OPINIÓN
Javier Mascherano y la utilidad de los entrenadores
En sentido amplio la discusión está zanjada desde hace unas cuantas décadas, pero jamás faltan los futboleros adoradores de las verdades de perogrullo, que con aire de perdonavidas vienen a participarnos del descubrimiento de la pólvora: "Los partidos los ganan o los pierden los jugadores".
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¡Por supuesto, muchachos! Por supuesto. Los partidos los ganan o los pierden los jugadores. Se desconoce la existencia de un director técnico con la sideral fuerza de Superman, que con un cabezazo desde la línea de cal, a la altura del centro de la cancha, haya convertido un gol con la anuencia del árbitro, de los rivales y del reglamento de la FIFA.
Se desconoce, en fin, un episodio de una índole así de estrafalaria y digna de una página del Libro Guinness.
En todo caso, para refundar una polémica, una tertulia o una mera conversación, o en todo caso un humilde refrescado de ideas, ahí tenemos a mano las vicisitudes de la Selección Argentina que con la batuta de Javier Mascherano juega sus cartas en pos de un boleto a los Juegos Olímpicos de París.
Antes de iniciarse la competencia en Venezuela, a grandes rasgos la comunidad argentina futbolera se dividía en dos grupos de irreconciliable antagonismo.
Por un lado, los que habían tomado nota de la decepcionante labor de Mascherano al frente de la selección Sub 20 y sostenían, sin más, que el otrora Jefe sufre de una impericia crónica al mando de un volante: que es capaz de chocar una Ferrari o incluso un Auto Inteligente, esos que van y vienen conforme se les den las órdenes; uno de esos que, cuando chicos, veíamos en alguna serie de la televisión en blanco y negro.
Por otro lado, se agrupaban quienes apostaban a la gracia de las segundas o terceras oportunidades y confiaban en un Mascherano que había hecho debido acopio de sus experiencias desdichadas y que, por si fuera poco, disponía del mejor plantel de cuantos iban a competir. Del mejor y por varias leguas. Una verdadera materia prima de Dream Team.
De momento, tal parece que se cumplen las presunciones más agoreras, o más lúcidas, según evalúe cada quien.
La selección argentina Sub 23 llegará al domingo con la obligación de derrotar a Brasil, nada menos que a Brasil, una encrucijada que a la hora de las especulaciones se presentaba como la más incómoda, por no decir en clave de tormenta perfecta.
Argentina, aún en el contexto de un equipo con la casa llena de problemas, podría vencer a un Brasil de lo más terrenal, pero tampoco sería de extrañar que perdiera o empatara y los Juegos Olímpicos los viera por la tevé.
Volvamos al punto de partida de estas humildes reflexiones: la propia existencia de los directores técnicos designa per se un cierto grado de influencia.
Para bien y para mal. Para bien o para mal.
En un plantel de modesta o mediana materia prima, el horizonte de un DT está necesariamente enfocado en sacar el máximo jugo. Buenas elecciones del Once, ojo para detectar las virtudes propias y los defectos ajenos, presteza y lucidez para meter mano con los cambios. Etcétera.
Y en un plantel de alta gama, poblado de estrellas consumadas o de estrellas nacientes, la obligación del DT implica administrar la riqueza, convertir un gran plantel en un equipo y, en el mejor de los casos, hacer mutar un equipo a secas en un gran equipo.
Pues bien: la selección argentina de Mascherano ha tenido momentos de buen juego y de contundencia, pero, aunque transitemos el pleno estío, unas pocas golondrinas no han hecho un verano.
La Argentina de Mascherano defiende mal (ha recibido nueve goles en seis partidos), es incapaz de sostener una regularidad positiva en el juego y da la sensación (salvo la providencial aparición de Federico Redondo en el último suspiro del reciente partido versus Paraguay) de que se le resfría el alma ante cualquier mal viento.
Y no hay ni habrá equipo que no se parezca a su director técnico.