El alma de Javier Trueba
En las primeras publicaciones de La Vidriera, se incluía una sección donde familias tradicionales de la ciudad abrían las puertas de sus hogares a los lectores. Fue algo que gustó mucho y que me dio la oportunidad de conocer a Javier Trueba, un poco más allá del saludo cuando llegaba a la casa de su mamá, al lado de El Eco de Tandil, en Yrigoyen al 500. Como la decoración y estilos en decoración no eran lo mío, pero siempre me interesó, encontré en Javier un gran maestro que se convirtió en una pieza fundamental de la sección. Muchas fueron las casas visitadas, pero en las que tuvo un rol fundamental fue cuando mostramos la de los Curutchet. Allí, acompañada de mi gran amiga Cristina Mon, la recorrimos junto al decorador de punta a punta, dando luego una pormenorizada crónica de estilos de muebles, carpintería, objetos de decoración, cuadros, esculturas y piezas de arte. Recuerdo que lo llamaba y venía para ver las fotos y me ayudaba con la redacción. No fuimos amigos. No compartí con él fiestas ni nada parecido, pero me dio una gran ayuda para elegir los términos adecuados al describir un espacio, poniendo las palabras justas a notas que eran muy leídas, muy vistas, ya que estaban ilustradas por varias fotografías. Me dijo en una oportunidad que le gustaría mostrar su casa de 4 de Abril. Y allí fui una tarde a ese inmueble, que por fuera no tenía más que un par de balcones apoyados en el mármol, rodeados de vetustos ladrillos.
Fue en su casa donde realmente tuvimos una intimidad, una comunicación que no volvería a darse más; sí quedaría el beso o el saludo amistoso. Pero nada más. Rememoro ese día como uno en los que se aprende algo emocionalmente importante. En esa casa chorizo pasábamos del cuarto principal, donde se lucía una bella cama con baldaquino, a un comedor con una gran mesa redonda espejada, sillas en negro y un cielorraso increíblemente espejado que era como mirar un cielo nocturno. El living era fascinante, alfombras orientales, sillones enormes, algunos en terciopelo, cortinas en géneros pesados y objetos de diseño. Allí me contó que solía tener largas charlas con sus amigos y que era ése el lugar que más le gustaba de la casa.
Pero, lo más fascinante para mí, fue el baño principal: las paredes estaban decoradas por cientos de espejos en todos los tamaños y estilos. Por curiosidad le pregunté el porqué, respondiéndome algo así como que los espejos ayudaban a las personas para que sus almas volaran libres y que cuando pasaba era una sensación increíble, como verse por dentro sin máscaras ni disfraces. No fueron exactamente estas sus palabras, pero el significado quedó claro.
Con eso conformó mi curiosidad y fue algo que se perdió en mi memoria con el tiempo.
Después de escribir sobre su casa y mostrarla en imágenes, poco nos volveríamos a ver. Después de aquella visita, como decía, solamente un beso de pasada, un saludo desde la vereda de enfrente o cuando entraba a algún lugar y lo veía. Sólo eso.
Cuando me enteré de su muerte, el viernes por la noche, sentí una gran pena. Me entristeció mucho. E insisto, no fuimos amigos, apenas conocidos.
El sábado por la noche fuimos a comer en familia a la taberna de Paz y Pinto. Afuera la noche estaba helada, pero el clima interior era cálido abrigo. Mientras disfrutábamos de la charla y la buena mesa recordé que había sido Javier quien decoró el lugar, pero no lo comenté con nadie. Miré las paredes tapizadas de espejos biselados de gran porte con marcos dorados a la hoja, de otros de menor tamaño… espejos y más espejos. Me levanté por unos momentos, recordando aquella explicación suya: “A veces, y sólo a veces, el reflejarse en ellos ayuda a que las almas vuelen libres y cuando pasa es una sensación increíble, como verse por dentro sin máscaras ni disfraces”.
Adiós Javier querido, que tu alma y tu espíritu vuelen libres.
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Más de 142 años escribiendo la historia de TandilEste contenido no está abierto a comentarios