Por Fernando Uranga.

Pocos meses en el Diario y el famoso "derecho de piso" me llevaron a pasar parte de aquella madrugada en un escenario, con uno de los cantantes más populares del momento.

Fue la noche del 15 de marzo de 2000, que se hizo 16 en plena labor periodística.

Por entonces, como todo novato, cumplía coberturas de distintas secciones, compensando ausencias por vacaciones o francos, aunque mi espacio original fuera en Deportes.

Tal vez por eso no me extrañó demasiado la invitación de Marcos González, secretario de Redacción, un par de días antes. “Viene Rodrigo a Sol Tropical y tenemos dos entradas de prensa. ¿Querés ir? De paso, lo cubrís y escribís algo. Luisito (Veloz) va a sacar fotos”.

No me gustaba ni me gustarán Rodrigo, el cuarteto, la bailanta, la movida tropical, la cumbia ni ninguna música hecha para entretener o divertir. Pero la propuesta era tentadora, vivir desde adentro un fenómeno de época. Bastaba con prender la radio para escuchar la voz del cordobés y sus ritmos de moda.

Era notable la cantidad de gente en Sol, en una noche que no era de boliche sino un recital entre semana, más concretamente un miércoles.

Una vez adentro, una voz en off me invitó, con nombre y apellido, a presentarme en determinado sector, yendo al fondo por el patio lindero al boliche.

Me recibió un empleado y me hizo pasar diciéndome “ahí te están esperando tus amigos”. No eran otros que mi compañero Luisito Veloz, Julio Varela y Horacio Becchi, los dos últimos periodista y fotógrafo de Nueva Era, respectivamente.

El lugar, poco iluminado, parecía tierra de nadie. Con la oferta implícita de “canilla libre”, el alcohol fue haciendo su efecto en el grupo periodístico.

Poco conocedores del ambiente tropical, la espera se nos fue haciendo pesada. Nunca creímos que el comienzo del show iba a demorarse tanto. Incluso, en determinado momento se anunció que Rodrigo y su grupo recién estaban saliendo de Ayacucho, donde se habían presentado durante la Fiesta del Ternero.

Entonces, las risas fueron dejándole paso al fastidio. Hasta que Becchi, ya con la camisa fuera del pantalón y algo desarreglado, dijo lo que todos pensábamos: “¿Pero este Rodrigo quién se cree que es? ¿Frank Sinatra?”.

Al rato, ya más de las 4, el movimiento fue cambiando. Algunos asistentes llegaron para acomodar elementos de sonido y la presencia apurada de músicos nos dio la idea de que por fin empezaría el espectáculo.

Todos pasaban a nuestro lado, en una especie de pasillo mediano, y el último fue Rodrigo. Campera de jean, pelo teñido de verde, casi a la carrera y con los ojos bien abiertos.

Nadie me había indicado desde donde seguir el show, por lo cual me ubiqué en el propio escenario, mientras “El Potro” era ovacionado y empezaba el primer tema.

Quedé al fondo, a pocos metros del cantante y a centímetros de un músico que tocaba el acordeón.

Él estaba sentado y creí molestarlo con mi invasiva presencia, más cuando al finalizar un tema lo noté dirigirse a mí, sin poder escucharlo por los aplausos que generaba cada intervalo. Me acerqué y me sorprendió su pregunta, en tono cordobés: “Maestro, ¿en qué calle está este boliche?”. Extrañado, vacilé apenas y brindé la respuesta, lo más precisa posible: “Estamos en el pasaje Murature, una cortada, pero en realidad la calle más conocida de esta zona es la de acá enfrente, la avenida Del Valle”.

Cruzamos algún comentario de la distancia que había al centro, u otra situación geográfica sin mayor relevancia o que no recuerdo.

Siempre supuse que el tipo simplemente quería escuchar una voz diferente de las habituales, como un escape a su vida de ensayos, largos viajes y escenarios.

Del recital, solamente recuerdo la por entonces flamante canción que el tiempo se encargó de popularizar como “La mano de Dios”.

Y en el medio, Los Redondos

El 15 de abril de 2000, exactamente un mes después, la música y mucho más que la música me llevaron al lugar donde quería y debía estar.

Fue la primera presentación de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en el estadio de River, en una serie de dos noches, muy recordadas para bien y para mal.

Allá fuimos, con tres queridos amigos como “Guille” Liggerini, “Toto” Barrionuevo y el “Mono” Algarte.

Los patéticos viajantes se montaron en un pequeño vehículo de desconocida procedencia, de color verde oliva, al que de inmediato se bautizó como “La aceituna ricotera”.

Pasaron las cosas de tantas veces, magnificadas por un contexto social doloroso e injusto. La maldita policía repartiendo palazos y atropellando a caballo, intentando vigilar todo desde los helicópteros que surcaban el cielo de Núñez. Balas de goma, carros hidrantes y provocaciones hacia quienes solamente querían ver a su banda. Mucha tropa riendo en las calles.

Y otras que nunca habían sucedido en semejante dimensión, como los incidentes generados en el campo, por un agresor que luego fue apuñalado y terminó muriendo días después en el Hospital Pirovano. Con el tiempo supimos que se llamaba Jorge Ríos, le decían “Pelé”, estaba con libertad condicional tras ser condenado por robo a mano armada y tenía 27 años, misma edad o aproximada a la nuestra. No conocíamos su historia de marginación, aunque podemos imaginarla.

Fue la noche del enojo del “Indio” Solari en el escenario, de un clima espeso y la sensación de que algo se estaba yendo definitivamente de las manos. “Veámoslo como una de las últimas veces que tocamos”, dijo el cantante. Se cumplió con ese recital y el del día siguiente. Ya en 2001, dos presentaciones en Montevideo y una en Córdoba significaron el punto final de la banda más grande de la historia argentina.

El sentimiento de cierta decepción no impidió, sin embargo, que esa noche en River naciera “el pogo más grande del mundo”, como lo testimonian las grabaciones del día siguiente.

Del recital, recuerdo todo. “La aceituna ricotera” y su tripulación llegaron a destino. Sabíamos de qué lado de la mecha nos encontrábamos.

El otro final

Piruetas del destino. La misma noche de Los Redondos en River, Rodrigo volvió a Tandil para cantar en el gimnasio de Unión y Progreso. Los presentes no guardaron buenos recuerdos de aquella vez, en la que el cordobés se molestó con parte del público y acortó su show.

Por entonces, “El Potro” se presentaba con frecuencia en el Luna Park porteño, que lo recibió trece veces a tribunas llenas.

En la madrugada del 24 de junio de ese mismo 2000, Rodrigo murió en un accidente de tránsito, en la autopista que une La Plata con Buenos Aires. Tenía 27 años. Conocíamos parte de su historia musical y con el tiempo se supo más de su vertiginosa carrera.

En medio de las escenas de dolor por la irreparable pérdida, reconocí en la pantalla de televisión el rostro abatido de aquel músico del diálogo inesperado en el escenario de Sol. El mismo que me dio charla en la madrugada de mi primera y única incursión cuartetera.

Últimas Noticias

Con Rodrigo, en el escenario

El valor de la palabra, por los periodista de El Eco.