él, en el ataúd, y también allí no está él, sino el otro, en este instante, en la pantalla. Ni la cancha ni ella, ni ningún sitio conocido habrá querido su amado esposo como destino para caer muerto de un infarto masivo. Es otro ese lugar, está en el otro extremo de su mirada «duplicante» y a pesar de que sin dudas Herrera, el doctor Herrera, el camarista Herrera, el honorable Herrera habrá sufrido por su duplicidad, él siempre tuvo el gesto amoroso de no revelarse desnudo de alma ante Sofía, gesto que ella le agradece tanto, querido. Afuera se han sumado algunos otros «enfermos» a la reunión.